El gran cambiazo
{…}
comprenderlo todo no pasa nada
desprenderse de todo no pasa nada
regalarlo todo no pasa nada
devorar hasta donde alcanza la vista no pasa nada
¿qué más hay en el refrigerador de Allen?
¿qué mas hay en la despensa de Anne?
¿qué sabes tú que no me has contado
todavía?
no pasa nada. no pasa nada. no pasa nada.
quedarse un día más no pasa nada
pirarse de la ciudad no pasa nada
decir la verdad, apenas pasa nada
[…]
Hace algunos días fui a ver Tortured Dust (1984), una película con la que el norteamericano Stan Brakhage trataba de amarrar un tiempo o, como mínimo, de fijarlo en el continuo de las imágenes filmadas. No sé si con la intención de regresar de vez en cuando a ese lugar, a la infancia de sus hijos y a la vida antes de separarse de su mujer. Separación que, cuando se filmó la película, era inminente. Quizá, casi seguro, Tortured Dust es una despedida, inevitable, que Brakhage trató de prolongar todo lo posible filmando y montando: el propio filme tiene cierta cualidad obsesiva, laberíntica, reiterativa. Y al mismo tiempo, la cortísima duración de los planos y el silencio sepulcral que envuelve el hogar de los Brakhage y la película misma, absolutamente silente, hacen realmente difícil hallar otro asidero que no sean las bellísimas texturas y los colores que emanan del celuloide. Mientras el filme avanzaba, pensaba en qué ocurriría si me enfrentase a ella sin saber absolutamente nada de las personas que en él aparecen. Antes de que se apagaran las luces, había leído una breve sinopsis. Sabía que eran los hijos y la mujer de Brakhage. Sabía que el matrimonio estaba a punto de romperse. Sabía que Brakhage lo estaba pasando mal en esa época. Pero, como comentaba con el amigo que me acompañó a la proyección, si no supiéramos eso no sabríamos nada. Quizá sería incluso mejor. Tan sólo percibiríamos la desintegración, las imágenes perdiendo significado, desmontándose, convirtiéndose en meros flashes, llamas que crepitan en la oscuridad, llamas que se precipitan hacia la oscuridad. Todo desaparecerá. Da igual que no podamos ponerle nombre a esos rostros. No pasa nada.
* * *
Confieso que, durante el visionado de Tortured Dust, Puro vicio (Inherent Vice, Paul Thomas Anderson, 2014) regresaba una y otra vez a mi mente. No es que pretenda establecer ningún tipo de relación entre ambas películas. Simplemente, el filme de P. T. Anderson, visto unos días antes, seguía en mi cabeza, yendo y viniendo por mi cerebro como olas que acariciaran una playa especialmente permeable. Llevaba días resistiéndome a escribir sobre la película y por otra parte pensando que estaría bien hacerlo. Cuando llegué a casa esa noche vi en las redes sociales que habían aparecido dos nuevos textos acerca del filme y sentí que igual no hacía falta decir más cosas sobre Puro vicio. Que ya se había dicho todo. Que se estaban estrenando otras películas. Pero también era consciente de que, al cabo de unos días o de unas horas, volvería a querer escribir sobre la adaptación de la novela de Thomas Pynchon. Una película, digámoslo ya, fabulosa. Que, al menos a mí, me llegó como henchida de una especie de melancolía dulcísima e inaprensible, como una canción cuya letra no entiendes del todo pero aun así, captas de qué va. Y sientes la necesidad de volver a escucharla unas cuantas veces más. Y no entiendes a los que se quejan de que la letra no se entiende, porque la letra, como en las mejores canciones, es lo de menos. El drama del detective Larry “Doc” Sportello es en cierto modo similar al de Brakhage en 1984, postergando el adiós a la infancia de sus hijos. Sportello se ha quedado colgado, incapaz de despedirse del todo del que fue su gran amor, Shasta Fay Hepworth (Katherine Waterston, un hermoso y magnético espectro); ella sigue ahí, como arena adherida a su piel, que no se quita por más que te frotes o te drogues. Cuando, al inicio de la película, Shasta se materializa en su cuchitril de Gordita Beach y le pide a su viejo amigo que haga unas pesquisas para ella, el detective tendrá, de repente, razones para levantarse del sofá y vivir la vida intensamente durante un rato.
* * *
Antes de llegar a Brakhage y a su Tortured Dust, el Xcèntric, el ciclo permanente de cine experimental del CCCB, en Barcelona, trajo a R. Bruce Elder, cineasta y crítico canadiense cuya colorida camisa tampoco habría desentonado del todo en la vaporosa California de los setenta. Se proyectó la primera parte, las primeras tres horas y cuarto, de Lamentations: A Monument to the Dead World (1985), gigantesca sinfonía de imagen, sonido y texto con la que Elder reflexiona sobre el declive de la civilización, sobre la decadencia de todo aquello que podría darnos sentido, las cosas que nos hacían diferentes de las rocas y de los animales, en tanto que comunidad viva y palpitante. Sé que suena pomposo y elevado. Lo sé. Pero la película habla de eso. Y lo hace bombardeándonos con imágenes, música, texto encima de la pantalla y otros textos hablados, superpuestos en off, a los que cabe añadir los subtítulos en español (ya no recuerdo si eran en español o catalán) de parte de esos textos. Me ocurrió algo: durante buena parte de la película, concretamente hasta que hubo una pequeña pausa para tomar aire, me afané en leer los textos, en seguir y consignar lo que iba viendo escrito en la pantalla, alternando entre el texto original y los subtítulos, y tratando a la vez de empaparme de las imágenes. Era agotador. Llegaba a ser gratificante, tuve mis picos de entusiasmo, pero era agotador. Hasta que, después de la pausa, decidí que ya no leería más los textos. Dejaría que mis ojos y mi mente se perdieran en el frenético revoloteo de la cámara de Elder, cámara que se pasea tanto por superficies puras y grandes espacios abiertos como por la noche de neón de Las Vegas o grutas en las que pudo habitar el hombre. Y mi cambio de estrategia funcionó, vaya si lo hizo: súbitamente, me descubrí en una especie de trance durante el que, además, las palabras que ya no leía llegaban a mí sin esfuerzo, como parte de ese todo ingobernable que es o aspira a ser la imagen fílmica, y llegué saciado y extrañamente feliz a los últimos instantes de la película, en los que ya sólo quedan dos cuerpos humanos —como en el plano que clausura Puro vicio— y la imagen deja paulatinamente de revolotear, empieza a hacerse secuencial y nos vamos quedando con borrosas instantáneas de carne contra carne hasta que llega el último y definitivo fundido a negro.
Si bien la película de Paul Thomas Anderson no compite en dimensión alguna con la de Bruce Elder ni llega a su nivel de estímulos constantes y superpuestos, algo las emparenta en mi subjetividad: quizá sea, en parte, por la mera casualidad de haberme encontrado con ellas en la misma época, pero ya he visto tres veces Puro vicio y las tres veces he terminado por concluir que, si uno trata de apegarse a lo que en ella se dice, a las palabras que pronuncian sus personajes y al sentido o la falta del mismo que estas expresan, acabará irremediablemente perdido, sospechando que se le ha escapado algo, la pieza que hace que todo encaje. El filme de Anderson también podría haberse titulado El gran cambiazo, si no fuera porque ya existe una antología de cuentos de Roald Dahl con ese nombre. La película es, en efecto, la crónica de un cambiazo, de un sueño convertido en la más extraña de las resacas. En el descampado junto al que florecieron los últimos estertores de un amor-que-pudo-ser, ahora se levanta, desbordando nuestro campo visual y obligándonos a alzar la vista hacia el cielo, un alucinógeno colmillo gigante. Yo diría que a lo que hay que prestar atención, antes que al esquivo y traicionero verbo, es a movimientos como ese que hace la cabeza de Sportello junto a ese colmillo que resulta ser una clínica dental para eludir impuestos.
Yo no pude dejar de mirar el pie desnudo de Shasta reptando cual serpiente alrededor de los bajos de su querido detective. O el rostro de Clance Charlock (de la que me enamoré un poco sin saber que antes era actriz porno), después de abofetear a Sportello, diciéndole al aire impregnado de marihuana, con la mirada perdida, que tiene una cita. O Hope Harlingen, tez blanca e inmaculada, narrando como si nada la más sórdida historia de amor entre heroinómanos recortada por las paredes también blancas e inmaculadas de su apartamento. Los rostros de Doc y Shasta fundiéndose con el mar de fondo, mecidos por la voz de Sortilège, esa narradora de dorada cabellera que todo lo sabe y que, quizá por eso, presenta a Bigfoot Bjornsen en los primeros compases de la película como un violador de derechos civiles, antes de que él mismo, en su última y flamante aparición en pantalla, utilice esas mismas palabras, irónicamente, dirigiéndose a un desconcertado Sportello. Por la galería de rostros también desfilan el doctor Threeply, recitando de memoria, hipnotizado, los diálogos de una película de Burke Stodger. O la fugaz y loca adrenalina que parece apoderarse de Doc y compañía cuando, tras la surrealista visita a la clínica dental, se embarcan en el coche de una joven llamada Japonica Fenway, repentinamente listos para la incierta aventura de un trayecto que terminará, demasiado pronto, con los ocupantes del vehículo repartiéndose sus carnets de identidad y perdiéndose de vista, cada uno por su lado, en mitad de la noche.
* * *
¿Soy el único, por cierto, que piensa que Bigfoot Bjornsen pudo tener una especie de relación sentimental con su compañero asesinado, Vincent Indelicato? ¿Tendrán algo que ver con eso su consumo compulsivo de helados y sus continuas bromas fálicas?
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Hay otro gesto, apenas perceptible, que me obsesiona. Al inicio de la película, nada más despedir a regañadientes a Shasta, que se ha esfumado en un descapotable tras encomendarle el caso, Sportello se dispone a bajar unas escaleras en dirección al mar, en busca de algo con qué llenar el estómago. A lo lejos, las luces de una embarcación se destacan sobre el océano azul oscuro. A Doc se le une Dennis, su compinche y conductor ocasional. Y, durante el descenso, el detective se detiene varias veces y mira hacia la izquierda, como tratando de atisbar algo que queda ligeramente fuera de su campo de visión y totalmente fuera del nuestro. Algo da vueltas alrededor de su cabeza, y Dennis le pregunta si está bien. Supongo que Sportello busca en vano a Shasta, cuyo automóvil ya andará lejos, para convencerse de que la ha visto de verdad. Quizá sueña con alcanzarla en la línea del horizonte o en el rabillo del ojo, en el último recodo posible. Pero Anderson no nos ofrece el contraplano de esa mirada, y la incógnita se queda ahí, flotando, sin que ni siquiera Sortilège, que empezará a hablar en off, lo advierta. Es un simple movimiento de cabeza, lo sé, un giro de apenas cuarenta y cinco grados, pero es también una pregunta que quedará por responder. Quizá ese movimiento de cabeza actúa en Sportello de forma parecida a esa postal que veremos más adelante, encajada con cierto gusto sobre una rendija que hace las veces de buzón. Una postal que, cual llave de la memoria, retrotraerá al detective a ese pasado del que es incapaz de desprenderse. En realidad, sospecho que no es exactamente una cuestión de retrotraerse, porque Sportello nunca ha abandonado ese interregno, esa tierra de nadie del recuerdo por la que vagan, adormecidos sin siquiera saberlo, tambaleándose, confundidos, muchos como él que creyeron en algo que ya no está.
Puro vicio termina con un plano que, parece, tiene lugar en el interior de un coche. Pero el encuadre es lo suficientemente cerrado como para impedirnos ver el instrumental o algún objeto que contribuya a hacer más real o habitable ese espacio. Lo que se ve a través de las ventanas es, por decirlo así, una nada blanquecina, del mismo color sin nombre que recuerdo haber visto en aquellas habitaciones kafkianas, desnudas, a las que los personajes de Cavalo Dinheiro (Pedro Costa, 2014) acudían para que una burocracia sin rostro les recordara quienes son y dónde están si es que no están muertos todavía. Algo nos impide validar del todo como real esa última escena: Sportello podría estar imaginándose el encuentro, hundido en su sofá, esperando una pizza o una llamada telefónica, o su coche podría haberse averiado en alguna carretera solitaria. No sería la primera vez que vemos en el asiento del copiloto de Doc a una mujer que luego no está ahí. Pero algo nos dice, también, que quizá el detective está exactamente en el único lugar en el que quiere o puede estar, junto a su amada en el túnel del tiempo, que también, si uno se apalanca en él más de la cuenta, puede llegar a convertirse en un grotesco túnel del terror. El terror de estar vivo y descubrir que ya no reconoces las reglas del mundo en el que vives. Pero recuerda, Doc: no pasa nada.