Nada en el cine es verdadero. Salvo el cine
Puede que el auge y caída de Martín Circo Martín, personaje central de Concursante (id., 2007), llegara con algo de antelación para un público aún embotado por el aroma a vino y las rosas de aquel verano tan largo en el que todos fuimos tan ricos. O puede que llegara demasiado pronto para el futuro director de Buried (Enterrado, 2010) y Luces rojas (Red Lights, 2012). No importa. Existen las segundas oportunidades. Incluso las terceras. Rodrigo Cortés ya publicó en 2007 el guion de su ópera prima, y aún se guardó un comodín en la manga: el libro. Mientras dirigía a Leonardo Sbaraglia con una mano, con la otra completaba Sí importa el modo en que un hombre se hunde. Ocho años en un cajón, agazapada, la primera novela de Cortés esperaba su momento. Y el momento llegó. El tipo más listo de la clase nos coloca ante una disyuntiva poco habitual: ¿era mejor la película que el libro?
Cortés afronta el tercer grado escogiendo cuidadosamente cada palabra. Olvidé preguntárselo, pero debe de ser un buen jugador de ajedrez. Articula su discurso con la misma soltura con la que torturaba al enterrado en vida Reynolds. Tiene la mirada del que sólo necesita estudiar el día antes del examen para aprobar con nota, le gusta retar la inteligencia de su interlocutor. Por encima de todas las cosas, detesta los clichés, los lugares comunes. Ante la encrucijada, otea el horizonte y da con la tercera vía. Es ahí, en su propio terreno, donde la conversación toma cuerpo y uno, para que no le acusen de complaciente, ha de resistirse al síndrome de Estocolmo.
Primero vimos la película, después nos dejaste leer el guion y ahora tenemos la novela. ¿Te duele dejar marchar a Concursante?
No daré el ciclo por cerrado hasta hacer el musical. Martín Circo Martín cantando sus miserias de fuente en fuente y los hombres del banco creando armonías profundas y amenazadoras en el coro, como el Sanedrín de Jesucristo Superstar. Caifás sería, por cierto, un buen nombre de banquero.
John Maynard Keynes, que tiene su peso en la historia de Martín Circo, también sería un nombre estupendo para eso. Suena a realeza financiera. Y tú lo conocías antes del advenimiento de los economistas televisivos.
Me temo que sí. En la propia novela, que escribí al mismo tiempo que la película, es mencionado varias veces. Me tuve que leer su Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero.
Últimamente oímos tanto el nombre del insigne Keynes como el de Amador Mohedano, y no tengo nada claro si esto es para bien. Ayer fue Amador, hoy Keynes, mañana vete a saber…
Es irrelevante. Son memes, fragmentos superficiales de información con los que podemos manejarnos en las tertulias, entre un “¡Niego la mayor!” y un “¡Yo a ti no te he interrumpido!”. Un año decimos cesaropapista, otro sátrapa, otro empoderar y otro boutade. Son fonemas eufónicos que nos ayudan a no reflexionar. Son reflexiones copiadas y pegadas; flechas que disparar a un arquero más lento.
De eso iba tu corto Por activa y por pasiva (id., 2013); niños de cinco o seis años recreando un debate cualquiera. Lo clavan. Pero si conecto las ideas subterráneas de Sí importa el modo en que un hombre se hunde y esa charada en una clase de primaria, llego a la conclusión de que eres un gran descreído. Ahora bien, ¿descreído de España o del mundo?
Descreído de mí. Todo lo que veo en otros surge del autoanálisis. Detecto mis tendencias, mis respuestas, y eso me ayuda a verlas en otros, lo que hace que mi reflejo sea implacable y sólo pueda soportarlo restándome seriedad y convirtiéndolo todo en un gran circo. Mi verdadero yo está en algún lugar ahí debajo, enterrado, y voy quitando trastos de encima los fines de semana, cuando nadie mira, con la esperanza de acabar por encontrarlo.
El argumento de Sí importa… está incluso más en boga que el de Por activa y por pasiva, con el mérito añadido de haberse pergeñado mucho antes. ¿Eres un profeta? ¿Un oráculo?
Fui un patético visionario de provincias. Más que anticipar nada, leí mucho, estudié mucho, observé el tablero y conecté la línea de puntos que gente más inteligente que yo había ya dibujado. La línea que se formaba anticipaba un colapso matemáticamente inevitable. En ese momento, sin embargo, la reacción general de quienes vieron la película poco tenía que ver con eso. Muchos la encontraron —por razones, en realidad, perfectamente comprensibles— una memez que en nada atendía a la verdadera naturaleza del sistema financiero. Llegar demasiado pronto a un sitio se parece mucho a llegar tarde…
Cito un párrafo de la novela: «Es el año 2007, el siglo XXI se abre para nosotros y somos asquerosamente ricos. Inmoral e injustificadamente ricos. Indecentemente ricos. Y no sabemos pilotar una avioneta». Me parece una metáfora bellísima de lo que le ha sucedido a este país…
De lo que le ha pasado al mundo, en realidad. Y al protagonista, Martín Circo Martín, sin ninguna duda.
El discurso «todos tenemos nuestra parte de culpa», todos hemos comprado avionetas sin saber pilotarlas, no es demasiado popular, ¿no?
Si tuviera algún discurso, tendría que ver con la responsabilidad individual, no con la culpa. Con la solvencia sobre uno mismo. Con hacerse cargo de lo que uno hace y es. Aun en las circunstancias más injustas y desfavorables, uno tiene la posibilidad de reaccionar de uno u otro modo. Eso, obviamente, no niega un tablero que en este caso es diabólico, alegremente diseñado contra el ser humano. Pero todos somos responsables de cada una de nuestras decisiones y ante iguales circunstancias no todo el mundo reacciona igual.
¿La historia de Concursante y Sí importa el modo en que un hombre se hunde es como ese hijo mayor al que no le pudiste dar los mismos caprichos que a los pequeños?
Algo de eso hay, sí.
Y sin embargo dices que Concursante no tendría más éxito si se estrenase ahora. Déjame que lo ponga en duda. En su día fue el primer largo de Rodrigo Cortés, la joven promesa. Ahora sería una película de Rodrigo Cortés, el director de Buried y Luces rojas; el que se codea con Ryan Reynolds, De Niro, Sigourney Weaver.
Cuando el delantero, frente al guardameta, le pasa el balón a un compañero y el compañero falla, decimos: “Tenía que haber tirado”. Cuando es él quien tira y el portero rechaza la pelota, decimos: “Tenía que haber pasado”. Sabemos qué sucede, y lo que no sucede tendemos a inventarlo en su vertiente óptima porque contamos con la ventaja de que es indemostrable. Imagino que, efectivamente, alguien más iría hoy al cine si hiciera ahora la película. Veremos cuántos, por las mismas razones, compran la novela.
¿Cómo se lidia con la esquizofrenia de moverse al mismo tiempo entre un guion y una novela?
Un guion es un género muy particular, la escritura dramática es muy precisa; directa y sucinta. Se fundamenta en la acción, porque en el cine los personajes se definen, por encima de todo, por lo que hacen. En la literatura es más importante lo que piensan o sienten. La literatura permite explorar el c erebro de sus protagonistas y dotar a sus actos y decisiones de otra hondura. Propicia reflexiones y resonancias, vías de servicio, permite sacar un martillo pilón y escribir con él nuevos diálogos sin atender al espacio, escuchando su ritmo endiablado y llegando con las palabras a lugares nuevos. De algún modo, Sí importa el modo en que un hombre se hunde es más cruel, más divertido, más implacable que la película.
Quisiste ser pintor, escritor y músico, pero lo haces todo a la vez dedicándote al cine (sic). Te compro lo de escritor y músico, pero no sé si a los viejos pintores les convencería esto del cine. El cine no captura un momento.
En realidad sólo la fotografía lo hace; y capturar el momento también es mentir, como en esas imágenes que congelan una postura imposible en un mate de baloncesto, con una expresión inflamada y grotesca en la cara de un jugador negro y una posición incompatible con la física. Un fotograma sin contexto es la definición de la mentira. La pintura, en cualquier caso, es composición, luz, color, encuadre, equilibrio. Elementos que forman parte, por razones naturales, del cine. No es posible ver Los contrabandistas de Moonfleet, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, Días del cielo o El cocinero, el ladrón su mujer y su amante, que son películas muy diferentes, sin pensar en la pintura. Por diferentes razones. No es posible pensar en El padrino sin pensar en Caravaggio.
¿La máxima aspiración de un cineasta no es dejar un plano, o una secuencia, grabados en el cerebelo del personal? ¿O mejor el todo que la parte?
Mejor el todo que la parte, siempre. Un poso, una resonancia, una frecuencia… Pero el todo se constituye de partes, y hay planos, momentos, secuencias que son inmortales y desafían cualquier conjunto.
¿Tú has rodado ya ese plano sublime?
No.
¿Y ese no tan tajante? ¿Eres el pantocrátor que hay que echar de la sala de montaje?
Aunque soy el montador de mis películas, siempre echo al director de la sala —como en el rodaje echo al guionista. El hecho de que en un película concreta pueda desempeñar las tres figuras es irrelevante. Las películas se escriben, se ruedan y luego se hacen. Y siempre es ese el orden.
Pintores, músicos, escritores… Todos tienen bastante control sobre el resultado final. Depende de ellos mismos si encuentran lo que buscaban. Pero el director de cine se me antoja el artista con menos potestad sobre su obra. Demasiadas variables, demasiadas tareas que uno ha de dejar en manos de otros. ¿Mal oficio para un control freak?
Hay tantos casos como directores y circunstancias. Los hay con más poder, con menos, con más ganas de pelear, más acomodaticios, posibilistas, testarudos. En lo personal, si hay un cine con el que, como espectador, me siento concernido es el que recoge una voz, una mirada, y convierte cualquier película en un acto de expresión individual. Desarrollada con la colaboración de otros, sin duda, pero en una única dirección, que es la que el creador persigue. Estoy pensando en la obra de Paul Thomas Anderson, pero también en Indiana Jones y el templo maldito.
Dentro de esas variables con las que tiene que vérselas un director está el vil metal. Para hacer ciertas películas hay que buscar los seis ceros por alguna parte. ¿Los malos relaciones públicas lo tienen crudo en «la industria»?
Los seis ceros, idealmente, con algún otro número delante.
(Risas) Es conveniente, sí.
Pero, lamentablemente, es así. Para escribir poesía bastan unos folios y una pluma de ganso. Para involucrar a un equipo de centenares de personas y conseguir financiación, hace falta más que talento. En este oficio, y probablemente en cualquier otro orden de la vida, el carácter es más importante que la inteligencia.
Otra variable: el público. ¿Tienes que dar por hecho que si te gusta a ti, ya que antes de cineasta fuiste espectador, le gustará al público?
Es tu única guía, no tienes otra; pero no puedes dar nada por hecho. Nunca. Tomas más en consideración las reacciones del espectador y su sistema de percepciones que sus gustos, que son indefinibles y cambiantes. Tratas de no engañarte y ver las cosas desde fuera, no necesariamente para complacer al espectador. A veces tratas de desafiarlo, o interpelarlo; pero sin engañarte, tratando de comprender qué reacciones estás generando. No tienes que gustarle a todo el mundo. No puedes gustarle a todo el mundo. Pero si quieres seguir rodando, más vale que logres interesar a los suficientes.
Hagamos una especie de prueba del algodón. De tus tres largos, ¿cuál pensaste que tendría más éxito?
No pienso en esos términos. No por desapego ni altura creadora, sino porque nadie (lo enfatiza) sabe qué va triunfar. Depende de un millón de factores, de los que sólo un puñado están bajo tu control, como ya has comentado. Si buscas el éxito a toda costa, te mantienes lo más alejado posible de la historia de un único personaje dentro de una caja de madera, supongo. (Risas) Con toda la ingenuidad del mundo, sólo reflexioné sobre el posible éxito de mi primera película, Concursante. Aún no entendía nada, claro.
El ya expresidente de la Academia, en la última gala de los Goya, al referirse a los nuevos cortometrajistas dijo que vienen «con ganas de hacer un cine arriesgado». Como no le tengo delante, te lo pregunto a ti. ¿Qué entendemos por «cine arriesgado»?
Tendemos a hablar en términos parecidos desde el siglo XII. Es la naturaleza del ser humano, que siempre quiere matar al padre —que ya mató al suyo— y nuestra tendencia autoindulgente a la adjetivación hueca. También pueden mirarse las cosas con más distancia, imagino. Con menos dramatismo: cada uno hace, en general, lo que quiere y puede. Y, una vez más, todos debemos responsabilizarnos de lo que hacemos.
Por cierto, hablando de cortos, después de Luces rojas has dirigido algunos. Ya hemos mencionado el de los niños tertulianos, y el otro es 1:58 (id., 2014), con Manuela Vellés. No es lo más habitual, ¿no? Volver al cortometraje después de dirigir largos.
Ignoro qué es lo habitual. Muchos directores salpican con cortos o publicidad sus carreras; al fin y al cabo, no hablamos de cine, hablamos de duraciones. Muchos novelistas siguen escribiendo relatos cuando encuentran las historias adecuadas. Como parece normal.
Pero la idea extendida es que el corto es el entrenamiento. Es el equipo de baloncesto universitario. Luego, si vales, entras en el draft.
Eso es otra cosa. Es verdad que el cortometraje se ha convertido en casi el único modo de hacerse con una tarjeta de visita que presentar a un productor. Eso crea, año tras año, un circuito de cortometrajistas de gira por España en busca de premios y atención, porque el corto no parece, lamentablemente, existir fuera de ese circuito. Yo también hice aquel circuito que nos convertía a tod os en amigos y rivales. Paradójicamente, el mundo del largo es más relajado.
¿Y eso?
Pues precisamente porque las películas de largo metraje sí existen: están ahí, cualquiera puede verlas, o no verlas, están en las salas y en las estanterías, compiten. Compiten por encima de todo, consigo mismas.
En la literatura pasa algo similar. Un libro de relatos nunca va a vender ni la décima parte de lo que vende cualquier best seller. ¿La gente compra las novelas al peso?
Los relatos cortos se venden menos, sí. También en cine sucede; nunca funcionan demasiado bien las películas compuestas por pequeñas historias, por prestigiosos que sean sus directores.
¿Alguna teoría al respecto?
No lo sé. Uno creería que la gente no tiene tiempo para leer y prefiere las historias cortas, eso se nos dice siempre para racionalizar el éxito de Youtube, por ejemplo. Pero imagino que nos cuesta adentrarnos en un mundo diferente cada pocas páginas, volver a conocer a sus personajes, familiarizarnos con ellos, imaginar su entorno, tomarles cariño.
Ni los pequeños relatos ni los cortometrajes son material para vagos, entonces.
En los festivales de cortos sucede. Hay que arrancar y parar la atención cada pocos minutos y se produce una fatiga inespecífica. Es difícil que una película aburra antes de la primera media hora, pero hay cortos —sobre todo, vistos en esas condiciones, de una tacada— que aburren a los dos minutos. Quizá sea por eso por lo que la gente ama las series, que permiten permanecer con los mismos personajes durante días y días, aunque estoy elucubrando. Si es por mí, pocos libros he disfrutado más que la antología de relatos de Roald Dahl que publicó no hace mucho Alfaguara. Así que… Yo qué sé…
Te cito: «Quiero hacer algo nuevo, dedicarle toda mi energía, y dejarlo atrás cuanto antes». Suena a que el proceso creativo te supone una agonía. ¿Cuándo disfrutas?
No siento que disfrute nunca. Lo que no significa, claro, que no lo haga. Disfruto proyectando, imaginando y haciendo. Solucionando problemas, tratando de convertir cada minuto rodado o cada párrafo escrito en la mejor versión posible de sí mismos. También hay momentos, claro, de pura agonía. Pero una vez superada que acaba siendo enriquecedora. Lo que pasa es que cuando terminas algo, le has dedicado tanto tiempo y energía, has puesto tanto de ti en ello, lo has explorado de tal manera y te has vaciado de tal modo que no quieres volver a hacer nada parecido jamás, o al menos por un tiempo. Necesitas volver a llenarte y buscar un desafío nuevo.
Esto me interesa, porque lo sufro. Y aunque seas tú el protagonista y no yo, dime: uno sabe hacer un trabajo, en teoría se le da bien, y no sólo el proceso es un suplicio, también es angustioso si lo postergas. La famosa procrastinación, ahí tienes otra palabra para el álbum de fonemas eufónicos. No persigues la felicidad, sino matar la ansiedad, terminarlo ya. O ayer, si es posible. Debe de haber una explicación psicológica. ¿Perfeccionismo? ¿Inseguridad?
El ser humano no está diseñado para permanecer inmóvil, no existen para él las condiciones de equilibro. La vida está perfectamente diseñada para dinamitar el equilibrio en cuanto lo alcanzamos. Así nos mantenemos en constante tensión y nos obligamos a avanzar. Nunca hay condiciones ideales. Si hacemos, sufrimos; si aplazamos, sufrimos; si nos estamos quietos, sufrimos. Simplemente resta aceptarlo con la mayor deportividad posible y conseguir cierto equilibro a través del movimiento, aceptándolo como parte del juego.
Aunque tú… Publicas el guion, publicas la novela, un libro que recopila tweets… No sé cómo decirte esto sin que des por terminada la entrevista, pero… Vamos allá. Alguien podría pensar, no yo, por supuesto, que por ahí arriba revolotea la amiga pereza…
Soy muchas cosas y no me siento particularmente orgulloso de ninguna de ellas, con una o dos excepciones menores. Veo en mí muchos más huecos que presencias. Pero no soy perezoso. No hago otra cosa que hacer, de forma remunerada o no, incluyendo fines de semana, normalmente sin vacaciones. Generalmente, bajo el radar. Y a la vez me siento perezoso, es cierto, porque a menudo pienso que, si hago una cosa, es para no abordar otra más importante. Que acabo por abordar igualmente. En fin, un lío…
Ahora un halago que no te pillará de nuevas. Cortés tienes pinta de ser el más listo de la clase. No el que saca mejores notas, que eso depende de otras cuestiones, pero sí el más espabilado. De hecho, una vez te encargaron un corto de un minuto y la condición sine qua non era que utilizaras un solo plano secuencia. Filmaste televisores —en plano secuencia, claro— y en los televisores podíamos ver el verdadero corto, con todos los planos que te vinieron en gana. ¿Qué te dijeron? Además, de «listillo»…
Me dijeron listillo. Luego les gustó mucho. Y, lo que es más importante, no contravine ninguna norma (se ríe).
¿Y tus antiguos profesores te paran por la calle? Igual te dicen: «Hay que ver, con lo que prometías, con lo listo que eras. Podrías haber sido abogado, arquitecto… Lo que hubieras querido, Rodrigo»?
No veo mucho a mis antiguos profesores, la verdad, pero, cuando ha sucedido en alguna ocasión, me han hablado con cariño, como si no recordaran nada (risas).
Vuelvo a citarte: «El cine es el arte de la mentira». ¿Los neorrealistas, y todos sus hijos, estarían de acuerdo con esto?
Ellos más que nadie, porque eso no significa que no haya verdad en el cine, sino que se alcanza a través de la mentira. Nada en el cine es verdadero. Salvo el cine.
Esa cita se completaba con un «la mentira no es lo contrario de la verdad, sino de la realidad». Te lanzo un órdago: ¿la realidad de quién?
La realidad no es de nadie, por eso es la realidad. Por eso es inalcanzable. Nos conformamos con formas manejables de verdad, siempre cambiante. No podemos ir más lejos.
Si no te he calado del todo mal, no se puede esperar de Rodrigo Cortés que repita fórmulas, a tu currículum vitae me remito. ¿Dónde encontramos la identidad de un director que explora cuantos más géneros mejor?
En el estilo. El estilo no es técnica ni temática ni forma —que también; es mirada, digestión del entorno, procesado y destilado de los estímulos del exterior a través de un sistema propio que se vierte en forma de voz particular. Un sistema del que uno ni siquiera es consciente. Es lo que llamamos punto de vista. Refleja lo que somos más que lo que sabemos u opinamos. Nada es más importante en Los pájaros, Uno de los nuestros, Cuento de invierno o JFK que su estilo. La tesis en una película no es nada. Lo que nos penetra sin que nos apercibamos siquiera es su estilo.
¿Hacer siempre lo mismo le ha funcionado a alguien, además de a los Hermanos Marx y a Woody Allen?
Ningún gran creador, y los que mencionas lo son, ha hecho siempre lo mismo. Por otro lado, cuando un director no recuerda a sí mismo suele ser mala noticia, aunque pueda parecer paradójico. Un director sin sello es un director impersonal, sin mirada, sin semántica. Sin razones.
Buster Keaton te marcó. Una gran noticia, porque a veces uno tiene la impresión de que los directores más jóvenes tienden a ignorar el cine que se hizo antes de Scorsese, por decir algo. Como mucho, aprecian a Hitchcock, no sé si por sobreexposición.
No concibo el amor al cine, ni a la literatura, ni a la pintura, sin sumergirme en su historia. Ver el desarrollo del cine hasta el año 27, por ejemplo, equivale a aprenderlo todo sobre la gramática actual; y asistir a cada paso posterior película a película, idea a idea, sólo puede hacerse con tanto respeto como alegría y agradecimie nto.
Pero, ¿ignorar a los clásicos es grave o no tanto? ¿Qué se pierde un director de cine que no se haya plantado delante de la obra de Murnau, de John Ford, de Dreyer?
No creo que haya una respuesta a eso. Scorsese es un gran ejemplo de director historiador. Hay grandes creadores, sin embargo, que carecen de su cultura, incluso poderosos escritores prácticamente iletrados que a veces han sabido verter la única gran historia que llevaban dentro. Lynch nunca ha presumido de cinefilia, ni muchos de los grandes, y seguramente han absorbido, ya que no de los clásicos, de las lecciones con que estos han inoculado obras más recientes, que no pueden evitar nutrirse del pasado. Qué sé yo, no hay dogmas en esto, ni fórmulas, ni leyes. En lo personal, concibo cualquier oficio como un acto de amor, desposeyendo esta palabra de cualquier poesía. Y aprendí lo mucho o poco que sé amando a otros.
Si trasladamos la cuestión a la música, en principio no es necesario haber escuchado a Woody Guthrie para coger una guitarra y componer una buena canción folk.
Así es. Y si algunos conocemos a Woody Guthrie es a través de Dylan. Por eso digo que yo qué sé…
Pues terminemos hablando del Cortés músico. ¿Te alivia saber que, si las cosas algún día no van bien en el cine, siempre puedes dedicarte al boyante negocio de la música? ¡Forrarte vendiendo discos!
(Se ríe) Seguro que no, ni siquiera si los discos permitieran aún algo así. De forma individual, sólo he escrito una banda sonora —la de 15 días (id., 2000))— y sólo he compuesto una canción —In the lap of the mountain—, para el rodillo de fin de Buried, y la letra de Circus Honey Blues, para Concursante. Compuse también un único tema incidental para una única escena de Luces Rojas.
Algo sabrás, entonces…
Me formé, como tantos, en el conservatorio, y toco algún instrumento. Pero eso no me convierte en músico, en absoluto. Ser músico es otra cosa, cuyo significado respeto demasiado. Tengo un vocabulario común que me permite trabajar con un compositor, y un sentido musical real que es en realidad el que me permite dedicarme al montaje. Firmo con Víctor Reyes la producción musical de todas las bandas sonoras que él ha compuesto para mis pelis, pero él es el compositor, él es el músico. Yo soy el que se sienta a su lado.
No concebimos el cine sin música, ¿no? Diegética o no diegética, ¿esa es la cuestión?
Es una vieja polémica que, en lo personal, encuentro superada. «Cuando besas a una chica, nunca suenan violines, ¿no sería más real el cine si tampoco sonaran?». Cuando besas a una chica, podríamos responder, tampoco hay una cámara haciendo travelings circulares; ni siempre es la hora del ocaso; ni ves el beso de cerca y luego de lejos, en mitad del paisaje; ni la chica ha sido maquillada por alguien mientras otro elegía su vestido y un director de arte construía a su lado un falso muro; ni tú recibías instrucciones de un señor mal encarado.
De hecho, lo primero que se oyó en una sala de cine no fue el canto de un pajarillo ni el vozarrón de un actor curtido a base de whisky y Gauloises, fue una pianola.
La música tiene un enorme poder evocador y narrativo. Estiliza las emociones. Es la sorpresa ante el beso, o las mariposas en el estómago, imposibles de filmar. O el peso de la culpa. Es una herramienta más, como la luz, la elección de óptica, la interpretación, el corte en montaje. No es imprescindible usarla, desde luego. Precisamente por su valor, su ausencia es también una herramienta. No es concebible Tiburón sin música ni lo es [Rec] con ella, aunque su diseño de sonido cumple funciones casi musicales. El silencio, por otro lado, es un arma impresionante. Como digo, el cine no es la vida. Trata de acceder a sus verdades a través de la mentira.
Y nos fuimos con la música a otro lado. Quizá en busca de la verdad dentro de la mentira.