Tienen sentido los museos en el siglo XXI? Con Internet permitiéndonos acceso (casi) automático a toda la cultura del mundo y habiéndose convertido el arte contemporáneo en un gusto puramente marginal, si es que alguna vez el arte estuvo cerca de las masas, parece absurdo que los museos tengan el lugar prominente en la sociedad que les seguimos dando. «Los estadios de fútbol son los auténticos museos de nuestro tiempo» —podrían esgrimir los más cínicos al respecto. El museo medio ha muerto, es una cripta donde van los mitómanos para recrearse viendo los restos incorruptos de aquellos que han sido designados santos laicos por una instancia superior; del mismo modo que el Papa decide quien debe ser recordado por santo post-mortem, los académicos hacen lo mismo con los artistas. Es lógico entonces que los museos corran esa misma muerte, lugares de peregrinajes basados más en la santidad que en el valor cultural, en tanto han sido concebidos para ello. Son mausoleos, en suma, no lugares de aprendizaje o contemplación.
O eso se podría pensar de la mayoría. A través de la mirada de Frederick Wiseman, el cual exploró durante tres semanas la National Gallery sin guion previo, sólo grabando como el lugar respira con vida propia de forma independiente al voyeur que lo observaba en su intimidad, descubrimos los museos desde otra perspectiva diferente: la National Gallery es un lugar vivo, vibrante, didáctico. No existen aquí visiones apolilladas, aires de inmortalidad tallado en lápidas onerosas. Como todo aquel que se precie de estar vivo, tiene tanto problemas prosaicos —la discusión sobre el presupuesto y las necesidades publicitarias de la institución, porque ni siquiera los lugares de culto se libran de la mayor ficción de nuestro tiempo: la rentabilidad— como problemas trascendentales —la restauración de obras de arte, por ejemplo, haciendo especial hincapié en la metodología necesaria para ello— o sus labores diarias —desde sus servicios educativos hasta los operativos de montaje o la propia exhibición en sí—; respira, vive, tiene rutinas y excepciones, como si el museo fuera en sí mismo una persona.
Mostrarnos sus entrañas, su organización, es lo que mueve el trabajo de Wiseman. No quiere retratar la institución como un lugar, un espacio impersonal a través de testimonios o recreaciones, sino que busca retratarla en su vida cotidiana: su discurso se articula no a través de discursos sostenidos en pruebas perfectamente ordenadas, sino en demostraciones empíricas de aquello que nos presente mostrar sin intervenir explicándonos aquello que ya vemos por nosotros mismos. El espectador debe trabajar, interpretar, sacar conclusiones sobre lo que ha visto. Aunque ese debería ser el oficio esencial del espectador ante el arte, resulta prodigioso por lo excepcional que resulta en la mayor parte de las ocasiones: miramos el arte sin observarlo, sin interrogarlo para saber qué quiere transmitirnos.
Interroga a los cuadros, a las personas, a la institución. No nos da respuestas porque no pretende explicarnos nada, sólo quiere permitirnos dialogar de forma abierta con los elementos que va retratando en un paseo metódico por el funcionamiento de ese oneroso gigante llamado National Gallery. O más que permitirnos, obligarnos. Nos sitúa ante los cuadros, nos hace preguntarles cosas, y por ello elige las voces de diferentes guías para comprenderlos; algunos se paran en lo histórico, otros buscan en lo técnico, todos comprenden que existe algo personal, sentimental, en cualquier interpretación que se haga de una obra artística. Durante tres horas todo lo que busca Wiseman es enseñarnos a mirar e interrogar al arte. Por pura coherencia, esa es la propia labor de la National Gallery, de cualquier museo que se precie. Sus cuadros no están ahí para adornar o porque sean obras consideradas maestras, existe una justificación de la maestría de cada obra —además, se nos explica en algunas ocasiones; toda historia del arte tiene un criterio, incluso cuando podemos no estar de acuerdo con el mismo—, de por qué deben exhibirse en aquel lugar.
Las obras viven, brillan, no están muertas. También porque existe un interés metódico en hacer que así sea: las obras se van moviendo de sitio, se hacen exposiciones temporales, talleres sobre arte; se intenta, en términos generales, acercar la institución a esa inmensa mayoría que creen que no se les ha perdido nada en un museo. Que los museos son cementerios. Nos enseñan el valor del arte a través del arte mismo, enseñándonos a dialogar con él, pero también mostrándonos cómo se crea y por qué. No existen discursos permanentes o versiones incontrovertibles, ya que todo criterio se define válido sólo hasta que se encuentra una explicación mejor. Da Vinci no es brillante por capricho de académicos miopes de anaqueles polvorientos, existen motivos para considerarlo prodigioso e imbatido, aunque sean refutables.
Wiseman penetra en el interior y nos demuestra que el problema no es del arte, es que nosotros nos hemos convertido en espectadores cuando deberíamos ser críticos. Aquel que no se involucra con el arte tampoco puede llegar a entenderlo. He ahí que el documental acabe con una exhibición de danza delante de una nueva exposición de cuadros: el arte comunicándose con el arte, la danza hablando con la pintura, en un lugar donde puede cohabitar cualquier acontecimiento cultural relevante. Porque eso debe ser un museo, el lugar donde el arte se expone dialogante con el mundo entero.