Jurassic World

Nostalgia del monstruo

They are moving in herds… they do move in herds.

Dr. Alan Grant, Jurassic Park (íd., Steven Spielberg, 1993)

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Hay un momento que se suele repetir invariablemente en la biografía temprana de cualquier niño aficionado a los animales monstruosos: aquel en el que empieza a advertir los agujeros de las explicaciones fantásticas y decanta su interés hacia el mundo científico de la empírica biología, en este caso arqueología. Es decir, el momento en el que se deja atrás el libro de dragones y se empiezan a leer los manuales de dinosaurios. En el imaginario social occidental, este paso se dio en 1993 y su mayor artífice fue Steven Spielberg, con la inestimable ayuda del científico-imaginador Michael Crichton, una combinatoria de técnicas prácticas (las de Stan Winston) y nuevas posibilidades digitales (las de Industrial Light and Magic, vanguardia del ecosistema digital que reina hoy día en los blockbusters) que acabaron por retirar definitivamente, con su afán científico y su fotorrealismo, al dinosaurio del terreno de lo fantástico. Lo que hasta el momento, en la población general no versada en la materia, habían sido reptiles antediluvianos sospechosamente similares a los lanzafuegos de la mitología, monstruos cuya representación se antojaba difusa, pasaron a ser criaturas (extintas) de pleno derecho, una adición inesperada, efectos especiales mediante, a la fauna tangible del mundo contemporáneo. Pues el stop-motion, única técnica previa al digital capaz de animar este tipo de monstruos gigantes, había adoptado una perspectiva romántica y exagerada acorde con el espíritu de sus aventuras: el dinosaurio de The Lost World (íd., Harry Hoyt, 1925), en fin, es un reptil romantizado trasunto de los imaginados por el literato pseudo-científico Arthur Conan Doyle, y así siguieron sus representaciones cinematográficas hasta el puñetazo en la mesa del método Crichton.

Y este método consistió básicamente en la conciliación de un sense of wonder que podríamos asociar a la idea de lo sublime monstruoso [1] con una mentalidad cientifista que completa una aspiración histórica de la narrativa monstruo-biológica: el deseo infantil de que los monstruos se hagan, a todos los efectos, realidad. En efecto, el afán por traer al monstruo al mundo empírico de la ciencia posee una genealogía que se remonta incluso a tiempos previos a la existencia de tal ciencia: pensemos en los bestiarios medievales, sumarios que intentan escapar de la condición mítica de sus criaturas mediante intentos pseudo-científicos, a la manera escolástica, de justificar sus disquisiciones (y a los cuales Borges rendirá homenaje en su Libro de los seres imaginarios, compendio en tiempos científicos que busca un retorno al espacio mítico). Así, interés romántico por lo inabarcable y pasión científica se dan felizmente la mano en esa escena que es ya historia del cine, en la que unos científicos (y con ellos, los espectadores) devienen niños al poder contemplar por primera vez, amparados por la ciencia/técnica cinematográfica, el espectáculo intransmisible de una imagen monstruosa en un plano-contraplano nunca antes posible. 

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Lucha de fuerzas naturaleza-ciencia, el ser humano juega a ser Dios al ser capaz de recrear al dinosaurio extinto. Entonces entra en juego el caos del matemático Ian Malcolm, haciendo que la batalla la gane el imparable avance de las variables naturales impredecibles. Un monstruo, en fin, es un desafío al orden natural pero también a nuestra mente, un elemento irracional que, como vector de la naturaleza, arrasará con todo lo que pille por delante, sean lavabos portátiles, coches ocupados por niños o velocirraptores. El filme reconcilia razón y emoción para hacer saltar por los aires su relación: devolver a la vida a los dinosaurios, cumplir nuestra aspiración egoísta de poder disfrutar de su sublimidad prohibida, gracias a la coartada de una super-ciencia descontrolada, es un error. Uno que se paga con sangre.

No one is impressed by a dinosaur anymore.

Claire Dearing, Jurassic World (íd., Colin Trevorrow, 2015)

Partiendo de esa base, toda secuela de Jurassic Park que intentase jugar en la liga ciencia vs. naturaleza en términos similares a los de la original nacería muerta, pues todos sabemos ya cómo va a acabar el asunto, y la única posibilidad la ofrecería la repetición controlada de las variables que ya se pusieron en juego en la primera parte. Quizás por eso, e intuyendo que la idea del parque temático parecía no dar más de sí, Spielberg dirigió y produjo sendas secuelas que evolucionaron por derroteros bien distintos: los del survival horror selvático puro y duro, vacíos de disquisiciones científicas e incapaces, claro está, de generar esa sensación atávica, esa emoción sublime de estar ante algo a la vez inesperado y deseado, que proporcionaba la primera entrega. La barrera se había roto, y los dinosaurios ya no eran vectores del asombro, sino máquinas de matar que el guion movía a su antojo: pequeño ecosistema que emula la marcha, cada vez más obsesionada en el artificio y menos en el mito, del blockbuster contemporáneo. Y he aquí que Spielberg seguía obsesionado con encontrar algún día la forma de volver al parque, el nuevo marco que permitiese volver a poner en marcha el asombro infantil. El resultado, tras años de arduas reescrituras que muy probablemente se topaban invariablemente con el problema que hemos ido esbozando, es Jurassic World. Pero su peculiar proceso de creación y las problemáticas que hemos mencionado convierten este hit en un triunfador con regusto amargo: si Jurassic Park exploraba la súper-ciencia para entregar un diagnóstico pesimista, Jurassic World ejerce la misma operación pero sobre el concepto mismo de blockbuster: avanzar es imposible cuando te retienen las cadenas de la ruptura inicial, cuando el legado de tu antecesor es tan fuerte y definitorio a ojos de la cultura popular que la única salida consiste, claro está, en repetir, repetir y repetir. En convertirse en comentario de lo previo, y no en progreso.

En efecto, Jurassic World nada sin avergonzarse en una estética de la repetición que Calabrese identificó como síntoma inconfundible de nuestra era neobarroca, y que cristaliza en la emulación nostálgica de los logros de la primera entrega: la similitud del entorno y la estructura narrativa, las aperturas al pasado, de una manera peligrosamente melancólica, que supone la utilización de la banda sonora de John Williams, la secuencia en el parque antiguo (verdadero núcleo emocional del filme, que revela así su condición de ficción con síndrome de Peter Pan), la camiseta-cita de Jake Johnson y sus dinosaurios de juguete (no en vano es un hombre-niño al que se le exige que crezca de una vez)… Es una línea estática, dirigida hacia el pasado melancólico de la inocencia perdida, que se contrapone a la explosión, liberación, violencia y catarsis sangrienta del Indominus Rex, monstruo de alta tecnología que aquí se presenta vacío de carisma, mera excusa argumental para empezar a jugar al j
uego de la nostalgia. Si en el primer filme el caos era provocado por una idea romántica, infantil, la de un John Hammond que muerde más de lo que puede masticar, aquí el caos es provocado por el corporativismo, y será precisamente la nostalgia la que acabe con el problema: una nostalgia que cristaliza en la aparición final del T. Rex, villano reconvertido en héroe, reliquia de un pasado glorioso que vuelve para poner en su sitio a los excesos del sistema capitalista y racional, que ha convertido los beneficios en su único credo, los dinosaurios devenidos en “activos”.

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Es por esto que nos encontramos ante un filme fundamentalmente romántico, congelado en el tiempo, receloso del progreso. ¿Propone algo nuevo? En absoluto. ¿Es efectivo? Para quien escribe estas líneas, totalmente, pero a costa de jugar el peligroso juego de la nostalgia, a costa de renegar del futuro para refugiarse en el pasado: se trata, y esto quizás se ha pasado por alto al interpretarse como un movimiento irónico, de atacar el fundamento mismo del blockbuster contemporáneo mediante la exposición hinchada de sus puntos débiles: el espectáculo sin límites, el afán de lucro y la incapacidad de explorar fórmulas innovadoras. Nos estancamos en isla Nublar, y con nosotros esos dinosaurios que hicimos nuestros a la fuerza y ahora no queremos dejar marchar. No es una expresión: estamos ante la quinta película más taquillera de la historia.

Wanted: Somebody to go back in time with me. This is not a joke. P.O. Box 91 Ocean View, WA 99393. You’ll get paid after we get back. Must bring your own weapons. Safety not guaranteed. I have only done this once before.

Kenneth Calloway, Seguridad no garantizada (Safety Not Guaranteed, Colin Trevorrow, 2012)

Una cosa más: se ha escrito mucho sobre la supuesta impersonalidad de Colin Trevorrow, cineasta indie ahora a los mandos de esta fábrica de monstruos que es Jurassic World, aludiendo al estilo eminentemente neutro de dirección y al guion chirriante, ambas cosas correctas pero que merecen una puntualización. Quizá no se ha prestado la suficiente atención al anterior filme de Trevorrow, el indie de ciencia-ficción Seguridad no garantizada, o se le ha prestado y se ha decidido obviarlo al considerar que el cineasta se ha vendido a Spielberg para siempre. Léase ahora la cita que abre esta coda: se trata del anuncio clasificado que el protagonista del filme, un hombre convencido de haber inventado una máquina del tiempo, publica en un diario. ¿El motivo último de sus viajes? Recuperar a una novia que falleció hace años, volver atrás en el flujo del tiempo para intentar encontrar la felicidad en lo dejado atrás. Con la ayuda de somebody to go back in time with him: con la ayuda de alguien que tenga su misma visión nostálgica, su mismo síndrome de Peter Pan. El filme planteará la duda hasta que en sus últimos compases asistamos a lo imposible: la máquina, contra todo pronóstico, era real, y manda a su fabricante y a los que creen en él a ese tiempo pasado que tanto han echado de menos. Quizá Jurassic World no esté tan lejos de todo esto, al fin y al cabo; quizás Trevorrow haya resultado la elección idónea, para bien o para mal, de un Spielberg que no quería llevar a sus dinosaurios a nuevos lugares, sino abundar, rendirle homenaje, a aquel momento mágico e irrepetible en el que el doctor Grant vio por vez primera a un braquiosaurio.

1. esto es, aquel sentimiento placentero, descrito por Goethe, que nos invade de una manera irracional cuando contemplamos el espectáculo inabarcable de la naturaleza, especialmente en su modalidad violenta y destructora para con los humanos – placer culpable de ver morir a Dennis Nedry a manos de un Dilophosaurio, por ejemplo.