Puro vicio. Pasado, presente y futuro

A modo de introducción: Doc como herencia Kafkiana

Al principio de El proceso tres individuos anónimos se presentan en la casa de Joseph K., comen su desayuno y le comunican que se ha abierto un proceso legal en su contra. Sin conocer nunca de qué se le acusa, el protagonista se ve inmerso en una trama que no logra entender, enfrentado a una especie de “tribunal invisible” que se convierte en “sustancia de la narración” y que “se extiende sobre todas las cosas”[1]. Con implicaciones similares se presenta Shasta Fay en casa de su ex pareja, el detective Doc Sportello. La femme fatale de Anderson aparece como una especie de espectro alucinado que vuelve para involucrar a Doc en una investigación barroca e imposible. Como el Joseph K. kafkiano, el detective Sportello se ve abocado a un misterio inextricable, a un magma semiológico que deja entrever tan solo algunas partes de lo que parece ser un gran organismo que todo lo abarca. Ninguno de los dos llega nunca a entender la totalidad del proceso o del caso que los ocupa, y sin embargo, siguen en movimiento. Se mueven a pesar de no avanzar, se acercan al misterio sin terminar nunca de revelarlo.

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Cuando Roberto Calasso dice que Kafka no debe ser explicado, sino experimentado, nos está dando la clave para abordar una película como Puro vicio (Inherent Vice, Paul Thomas Anderson, 2014). Nos encontramos en el terreno de algo que no se acaba de definir, allí donde la expresión está por encima de la narración, y la desborda. Se trata de una característica propia del cine contemporáneo, en el que la sensación gana al relato, impulsándolo hacia los márgenes del mismo. Y sin embargo, Puro vicio recurre a las formas propias del film noir clásico, siendo Doc el trasunto actual del Philip Marlowe que encarnaba Bogart en los cuarenta. A su vez, el filme de Anderson transcurre en los setenta, momento en que el Nuevo Hollywood soñó con casar tradición propia y modernidad europea, mientras los movimientos sociales contraculturales imaginaban la posibilidad de rebelarse contra un sistema imperialista y corrupto. ¿Qué ha quedado de todo ello? Puro vicio supone un recorrido a través de las formas narrativas y genéricas del pasado para entender el presente. Se trata de reflexionar acerca de la manera en la que la sociedad americana se ha relatado a sí misma a través del cine de Hollywood. En definitiva, cómo ser heredero y contemporáneo a un mismo tiempo, o dicho de otro modo, de qué forma podemos abordar una herencia cinematográfica para dar lugar a un nuevo tipo de narración.

La ilusión de movimiento

En una de las escenas en que Doc va a la comisaría a visitar a su antagonista Big Foot, la cámara sigue por detrás los pasos del detective, que ocupa la centralidad del encuadre. Un grupo de policías se acerca frontalmente a él, lo expulsa del plano y sigue su camino. La cámara se gira hacia donde ha caído Doc, que se levanta y retoma su trayectoria, ahora en forma de zigzag. La acción se sucede con continuidad y, sin embargo, algo ha quebrado el movimiento de nuestro protagonista que nos hace pensar que esta es tan sólo una ilusión: la ilusión de movimiento causal del detective clásico, que resucita ahora en la figura de Doc convertido en algo diferente.

Como el Marlowe hard boiled traducido a la gran pantalla en el cine negro clásico, Doc responde a las características de aquel estereotipo de detective romántico y pícaro, con una visión sentimental del mundo y un código ético por encima de la oscura sociedad que lo circunda [2]. Anderson rescata esta figura en clave fumada, al tiempo que resucita la narrativa clásica para delatar su imposibilidad. La alambicada trama de Puro vicio, rocambolesca hasta lo imposible, supone una absoluta saturación de la imagen-movimiento deleuziana. Las subtramas se multiplican ad infinitum, los objetivos de los personajes se desdibujan, la red de sospechosos deviene hipertrófica, la información es tan excesiva y contradictoria que resulta imposible de ordenar. Cada paso en la investigación supone una nueva complicación que aboca al protagonista hacia el abismo. Pero Doc sigue su movimiento, fingiendo seguir el hilo de una trama condenada a la irresolución desde el comienzo. Como Doc, Puro vicio da continuidad a aquello que es fragmentario e incomprensible, disfrazando la casualidad de causalidad, y el estancamiento de movimiento. Se trata de exacerbar la narrativa cinematográfica clásica, de llevarla al extremo, de ponerla contra las cuerdas para enfrentarla con ella misma.

En el primer encuentro de Doc con Coy Harlinger, uno de los inocentes-culpables implicados en la enrevesada trama del filme, el primero pide información al segundo.

Entonces se sucede el diálogo siguiente:

COY-Teniendo en cuenta que puedo no saberlo o jugarme el trasero si te lo digo… ¿De qué se trata?

DOC-¿Has oído hablar del Colmillo Blanco?

C.-Sí. Es un barco.

D.- ¿Un barco?

C.-Una gran goleta, dicen. Trae y saca cosas del país, pero nadie quiere hablar de ello.

D.- ¿Por qué?

Coy se gira hacia un paisaje que se esconde tras una niebla espesa y dice:

C.- Era ese.

D.- ¿Cómo lo sabes?

C.-Lo vi entrar cuando llegué esta noche.

D.-No sé lo que acabo de ver.

C.-Yo tampoco, ni quiero saberlo.

De estas escasas líneas se destila la multidireccionalidad y las contradicciones que se dan en Puro vicio desde su microestructura (diálogos) hasta su macroestructura (concatenación de escenas). Coy asegura haber visto algo y, segundos después, afirma con la misma firmeza no saber qué ha visto. La contradicción se hace evidente, pero nadie parece estar afectado por ella. Como tampoco ninguno de los personajes se sorprende por el carácter oportuno que tienen los objetos o pruebas de la investigación de emerger en el momento mismo en que se les invoca. Aparece el barco en el instante en que Doc interpela a Coy por el mismo. Como aparece el retrato del actor Burke Stodger colgado sobre la mesa del bar de playa en el que Sauncho explica a Doc la historia de la estrella de Hollywood (también involucrada en la trama). La continuidad a pesar de la contradicción, el movimiento a pesar de la incomprensión, la luz californiana a pesar de la opacidad del relato. ¿Qué es lo que lleva de una escena a otra? A veces la voz en off, que tendría que ser nuestra aliada cinematográfica, parece darnos una explicación de todo eso. Pero en realidad lo que dice contraria lo que las imágenes nos muestran, produciéndose un decalaje que pone en duda nuestro pacto de credibilidad. En otras ocasiones, el fluir imparable de las acciones esconden que el encadenamiento de escenas se debe más a un problema casual (como aquella en que el ayudante de Doc rompe el volante de su coche y se ven obligados a viajar con el dentista y su joven amante) que a una verdadera consistencia en la relación entre las pruebas de la investigación. Con todo ello, Paul Thomas Anderson parece estar haciendo una particular parodia de trama detectivesca clásica, en la que una prueba llevaba causalmente a otra y todos los elementos tenían un sentido y una razón de ser en la ficción. Puro vicio entona un réquiem
a esa narrativa cerra
da y compacta en que no quedaba ningún cabo suelto. Ahora las pruebas afloran como un deus ex machina ante el protagonista, como por arte de magia. Pero ni aun así puede Doc entender el significado que esconden. Ni adónde lo llevan.

En cada encuentro de Doc con alguno de los personajes que pululan por ese universo intrincado, el detective intenta sacarles algún tipo de información consistente, pero sólo obtiene nueva información inconexa que se dispara hacia mil direcciones diferentes, sin fijar nunca un objetivo concreto. En estos interrogatorios (como lo es el de Doc y Coy ya mencionado u otro que mantienen en la fiesta hippie, en el de Doc con la prostituta asiática, y un largo etcétera) la cámara se acerca en un lento zoom in hacia ambos personajes, como si nos prometiera que al final de la escena fuéramos a estar más cerca de entender el misterio al que estamos abocados. Pero como en el universo kafkiano, Puro vicio se acerca al interrogante sin llegar a revelarlo. La promesa de comprensión de la realidad, nos dice Anderson, murió con el cine clásico de Hollywood.

¿Qué otra promesa murió entonces? La promesa de la posibilidad de amor eterno entre el private eye y la femme fatale. Y sin embargo, existe en Puro vicio un plano-contraplano de ecos clásicos entre Doc y Shasta Fay. Doc mira por la ventana hacia el mar, iluminado por la luz blanca del día. La pantalla nos muestra entonces un barco que avanza entre las aguas de un paisaje en el que la niebla desdibuja el horizonte. En el plano siguiente vemos a Shasta Fay, iluminada por una luz roja y sin estar contextualizada espacialmente, respondiendo a la mirada de Doc según la lógica del raccord. Y de nuevo Doc, con unos prismáticos, mirando hacia el mar, iluminado ahora por una luz azul. De nuevo, Anderson recurre a la forma clásica para evidenciar su inconsistencia en la contemporaneidad. La luz blanca, después roja, después azul, denota un raccord espacio-temporal imposible. Si Doc y Shasta Fay se miran, lo hacen sólo en la mente alucinada de él, que sigue soñando en ser el héroe clásico que mira y comprende, que mira y es mirado, que ama y es amado.

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La ilusión de continuidad, de comprensión, de amor. La ilusión, en definitiva, de la imagen-movimiento encarnada por el héroe-detective de los cuarenta, que adopta ahora las formas paródicas de la posmodernidad. El texto paródico posmoderno, afirma Šasa Markuš, es en esencia desdoblado, porque “afirma e introduce en su propia estructura el discurso parodiado, al tiempo que lo subvierte y cuestiona sus valores. […] Se trata de un intento de cuestionar y no de erradicar los planteamientos que, hasta ahora, han articulado la cultura humana.”[3]. Entendemos entonces que el gesto paródico de Puro vicio tiene una doble vertiente nostálgica y política. Como si Paul Thomas Anderson quisiera resucitar el espíritu del noir clásico, alarmando a su vez de las implicaciones ideológicas que ello supone.

Hablamos de gesto político, porque la parodia entendida desde la teoría posestructuralista supone un cuestionamiento acerca del objeto parodiado, que es en este caso la narrativa clásica hollywoodiense. Ya la teoría psicoanalítica y feminista de los setenta reflexionaba alrededor de las implicaciones ideológicas del cine narrativo estadounidense. El concepto sutura descrito por Oudart explicaba de qué manera el lenguaje cinematográfico transparente vinculaba al espectador con las imágenes creando una ilusión de mundo cerrado que anulaba su ansiedad existencial. El cine narrativo funcionaba como la fase del espejo descrita por Lacan, en la que el espectador veía las imágenes de la pantalla y se identificaba con ellas, siendo introducido en el orden simbólico de la Ley Paterna. El Hollywood clásico se consideró entonces como una suerte de Ley del Padre para su sociedad, al identificar al espectador con unas historias que sostenían la totalidad de su sistema cultural, sin dejar espacio para su cuestionamiento.

La maratón de 24 horas seguidas de cine de Burke Stodger a las que someten a los pacientes del psiquiátrico Chryskylodon parece tener algo que ver con todo eso. En la pantalla cinematográfica del manicomio vemos una ficción en blanco y negro en que la estrella hollywodiense (de dentro del filme) coge un teléfono y se lo muestra a otro personaje. Le dice: ¿Estas maravillas? ¡Esto! ¡Esto no fue inventado por un ruso! ¡El nombre del sujeto era Bell! ¡Alexander Graham Bell! ¡Y era un americano! Entiéndalo, camarada. En esta mesa todo es tan falso como lo es el pueblo. El sistema podrido que llaman comunismo. El actor cuyo trasunto ficticio dice ahora estas palabras, fue expulsado del país acusado de comunista por el maccarthismo, y ha vuelto ahora reconvertido en un inmaculado patriota estadounidense. Como si toda la ficción cinematográfica hollywoodiense tuviese una única línea ideológica posible. Una ideología conservadora que se imparte como píldoras anestésicas a la totalidad de la sociedad que sueña una y otra vez con un auto-relato cultural mesiánico. Como lo hacen los locos de Chryskylodon, eternamente suturados a esa pantalla complaciente y adoctrinadora.

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Historia y teoría cinematográfica confluyen en una escena en la que se evidencia una voluntad de cuestionamiento que recorre la totalidad del filme. Cuando Paul Thomas Anderson exacerba hasta la parodia el clasicismo hollywoodiense, está poniendo en tela de juicio esa gran Ley Paterna que Hollywood ha supuesto para su sociedad, instaurándola en su particular sistema de verdad. El No del Padre se convierte en esperpento para demostrar la autocomplacencia de las formas con que Estados Unidos se ha explicado a sí mismo. Pero no se trata tanto de destruir, sino de cuestionar. Puro vicio recoge los vestigios de esa narrativa fílmica y por extensión cultural, y trata de reconstruirlos convertidos en una forma nueva. Lo que Anderson nos deja es una imagen que se enfrenta a sí misma, y que contiene en ese intercambio de miradas una posibilidad de redención. Porque el cine de Estados Unidos quiere seguir edificando su gran relato cultural, pero para ello necesita revisitar las formas sobre las que se sustenta: deconstruirlo y volverlo a edificar. No en vano Puro vicio supone la tercera parte de lo que parece ser la gran empresa cinematográfica desmitificación histórica del director, junto con las anteriores Pozos de Ambición (There Will Be Blood, 2008) y The Master (id., 2012).

La experiencia del recuerdo

Cuando Doc se entera de la desaparición de Shasta Fay, escribe en el papel de un porro “To Shasta’s safety with love, Doc”. Lo lía y comienza a fumarlo. Es entonces, en el momento en que el humo llena su cuerpo y la pantalla, que la imagen de Doc y la de Shasta se fusionan en un fundido encadenado, dibujando una criatura de dos caras. ¿En qué tiempo nos encontramos entonces? Estamos en el presente, y también en el pasado. Pero eso poco importa. No podemos situarnos en un momento temporal concreto, porque lo único relevante es la experiencia del recuerdo, que tiene una temporalidad que no es histórica, sino personal. “Allí donde la imagen desaparece”, dice Domènec Font, “la representación mental toma el relevo”[4]. Y eso es Puro vicio, la expe
riencia de la representación mental de una época en la que Estados Unidos soñó con la posibilidad de un cambio social y cinematográfico. Un pasado en el que se gestaron las ruinas del presente, y que necesita ser revivido en busca de la verdad. Aunque esta sea tan escurridiza como la explicación de ese amor que el detective rescata imaginariamente una y otra vez tratando, sin éxito, de entender.

Todo en Puro vicio apunta hacia esa experiencia del recuerdo, que tiene algo de necesidad y algo de imposibilidad. Los fundidos encadenados constantes (más confusos que explicativos), el humo y la niebla borrando las imágenes, la musicalidad por encima de la causalidad, las olas del mar trayendo y llevándose a su merced personas y recuerdos. La sensación gana al sentido histórico, y lo suplanta. La memoria de los setenta no puede ser explicada con una línea temporal causal y jerárquica, porque eso sería dar una visión unívoca de un pasado que no lo es. Contrariamente, este debe abrirse a la multiplicidad y a lo fragmentario, encarnando en pantalla un estado mental drogado, esa dopper’s memory (“el basurero que era su memoria”) a la que se alude en diferentes momentos del filme. Cuando Paul Thomas Anderson acude a esta imagen mental lisérgica, pretende entender el pasado y criticar a su vez la pérdida de memoria de los que lo poblaron. Porque como todos, sabe que un pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla.

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Explicaba Domènec Font que “la paranoia forma parte de la memoria fundadora de la Historia de los Estados Unidos”[5]. Esta viaja desde su génesis, con la lucha contra el Otro salvaje, y atraviesa la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la amenaza nuclear, la muerte de Kennedy, la Guerra del Vietnam y el caso Watergate, hasta culminar en la actualidad con el ataque terrorista a las Torres Gemelas. Sin embargo, la paranoia reflejada en Puro vicio bebe de aquella que eclosionó en los setenta de forma particular, cuando el mal comenzó a palparse en el seno mismo del sistema. El caso de espionaje político de Nixon, la muerte de Kennedy y de Martin Luther King, el agravamiento de la Guerra del Vietnam y la crisis urbana derivada de una creciente violencia en las calles, dibujaron el panorama social de una época convulsa, en que la sociedad se reveló contra aquellos que detentaban el poder. El cine se impregnó de esa crispación[6], al tiempo que recogía cierta herencia de la modernidad europea, para explicar relatos conspiranoicos y nihilistas. Historias que se plasmaron también en el ámbito literario, entre las que cabe destacar las novelas de Tomas Pynchon, escritor de la novela original en que se basa Puro vicio. El mal, decíamos, se volvió interno, encarnado en unas fuerzas invisibles que movían los hilos del país en la sombra. La paranoia que se fraguó entonces, fue el preludio de aquella que azotó brutalmente a Estados Unidos tras el desastre del 11-S.

La etapa de la que hablamos y en la que se sitúa Puro vicio significa aquello que Estados Unidos pudo ser y no fue. Los movimientos revolucionarios que pudieron cambiar la sociedad y acabaron siendo cooptados por el neoliberalismo[7]. El Nuevo Hollywood que pudo marcar el inicio del camino hacia un nuevo tipo de industria, y terminó volviendo a un sistema similar al que lo antecedió. La playa que debían encontrar bajo los adoquines resultó existir tan sólo en las alucinaciones narcóticas de  los hippies. Esfumándose como el humo que empaña la dopper’s memory del detective Doc. Esa sensación de pérdida social y cinematográfica se respira en el protagonista de Puro vicio, figura que encarna la obsolescencia de dos iconos excesivamente idealizados y románticos: el hippie y el detective.

En medio de un mundo que avanza a pasos de gigante hacia un capitalismo salvaje en  que la posibilidad de lucha contra el poder se vuelve un mero espejismo, Doc hace  esfuerzos vanos por sobrevivir manteniendo unos valores cada vez más anticuados.  Intenta enfrentarse a los poderosos, pero el neoliberalismo se fragua (eclosionaría definitivamente con la etapa Reagan y su consecuente “muerte de las utopías”) trabajando sobre las subjetividades de toda la ciudadanía, a través de ese sistema de  verdad foucaultiano que controla las formas de vida de toda una sociedad alienada. Lo  explica la voz en off de Puro vicio, cuando habla de la integración vertical que  supone esa entelequia oscurantista que es el Colmillo Blanco: Si el Colmillo Blanco  puede hacer adictos a sus clientes ¿por qué no darle la vuelta y venderles un programa para ayudarlos? Para hacerlos ir y regresar. El doble de ingresos. Mientras la vida americana fuera algo de lo que escapar el cartel podría estar siempre seguro de tener un flujo de clientes sin fin.

La realidad se ha vuelto una telaraña de signos incomprensibles en la que ni siquiera se puede distinguir ya el bien del mal, porque el poder se ha expandido como un cáncer por todas partes: en las instituciones sanitarias, políticas y policiales, y también en los medios. La televisión, que proyectó por primera vez imágenes de una guerra, la del Vietnam, logró insensibilizar a la población[8] e instruirla en el patriotismo y el american dream capitalista. Ante ello, Doc observa las imágenes de Nixon o de grandes compañías constructoras que el aparato televisivo escupe sobre él, y tan sólo puede fruncir el ceño con extrañamiento ante su promesa de prosperidad. Y, seguidamente, fumarse su habitual porro anestésico.

El hippie y el detective, melancólicamente fusionados en el protagonista Doc Sportello, no puede más que generar la burla de todos los personajes que lo rodean. Se ha  convertido en un mero títere con el que los poderosos se divierten al escuchar sus “paranoias hippies” sobre conspiraciones y ocultas redes de poder. Ante las grandes fachadas, simétricas y megalómanas, que esconden en su interior la semilla del mal, Doc queda empequeñecido y desencajado en el plano. Como metáfora visual de su inadecuación al nuevo mundo convertido en una maquinaria furibunda que se esconde tras una máscara de ley y orden. Un mundo que ni el detective de los setenta ni lo que de él hereda Doc, pueden ya cambiar.

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El hippie anestesiado por las drogas y las fiestas anticipó el robo de su potencial revolucionario por parte del neoliberalismo y el consecuente fracaso de una época. De la manera similar, prefiguró el neonoir o thriller de los setenta la decadencia del detective en el tardo-capitalismo. El paródico Marlowe de Un largo adiós (The Long Goodbye, Robert Altman, 1973) o el desmitificado Harry Moseby de La noche se mueve (Night Moves, Arthur Penn, 1975), cantaban ya entonces un réquiem por el detective clásico, abocado a un mundo incomprensible que los manipulaba a su merced. Los “errores hermenéuticos” de ese private eye[9], vaticinaban la mirada equívoca de Doc, que ni con el uso de sus prismáticos puede entender aquello que se presenta ante sus ojos. La única acción posible entonces y ahora es el vagabundeo. La flânerie de aquel que “sobrevive en el laberinto fundando su domicilio en la masa, en las ondulaciones, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito[10]”.

Pasado, present
e y futuro: una misma sustancia

Doc está sentado en su sofá rojo. Su teléfono suena o alguien llama a su puerta. La ficción parece viajar constantemente a casa del detective para despertarlo de su “estado de postración”[11]. Como si la inmovilidad lo condenara a la muerte, y el fluir de su cuerpo lo devolviese a la vida. No importa adónde vaya, qué haga, ni con qué fin, tan sólo que en su viaje a través de la historia del cine y de América encuentre finalmente un lugar al que aferrarse, o por el contrario, acepte desaparecer. Decía Doménec Font que “marchar es una forma de melancolía o de resistencia”. Ambas cosas es para Doc, melancólico por el movimiento preñado de sentido, resistente ante su muerte definitiva. Por ello, la flânerie que caracteriza al detective sureño, no es una puesta en escena de su condición espectral y su condena a la disolución, sino un último impulso para sobrevivir.

Decíamos que Puro vicio supone una saturación paródica de la imagen-movimiento deleuziana, a la vez que una herencia del vagabundeo que la ponía en crisis ya en la modernidad. El cuerpo flúico de Doc bebe de ambas tradiciones, pero es algo más que su mera suma. Si el tiempo es ahora “un espacio que recorrer”, el detective Sportello es soltado en medio de ese mapa hipertextual de significantes que se relacionan entre sí. “El hipertexto, como el mapa, promociona lo heterogéneo, no teme a la incoherencia, se alimenta de las rupturas significantes, propone una trayectoria que no tiene principio ni fin y que puede recomenzar como algo nuevo en cualquier punto, valora más el proceso que el producto»[12]. El recorrido de Doc supone precisamente una revisitación de una red de significantes que remiten a algún momento del pasado de la historia del cine y del país, pero que necesitan llenarse de nuevo de significado en la actualidad.

Pero la búsqueda del significado resulta compleja, porque el mapa por el que se mueve Doc tiene un carácter mutante. Barrios enteros que desaparecen, y sobre los que grandes corporaciones construyen macro-infraestructuras. La larga y triste historia del suelo de Los Ángeles. Mexicanos expulsados de Chavez Ravine para hacer el estadio de los Dodgers. Indios americanos expulsados del Bunker Hill para el Centro Musical. Y ahora el vecindario de Tariq derribado por Channel View States, explica la voz en off. Estamos ante la modernidad líquida descrita por Bauman, que deja huérfana de hogar a la ciudadanía en un mundo desregularizado en manos del poder de los mercados. Anderson se sitúa temporalmente en los setenta, pero nos habla sin duda de la semilla sobre la que se formó el mundo a día de hoy.

Mutante es el espacio, como lo son los personajes que lo habitan. En Puro vicio existen muertos que están vivos y desaparecidos que reaparecen. Personas, espacios y objetos son engullidos por una suerte de agujero negro que los absorbe y los escupe de nuevo a la ficción convertidos en algo nuevo que se contradice con lo que eran anteriormente. El desertor comunista se reconvierte en un patriota a ultranza. La chica de bikini y camiseta playera en una elegante mujer adinerada. El activista anti-Nixon en miembro de una secta gubernamental. El rico magnate en un enfermo con delirios hippies. Incluso los judíos son ahora nazis. Y en ese lapso temporal que va del antes al después, no existe más que el vacío. Una ausencia de significado que nunca se llena, generando ese mapa hipertextual en que un significante lleva a otro sin una cadena de sentido que los conecte. De tal modo, Puro vicio se convierte en una saturación de significantes, de imágenes, de peripecias, de estereotipos, que sin el soporte de un significado, impulsan la narración a los márgenes (convertidos ya en la constante teórica del cine contemporáneo), allá donde el relato pierde la batalla ante la sensación.

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La imagen se vuelve entonces centrífuga, y el lenguaje, confuso y esquizofrénico; llevando necesariamente al equívoco. Asistimos a la desacralización y al vaciado de la carga simbólica de los grandes significantes de la Historia. Una esvástica es un símbolo hindú que significa que “Todo está bien”. La santa cena es reproducida por unos hippies fumados que comen pizza. Parece como si, a pesar de situarse en los setenta, Anderson nos hablase de ese signo reducido al simulacro de Baudrillard, que se vuelve más real que la realidad misma[13]. O como si nos explicase la imposibilidad del discurso histórico, delatando que la Historia es una mera copia de sí misma, como afirmaba Jameson[14]. Hasta ahora hemos hablado de la presencia del pasado histórico y del cine en Puro vicio, y sin embargo, nos encontramos con temáticas y tendencias de pensamiento plenamente contemporáneas (ya sea la parodia, el hipertexto, el simulacro, la modernidad líquida). Tal vez porque la película tiene mucho que ver con esa imagen no-tiempo de la que nos habla Sergi Sánchez[15], que no se sitúa en un tiempo concreto sino que abarca todas las capas temporales en una. Pasado, presente y futuro forman parte de una misma sustancia cuyos ingredientes ya no se pueden separar. Porque el pasado explica el presente, y vaticina el futuro; y porque el presente no puede entenderse sin el pasado que revive, ni tampoco sin el futuro que vendrá para metamorfosearlo.

También hemos hablado ya de los estereotipos cinematográficos, pero es ahora cuando podemos tomar plena conciencia de su significado fílmico, al entender que es en ellos donde se pone en evidencia esa presencia de todos los tiempos en uno. Entre espacios mutantes, narraciones esquizofrénicas y significantes sin significado, los arquetipos cinematográficos luchan contra su muerte. Pero, conscientes de su cercanía, no pueden más que participar en la autorrepresentación de su identidad. Esta deviene entonces necesariamente performativa, y tiene una doble direccionalidad: hacia las formas del pasado, reproduciendo los códigos de los estereotipos a los que representan, y hacia el futuro, delatando su “contenido fantasmático”[16] o su condición de clichés, y poniendo en cuestión su durabilidad en el tiempo. El detective romántico de infranqueable código ético. El policía corrupto de aroma pulp. La femme fatale, los gánsteres trajeados, el cantante sesentero venido a menos. ¿Te gusta la iluminación? Pregunta la enriquecida mujer adúltera a Doc, en una especie de arrebato metalingüístico. Son “imágenes que se saben imágenes”[17], y la ficción actual sigue relatándonos sus aventuras, al tiempo que pone en evidencia su carácter performativo.

No hay derechos para películas o publicación de libros para Big Foot, confiesa abatido el policía, mientras engulle pancakes en un restaurante chino. A lo largo del filme, queda reflejada la pasión que siente Big Foot por salir en televisión: se sabe imagen, y disfruta siéndolo, sentado en el salón de su casa mientras se observa encuadrado en el marco de la pequeña pantalla. Como estereotipo contemporáneo, tiene la certeza de que su verdadero destino es el de la autoconsciencia o el de la desaparición. Por ello, parece querer involucrar constantemente a su antagonista Doc en la trama noir del filme. Como pidiéndole que participe en ese juego de la apariencia que es la ficción contemporánea, esforzándose por mantener un eterno enfrentamiento con el detective que de sentido a su existencia.

Como Big Foot, también Shasta Fay toma
conciencia de la perform
atividad de su estereotipo. En su gran teatro de la apariencia, Shasta se presenta como un personaje cuyas formas se encuentran en eterna contradicción. Su mutabilidad parece responder al deseo de mantener el misterio de la femme fatale que en el cine clásico daba soporte a su contenido fantasmático. Pero la mascarada se revela finalmente, y su identidad histórica queda reducida a una mera imagen, como ese retrato suyo dibujado en la corbata del nazi Puck Beaverton. El amor entre Shasta y Doc bascula siempre entre el recuerdo del pasado ideal y un presente escurridizo en el que solo les queda jugar a perseguirse mutuamente, sin llegar nunca a alcanzarse. Cuando al fin se encuentran de verdad, cara a cara, cae la mascarada, y ambos se revelan como espectros de un pasado que nunca volverá tal y como lo recuerdan. ¿Qué tipo de chica quieres que sea? le pregunta a Doc, completamente desnuda, y seguidamente le pide a él que sea fast and brutal, como lo era su último amante. Ya no se aman entre ellos, solo quieren aquello que el otro puede representar. Mantienen entonces la relación sexual filmada en plano-secuencia cuya violencia y sequedad delata la inconsistencia de ese soporte fantasmático del clásico, y pone sobre la superficie la materialidad de sus cuerpos, lo único que ahora los une, aunque también los separa.

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Cuando el significante pierde su significado, la realidad deviene un simulacro, la Historia un engaño en manos de poderosos, la memoria un océano de recuerdos vaporosos, el estereotipo cinematográfico una criatura paródica y performativa, ¿qué es lo que queda? Explica Carlos Losilla que el cine contemporáneo se dedica a filmar aquella imagen “donde antes había algo, y ahora solo quedan sus huellas”[18]. Pero en este caso no se trata de unas huellas que vaticinan su propia disolución, sino de ecos del pasado que reviven en el presente para hacerlo comprensible. No se puede entender a Doc sin el Philip Marlowe de El sueño eterno ni sin el de Un largo adiós, aunque en el presente ese detective se haya convertido en otra cosa. No se puede entender Estados Unidos hoy sin el fracaso del proyecto contracultural de los setenta, que ya anticipaba un mundo monopolar presidido por los mercados neoliberales. No se puede entender el cine contemporáneo sin la existencia del lenguaje clásico y sin las formas rupturistas de la modernidad.

Puro vicio filma todas esas huellas, lo que hoy podría ser una ausencia (de clasicismo, de modernidad) a partir de una excesiva presencia. Y con ello no quiere cantar la muerte del cine, sino celebrar su supervivencia. La investigación de Doc es en realidad un recorrido a través de las formas del cine del pasado, que busca la manera de reformularlas e impulsarlas hacia el futuro. También es un nuevo relato sobre la historia de Norteamérica, que pueda sentar una base sobre la que construir un porvenir diferente. Por ello la continuidad pese a la incomprensión. Porque lo importante no es desvelar lo que se esconde hoy tras esa red de significantes sino comprender aquello que anteriormente les dio significado, y así poder convertirlos en la nueva sustancia sobre la que asentar un movimiento rítmico de resistencia. Cuando un haz de luz blanca imposible ilumina el rostro de Doc en el último plano del filme, este mira por primera vez a cámara y sonríe. Pese a todo, ha comprendido ahora la relevancia de su viaje, y sabe que debe seguir en movimiento, avanzando hacia nuevos horizontes de sentido.

1. Calasso, Roberto.K. Barcelona: Editorial Anagrama, 2002, página 20.

2. Cueto, Roberto. Un buen detective es cosa del pasado. En Jesús Palacios, Neonoir: cine negro americano moderno. Madrid: T&B Editores, 2011, página 20.

3. Markuš, Šasa.La parodia en el cine posmoderno. Barcelona: Ed. UOC, 2011.

4. Font, Domènec. Cuerpo a cuerpo. Radiografías del cine contemporáneo. Barcelona: Ed. Galaxia Gutenberg, 2012, página 285.

5. Op. Cit., página 73.

6. Sala, Ángel. Conspiracy, Inc.: Convirtiendo la paranoia en espectáculo popular. En Antonio José Navarro, El thriller USA de los 70. San Sebastián: Ed. Donostia Kultura, 2009, página 99.

7. Montero, Javier. The Illusion of Choice: Crítica a la creatividad. El estado mental: La ira de los frustrados, 2, 2014, 46-50.

8. Navarro, Antonio José. El thriller estadounidense de los años 70. Cine, crimen, sociedad, política. En Antonio José Navarro, El thriller USA de los 70. San Sebastián: Ed. Donostia Kultura, 2009, páginas 13-30.

9. Losilla, Carlos. Fantasmas en el espejo: Ecos del cine negro clásico en algunos thrillers de los setenta. Dentro Antonio José Navarro, El Thriller USA de los 70. San Sebastián: Donostia Kultura, 2009, páginas 43-55.

10. Op.Cit., páginas 43-55.

11. Op.Cit., páginas 43-55.

12. Font, Domènec. Cuerpo a cuerpo. Radiografías del cine contemporáneo. Barcelona: Ed. Galaxia Gutenberg, 2012, página 287; Sánchez, Sergi. Hacia una imagen no-tiempo: Deleuze y el cine contemporáneo. Oviedo: Ediciones de la Universidad de Oviedo, 2013, página 253.

13. Stam, Robert. Teorías del cine: Una introducción. Barcelona: Ed. Paidós, 2001, página 348.

14. Sánchez, Sergi. Hacia una imagen no-tiempo: Deleuze y el cine contemporáneo. Oviedo: Ediciones de la Universidad de Oviedo, 2013, página 249.

15. Op. Cit. página 249

16. Zizek, Slavoj. Lacrimae raerum. Madrid: Ed. Debate, 2006.

17. Lipovetsky, Gilles y Serroy, Jean. La pantalla global: Cultura mediática y cine en la era hipermoderna. Barcelona: Ed. Anagrama, 2009.

18. Losilla, Carlos. El aire de los tiempos. Caimán Cuadernos de Cine, 2014, páginas 28-29.