Tributo a James Horner

Las olas del mar Caspio

Ni ordenador, ni piano. Solo, frente a su mesa de trabajo, con un lápiz y un puñado de hojas de composición, James Horner desarrollaba su proceso creativo siguiendo impulsos abstractos, sin más ideas previas que lo que él definía como “el corazón de la historia”. Para comunicar ese sentimiento, el núcleo dramático del film, el músico angelino disponía las notas sobre los pentagramas del mismo modo que un escultor arranca las impurezas de la piedra. Un motivo aquí, otro allá, de repente una impresión, ahora una ligera melodía… La partitura surgía de dentro afuera, como las esculturas de Miguel Ángel, liberando el bloque de mármol de sus imperfecciones. Sin ordenador, sin piano. Solo, ensimismado en sus abstracciones.

La música de Horner tiene, no obstante, una cualidad más pictórica que escultórica. Poseído de ese arrebato informalista, un volcán de emociones inescrutables, el autor de bandas sonoras tan populares como Titanic (íd., James Cameron, 1997) o Braveheart (íd., Mel Gibson, 1995) fue un notable discípulo de Kandinsky. Si el artista moscovita supo traducir la música en pulsiones cromáticas de enorme fuerza lírica, el compositor, recorriendo el camino inverso, convirtió el mundo de las ideas en un tema con infinitas variaciones. A menudo acusado de plagiarse a sí mismo, de repetirse hasta la náusea, lo suyo no era sino un ejercicio de destilado musical sin interferencias. Una hélice de ADN en la que quedaron grabadas sus emociones sobre la épica aventurera, la odisea espacial, el amor más allá de la muerte, la superación personal, los sueños que vienen y van o lo ineludible del destino.

La estadística dice que James Horner compuso 156 bandas sonoras (cortometrajes incluidos). El arte, siempre rebelde, sostiene que escribió una sola desarrollada en 156 movimientos. Desde la primigenia The Watcher (1978) hasta la inédita The 33 (Patricia Riggen, 2015), su carrera puede interpretarse como un mar de olas eternas, sin orillas, que nos mece en una sinfonía cuya aparente redundancia expresa en realidad la complejidad de la existencia. Si aceptamos esa propuesta en el minimalismo de Philip Glass o Michael Nyman, qué razones hay para negarle esa misma cualidad al clasicismo de Horner. Doctorado en teoría y composición musical por la UCLA, sería injusto y poco honesto liquidar con clichés una concepción de la música que hunde sus raíces en Bach. Horner precipitó sus propias Variaciones Goldberg en una industria, quizá, demasiado cegada por las fórmulas para apreciar el colosal sentido narrativo de sus piezas falsamente repetitivas.

James Horner

Jerry Goldsmith, y no John Williams, fue la vara de medir en sus primeros años de carrera. Horner sabía que le llamaban para trabajar en las películas que descartaba el maestro o, en su defecto, en la misma clase de filmes que habría elegido este. Star Trek II: La ira de Khan (Star Trek II: The Wrath of Khan, Nicholas Meyer, 1982) y Star Trek III: En busca de Spock (Star Trek III: The Search for Spock, Leonard Nimoy, 1984), Aliens (íd., James Cameron, 1986), Proyecto Brainstorm (Brainstorm, Douglas Trumbull, 1983), Willow (íd., Ron Howard, 1988), El nombre de la rosa (The Name of the Rose, Jean-Jacques Annaud, 1986), Comando (Commando, Mark L. Lester, 1985), Krull (íd., Peter Yates, 1983), Gorky Park (íd., Michael Apted, 1983) o En busca del valle encantado (The Land Before Time, Don Bluth, 1988) muestran una versatilidad envidiable. En lo íntimo y en lo grandilocuente, en tiempos futuros o arcanos, el compositor exhibe su talento melódico creando un conjunto de temas principales que se encuentran entre las obras más inspiradas de los últimos 35 años. Orquestador excepcional, la ductilidad de sus partituras, esto es, la sencillez con la que se suceden los leit motivs, forja una marca de agua que terminará convirtiéndose en el «toque Horner». Intenso, profundo y evocador, los años ochenta revelan al Horner más creativo, efervescente y seductor. También al obsesivo manierista que recurre en cada film a su conocido motivo de cuatro notas para identificar a las fuerzas del mal. Una luz cegadora, en todo caso, que tuvo la mala fortuna de competir en los premios Oscar con los mejores Williams y Goldsmith de siempre, los otros dos protagonistas musicales de la década.

Tiempos de gloria (Glory Times, 1989) inicia una etapa de madurez en la que la energía juvenil cede espacio a la pasión y la melancolía. Para el film de Edward Zwick, Horner refina su fórmula declinándola hacia lo operístico, introduciendo suites de hasta diez minutos de duración, imponentes coros y tres o cuatro temas principales que evocan las principales fuerzas dramáticas en conflicto. El músico soñador es ahora un compositor místico que desea trascender lo fílmico. Rocketeer (íd., Joe Johnston, 1991), Juego de patriotas (Patriot Games, Philip Noyce, 1992), Un lugar muy lejano (A Far Off Place, Mikael Salomon, 1993), En busca de Bobby Fischer (Searching Bobby Fisher, Steven Zaillian, 1993), El hombre sin rostro (The Man Without Face, Mel Gibson, 1993), El guardián de las palabras (The Pagemaster, Joe Johnston y Pixote Hunt, 1994) y, sobre todo, Leyendas de pasión (Legends of the Fall, Edward Zwick, 1994) son sus trabajos más destacados en la primera mitad de la nueva década.

Braveheart, su segunda colaboración con Mel Gibson, quizá el director que mejor supo entender su sensibilidad, le regala una oportunidad de oro para fusionar el clasicismo orquestal con la música celta, un reconocido placer culpable. Redonda de principio a fin, estamos ante la que probablemente sea su obra maestra como partitura total. Horner aborda el encargo con la fe ciega de los espíritus pertinaces, empeñado en volcar todo su conocimiento musical en cada movimiento. El resultado, como la propia vida del protagonista del film, es un viaje telúrico por las emociones y sentimientos que articulan la existencia humana. El amor, la muerte, la traición, la amistad, la aventura, la entrega, el esfuerzo, la superación, la rebeldía, la dignidad, el honor, el respeto, la libertad… Braveheart es, en términos de Terrence Malick, un árbol musical de la vida.

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Si Braveheart colmó sus anhelos artísticos, Titanic le convirtió en el músico más conocido y rico de Hollywood, ahora sí, por encima de Williams —en esa época retirado— y un crepuscular Goldsmith. El tremendo éxito de la canción interpretada por Celine Dion popularizó la partitura en todo el mundo, hasta el punto que Titanic sigue siendo la banda sonora más vendida de la historia, récord que arrebató a La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977). Menos ambiciosa y más mecánica que obras precedentes, la composición alarga su idilio con el mood celta cuajando una serie de temas que ilustran eficazmente el doble drama del film: el hu
ndimiento del barco (y de una época) y el final de
un amor naciente. Dos Oscar (mejor banda sonora y mejor canción) coronaron el recorrido de una obra que significó su cénit comercial. La máscara del zorro (The Mask of Zorro, Martin Campbell, 1998), El hombre bicentenario (The Bicentennial Man, Chris Columbus, 1999), Apolo 13 (Apollo 13, Ron Howard, 1995), La historia del Spitfire Grill (The Spitfire Grill, Lee David Zlotoff, 1995) y Jumanji (íd., Chris Columbus, 1995) redondean un decenio caracterizado por la elegancia y la distinción.

En los últimos 15 años de su carrera, Horner alternó cimas creativas tan potentes como La tormenta perfecta (The Perfect Storm, Wolfgang Petersen, 2000), Enemigo a las puertas (Enemy at the Gates, Jean-Jacques Annaud, 2001), Iris (íd., Richard Eyre, 2001), Desapariciones (The Missing, Ron Howard, 2003), Apocalypto (íd., Mel Gibson, 2006) o la fundamental Casa de arena y niebla (House of Sand and Fog, Vadim Perelman, 2003) con proyectos artificialmente hinchados, caso de Troya (Troy, Wolfgang Petersen, 2004), La leyenda del Zorro (The Legend of Zorro, Martin Campbell, 2005), El nuevo mundo (The New World, Terrence Malick, 2005), Todos los hombres del rey (All the King’s Men, Steven Zaillian, 2006), El niño con el pijama de rayas (The Boy with the Striped Pijama, Mark Herman, 2008) o Avatar (íd., James Cameron, 2009). Curiosamente, tras el taquillazo de James Cameron la estrella de Horner enfila un cierto declive en tanto el compositor parece no adaptarse, encajar o aceptar las necesidades de la industria cinematográfica actual. Superado por otras figuras como Hans Zimmer, Michael Giacchino, James Newton Howard o Alexandre Desplat, el músico brilla fugazmente en Oro negro (Black Gold, Jean-Jacques Annaud, 2011) y The Amazing Spider-Man (íd.,íd., Marc Webb, 2012), intentos fallidos por recuperar su estatus de referencia entre los compositores de blockbusters.

Este 2015, con hasta cinco trabajos cerrados y la promesa en el horizonte de las secuelas de Avatar, parecía apuntar un resurgir que un desafortunado accidente de avioneta ha truncado. El último lobo (Wolf Totem, Jean-Jacques Annaud, 2015), su postrimero film estrenado en España, adquiere ahora, tras su trágica muerte, una dolorosa dimensión simbólica. Herido, en peligro de extinción, acosado por fuerzas voraces, Horner, como los lobos esteparios de la película de Jean-Jacques Annaud, caminaba hacia el encuentro en el panteón de la música con sus dioses creadores. Allí, en un mundo de ideas y abstracciones, solo, sin más compañía que sus emociones, nada entre las infinitas olas del mar Caspio con que soñaba el protagonista de Casa de arena y niebla. Como él, quizá como todos, encuentra consuelo en el sueño y la nostalgia.