¿Me puedes besar de nuevo?
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Llevo algunas semanas viendo películas de Peter Bogdanovich, un cineasta con el que no estoy excesivamente familiarizado. Me gusta su filme más icónico, La última película (The last picture show, 1971), aunque no lo tengo muy fresco, y hay otro en especial que, cuando lo vi, se me antojó en cierto modo mágico, de estas películas que te gustan sin que puedas decir exactamente por qué. Se llama Todos rieron (They all laughed, 1981): recuerdo que salían Ben Gazzara, que era detective privado, y un montón de chicas y había como una chispa, una conexión entre todos ellos. Estos días he visto otra película de Bogdanovich con Ben Gazzara y creo que posiblemente se trate de la película más triste y melancólica de su autor: me refiero a Saint Jack (El rey de Singapur) (Saint Jack, 1979) y es la que precede, en el tiempo, a Todos rieron. Es una de esas películas en la que puede ocurrirte que llevas un rato viéndola y sigues sin saber exactamente de qué trata. Es una de esas películas de ambiente: describe el ecosistema por el que se mueve Jack Flowers (Gazzara), un tipo solitario pero siempre presto a sonreír y a tomarse algo con todo el mundo. Jack lleva una especie de casa de putas en Singapur. Todo el mundo parece querer a Jack Flowers, o como mínimo le aceptan como parte del paisaje, y sin embargo llega un momento en el que descubrimos que en realidad Jack está muy solo.
La película dura 112 minutos pero los que realmente importan, y son pocos, son los que Jack comparte con William Leigh (Denholm Elliott), un tipo que llega a Singapur para supervisar las cuentas del sitio en el Jack trabaja durante el día y con el que terminan haciéndose amigos. Sospechamos que Jack se ha pasado la vida buscando un reflejo en el que sentirse acompañado, un rostro amigo frente al suyo, alguien con quien caminar o ir a tomar algo, y, sin ni siquiera esperárselo, de repente lo encuentra en Leigh. No quiero reventar la película, pero lo que ocurrirá es que, cuando Leigh desaparezca, Jack Flowers verá como su ausencia abre un boquete insoportable en su mundo y que, si no puede llenar ese hueco, le da igual el resto, mejor vuelve a lo de siempre, a adoptar su andar despreocupado de siempre, a saludar a todo aquel al que se encuentra por la calle y a seguir haciendo más o menos lo que ha hecho hasta ahora. Es cierto que en la peli pasan otras cosas, hay unos mafiosos que quieren joder al personaje de Gazzara y algún que otro personaje secundario más, pero en lo que a mí respecta, esa es mi película, eso es lo que vi.
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Si me he extendido hablando de Saint Jack es porque pienso que Lío en Broadway (She’s funny that way, 2014), el último largo que ha dirigido Peter Bogdanovich, trata también, en esencia, de ese reflejo o reflejos que nos pasamos la vida buscando, esa persona que nos complete, si no todos los días, al menos de vez en cuando. Aunque Saint Jack sea el relato de una amistad fugaz y a los contendientes de Lío en Broadway los impulse esa cosa llamada amor (o el sexo, o el miedo a estar solo, lo que sea). El amor, a veces, es como si hubiera luna llena y esa noche a la amistad se le ensanchara el torso y empezara a brotarle pelo del pecho y por todas partes y le crecieran las uñas y todo eso que ya habréis visto los que habéis visto películas de hombres o mujeres lobo. Pero eso es sólo a veces y quizá no venía al caso aquí. Quizá la metáfora es violenta o desafortunada, no lo sé. El caso es que, aun con sus biorritmos de comedia de enredo anacrónica y su amable paleta de colores, de serie de televisión que no aspira a hacerte pasar un mal trago, existe una cierta nostalgia que empapa a todos los personajes de Lío en Broadway, que no por accidente es un filme de encuentros entre personas, de gente que habla y se pelea y va a cenar y lo que tienen en común todos ellos es que rara vez logran estar con quien realmente quieren estar. Parecen condenados a pasarse la vida dando tumbos, en busca de ese lugar donde creerán ser felices y quizá lo serán. Aunque nunca puedan librarse de cierta neurosis: como dice en la película Jane Claremont (Jennifer Aniston), las obsesiones y quimeras de cada uno suelen quedarse con nosotros toda la vida, así que tratemos de hacer las paces con ellas.
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Otra película de Bogdanovich que me puse hace algunos días fue ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up, Doc?, 1972) y viéndola pensé en la screwball comedy y en la vida real. Pensé en cómo, en la vida, el lío, el enredo, es algo cuya resolución puede demorarse días, meses, años o incluso no resolverse nunca del todo. Mientras que, en ese tipo de comedias, existe algo así como una urgencia, una adrenalina que puede llegar a resultar muy refrescante y adictiva. Si simpatizas con la película y sus personajes, terminas saltando cada vez que ellos saltan para esquivar algún obstáculo, literal o metafórico, porque quieres que se lleven el partido. Y sabes que en más o menos noventa minutos habrá una sentencia. En Lío en Broadway ya sabemos desde el inicio que Izzy (Imogen Poots) se ha convertido en una especie de estrella de cine, pero a lo largo del filme también interviene ese anhelo de que todos se arreglen con todos y de saber cómo va a ocurrir eso, si es que ocurre. Y hay algo sencillo y feliz en verlos tropezando y equivocándose y no sabiendo qué hacer y haciendo locuras y dando en el clavo alguna vez, para variar. En el cine de Bogdanovich siempre late esa nostalgia de algo que se perdió o casi, de un pasado más reconocible y habitable que el presente, y, para según quién, quizá Lío en Broadway peque de ser una película como las de antes, como las que a él le gustaba ver, pero sólo hace falta que echemos un vistazo a nuestras propias disparatadas vidas para asumir que no somos personas tan distintas de esta adorable jauría de esquizofrénicos inconsolables que no son capaces de perder el miedo a dormir solos. Ellos siempre nos llevarán ventaja: sus problemas terminan cuando termina el filme.
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Un buen amigo me dijo, sin haber visto todavía la película de Bogdanovich, que “tiene pinta de ser merecedora del calificativo de deliciosa”. Sigue sin haberla visto. Pero creo que no voy a ser yo quien le lleve la contraria y le busque las cosquillas a la última película del director de Luna de papel (Paper Moon, 1973), que tuve que ver dos veces porque la primera, en el cine, me dormí un buen rato, pero durante el segundo visionado hubo un momento en el que, de golpe, me puse a reír como un loco, esa risa de saberlo todo por un instante y decidir que claro que sí, que hay que tomárselo a broma, que no hay otra. Lo bueno es que justo después de ese ataque de risa, que en la película coincide con una discusión a gritos frente a un ascensor, llega un breve parlamento de Izzy (Imogen Poots) que he estado a punto de transcribir íntegro aquí de lo esencial y certero y hermoso que me pareció. No lo transcribiré, pero es más o menos a la hora y siete minutos de película, por si algún día la veis y queréis comentarme si os parece o no para tanto.
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Y ahí vamos, ahí seguimos, buscando reflejos, voces, misterios encarnados en rostros humanos que nos hagan más llevadero esto de vivir.