Pixels

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Se suele asociar nuestra época con una tendencia enfermiza hacia la nostalgia, incluso cuando no es algo exclusivamente propio de nuestro tiempo. En tanto seres humanos siempre encontraremos que aquello que descubrimos en nuestra juventud, en nuestro momento de mayor permeabilidad al aprendizaje —o el momento de mayor permeabilidad para la mayoría; algunos, con el paso del tiempo, no se cierran ante la posibilidad de seguir aprendiendo—, es aquello que produce resonancias más profundas en nuestro interior. Es algo natural. En tanto el pasado existe en nuestro recuerdo como algo idealizado, majestuoso, puro, es imposible que en la confrontación con el presente salga perdiendo por el baño de realidad que ello conlleva; siempre nos parecerá mejor el paraíso perdido, el mundo estático que tenemos asimilado, que la realidad terrenal, el mundo cambiante que todavía no podemos comprender en su totalidad. Y eso ha sido así siempre, no sólo en nuestra época.

Para hablar del cine de Adam Sandler no hay nada más apropiado que hablar de paraísos perdidos. Siendo un actor tan defenestrado como alabado, mistificado incluso en algunos distinguidos cenáculos, su presencia en Pixels (id., Chris Columbus, 2015) determina todo aquello que nos cabe esperar de la misma: la infancia —sea en forma de nostalgia, puerilidad o infancia en sí— como motor narrativo, grandes dosis de humor pueril y un gran énfasis en el valor de la amistad, la concordia y el compañerismo. O como podríamos denominarla al haber cosificado la identidad de su actor protagonista hasta hacerlo devenir una categoría crítica cualquiera, una comedia «sandleriana». En ese sentido, podemos hablar de paraísos perdidos en dos sentidos diferentes: porque «una película de Adam Sandler» hace mucho que dejó de sonar como algo positivo, al menos para buena parte de la crítica, y porque «una película de Adam Sandler» nos remite, necesariamente, a la idea de una comedia menor lastrada por la presencia del actor.

No resultaría difícil soltar sapos y culebras al respecto de Adam Sandler llegados este punto, pero tampoco sería justo. Entre una ausencia casi total de ritmo, gags sin pies ni cabeza o escenas alargadas ad absurdum, la única pieza que siempre encaja de este puzzle mal ejecutado es Adam Sandler. Su papel como Brenner, un antiguo niño prodigio capaz de aprender al momento los patrones de cualquier videojuego, que ha sido incapaz de madurar por una derrota humillante —que si bien tendrá un correlato en su evolución, será completamente obviado en favor de un deus ex machina absurdo en forma de niño expresando en voz alta frases motivacionales ascendidas a motor narrativo—, podría considerarse, en muchos aspectos, la apoteosis del héroe sandleriano: inmaduro e infantil, pero genial si fuera capaz de canalizar sus habilidades hacia algo que la sociedad pudiera considerar como «productivo». El problema es que el guion no tiene demasiado claro que debería dirigirse hacia ese punto que, por lo demás, Sandler lleva a cabo con precisión conmovedora.

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¿Cuál es el problema de Pixels? Todo lo demás. Como oda al frikismo autoconsciente y los valores de la infancia perdidos en el proceso de madurar resulta un tremendo fracaso, si es que no un auténtico delito, al reducir su subtexto al eslogan «para triunfar sólo necesitas saberte el héroe de la historia» puesto en boca de un niño. Si bien eso puede funcionar en los videojuegos —que no es el caso: ni en Galaga ni en The Last of Us, por más que ridiculicen al segundo en Pixels cuando su narrativa es más sólida e inteligente de que lo que podrían soñar jamás los guionistas de la película, es verdad semejante absurdo—, como leit motiv vital resulta bastante penoso: avanzar creyéndonos el héroe infalible en vez de intentando aprender las reglas del juego resulta, en suma, lamentable.

Ni los demás actores implicados están a la altura ni la dirección pasa de ser correcta, ni el tono deja de contrariar de forma constante lo que intenta comunicar la narrativa, que a su vez se contradice a sí misma —Ludlow, el personaje de un no particularmente inspirado Josh Gad, sólo cobraría sentido si al final aceptara su homosexualidad latente, no siendo premiado con una fantasía masturbatoria masculina. Lo único que funciona, además del propio Adam Sandler, son los personajes de videojuego. La nostalgia. Ver a Pac-Man, Paper Boy o King-Kong en formato voxel en pantalla grande resulta una delicia, aunque eso ya lo hacía igual de bien, o mejor, el corto original que la película toma como base. Y para eso ni hacía falta tener un largometraje ni tampoco convertirlo en una comedia sandleriana, que por lo demás sólo funciona por Adam Sandler.

La nostalgia no es buena consejera. Nos hace apartar la vista del presente, de nuestras vidas, al hacernos pensar que todo tiempo pasado fue mejor; volver sobre nuestros pasos no siempre es positivo, ya que el tamiz del tiempo sólo ha dejado pasar aquello que finalmente ha resultado relevante. Tamiz del tiempo que no soportará Pixels, para desgracia de sus pocos, aunque encantadores, logros en forma de personajes que se confunden con niños cuando son muy adultos.