La cumbre escarlata

Profundo rojo

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La diferencia entre plagio, homenaje e influencia es una delgada línea (roja) que conduce a un debate interminable. En el cine se puede hacer sutilmente, que sea evidente sólo para unos pocos, o de manera tan tosca que te den ganas de levantarte de la butaca gritando “¡al ladrón!”. Godard copiaba y pegaba como un condenado, pero la forma de sus películas, ese collage audiovisual y textual tan personal e intransferible, conseguía que el espectador viera como propio el gesto, el plano o el diálogo de otro. De Palma, por el contrario, fusilaba a Hitchcock sin compasión; no ya sólo secuencias concretas, sino la trama de principio a fin. Aunque, todo hay que decirlo, también consiguió ecos afortunados y efectivos a lo largo de su carrera, como la escena de las escalinatas de Los intocables de Eliott Ness (The Untouchables, 1987), birlada de El acorazado Potemkin (Bronenosets Potemkin, Sergei M. Eisenstein, 1925), nada menos.     

Muchos han querido ver en La cumbre escarlata (Crimson Peak, Guillermo del Toro, 2015) una simple sucesión de citas y reflejos, desde la literatura gótica de Poe o el cine de Mario Bava pasando por la leyenda de Barbanegra, las obras completas de las hermanas Brontë y llegando hasta El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, Joseph L. Mankiewicz, 1946) y Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940). Esos elementos están ahí, es indudable. Ver a Jessica Chastain de negro riguroso llevando una taza de té envenenada a una pobre chica inocente nos recuerda de inmediato a Mrs. Danvers, la ominosa ama de llaves hitchcockiana. Sin embargo, desde la primera secuencia, La cumbre escarlata palpita al ritmo que marca Del Toro, capaz de dotar de personalidad propia una historia tan suya como pudo ser El laberinto del fauno (íd., 2006).

Desde el inicio de su carrera el cineasta mexicano, voraz cinéfilo y estudioso del terror en todas sus formas, ha conseguido reciclar mitos y adaptarlos a su imaginario. Si por algo se caracteriza su cine es por el amor con el que trata a sus criaturas. Pero ni los fantasmas, ni los personajes interpretados por Mia Wasikowska, Tom Hiddleston y Jessica Chastain logran tanto cariño, tanto cuidado en su aparición en la pantalla como la casa, una robaplanos de inmenso calibre. Un caserón en ruinas que respira, sangra y recuerda, un espacio vivo que merece un lugar de honor en el bestiario deltoriano junto al Hombre Pálido o los múltiples monstruos de Hellboy (íd., 2004). El gran hallazgo de la película es Allerdale Hall, situada ya en un lugar preferente en la ciudad imaginaria en la que también se asientan la Casa Usher, Manderlay o el Hotel Overlook.   

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Un agujero del techo por el que permanentemente caen hojas de árboles y nieve. Un sótano en el que se almacena la arcilla roja sangre, además de algún que otro cadáver. Un amenazante pasillo que se dilata y se contrae con cada una de las apariciones fantasmales. Un desván repleto de polillas a la caza de mariposas y un estudio abotargado con esos mecanismos y juguetes decimonónicos que siempre han fascinado a Del Toro. La madera podrida de la cocina por la que pasa el viento, la enorme chimenea central y el ascensor en el que se desarrolla una de las secuencias clave de la película. Todo forma parte de un ente viviente, un espacio con sus propias normas y abierto a lecturas de lo más apasionante. En el exterior encontramos una gran extensión desolada en la que apenas se levantan un par de árboles raquíticos, la gran maquinaria para extraer arcilla y un suelo que rezuma hasta teñir la nieve de color escarlata.

Como le ha ocurrido en más de una ocasión, el cineasta mexicano parece más volcado en el exquisito diseño de producción que en asentar el guion sobre sólidos pilares. Pese a eso, se atisba un cierto feminismo en el planteamiento, en esa oposición entre Edith Cushing (ese apellido no puede ser casualidad), la escritora dispuesta a desafiar las convenciones sociales, y la taimada maldad de su cuñada y antagonista, Lucille Sharp. Entre las dos, Thomas Sharpe parece poco más que un pelele y el doctor McMichael, amor de juventud de Edith, un fallido rescatador.

Lo que subyace tras el romance gótico, lo que coagula hasta hacerse real ante nuestros ojos, es cómo el deseo deviene en locura. Edith acepta la existencia de los fantasmas desde su infancia, y aunque Del Toro enfatiza las apariciones de los espectros, su poso no es ni de lejos tan terrorífico como la enajenación de Lucille Sharpe, víctima propicia del amour fou. El brillo endemoniado de sus ojos no tiene nada de sobrenatural y quizá por eso su personaje es mucho más estremecedor que cualquier criatura del inframundo imaginable. La pérdida de la razón ya nos la han contado mejor otros hitos del terror como Psicosis (íd., Alfred Hitchcock, 1960), Repulsión (íd., Roman Polanski, 1965) o El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980) , pero Del Toro sabe llevarlo a sus propias coordenadas. Gracias a eso y a la inquietante presencia de Allerdale Hall, La cumbre escarlata va más allá del plagio, el homenaje y la influencia. Su colección de referentes y resonancias está encima de la mesa, pero consigue insertarse en la filmografía de su creador como una pieza única, eso sí, más bella por fuera que por dentro.