SEMINCI: 60º aniversario en clave femenina
La SEMINCI ha cumplido este año su sexagésimo aniversario planteando una edición muy en consonancia con la anterior, que se ha saldado con un resultado razonable, aunque lejano al de los tiempos de esplendor del certamen vallisoletano. Su desarrollo ha seguido revelando algunos problemas estructurales relacionados con la propia identidad del festival. En este sentido, la pujanza y el riesgo que ofrecen algunos festivales vecinos (Gijón, Sevilla), celebrados en fechas muy próximas, ha empujado a Valladolid hacia una cierta indefinición que bascula entre sus dos almas: la que le consagra como templo insobornable del cine de autor, y la mediática y popular, que la aboca a pagar ciertos peajes. Esto se traduce también en el equilibrio inestable entre su humilde sofisticación y su proyección internacional, frente a la necesidad de hacer gala del patrimonio y el atractivo local (con la subsiguiente multiplicación de secciones paralelas dedicadas a los creadores locales y regionales; o con el maridaje progresivo entre ciclos y productos gastronómicos).
No podemos dejar de reseñar (y de celebrar) que la edición de este año haya coincidido con un cambio político necesario para la ciudad, que se ha concretado en el relevo en la alcaldía, después de veinte años, del tristemente célebre Javier León de la Riva. El relevo lo ha tomado el socialista Óscar Puente, aupado por un pacto de gobierno con los frentes impulsados por Izquierda Unida y Podemos. Sería ingenuo pensar que un festival de cine vive al margen de estas circunstancias, y de hecho, pese al lógico continuismo en algunos aspectos institucionales muy asentados, han podido notarse ya nuevas formas e iniciativas (como la de abrir el festival a aquellos sectores más golpeados por la crisis, abaratando entradas y abonos, lo que ha repercutido lógicamente en un aumento de la asistencia), que abren buenas perspectivas de cara al futuro. El nuevo alcalde, buen conocedor del festival, me manifestaba en unas declaraciones previas a la inauguración de la SEMINCI algunas apuestas específicas relacionadas con el festival en general, y con la cultura de la ciudad en particular, que revelan una nueva sensibilidad tanto en el análisis de la importancia cultural e identitaria del certamen, como de la posibilidad de completar una de las fallas del festival (su carácter de mercado de películas) potenciándolo como centro de operaciones de la Spanish Film Commission.
Entre los eventos más destacados de este año, y pese a la desgraciada ausencia final de Francis Ford Coppola —retrospectiva que llevaba preparándose con mucha anterioridad al anuncio de concesión del Premio Princesa de Asturias—, y la abultada nómina de premiados de honor de este año, Fernando Trueba, Juan Mariné, Juan Diego, el mítico director del certamen durante veinte años, Fernando Lara, destacó la coherente apuesta por galardonar a Juliette Binoche (omnipresente en muchos de los títulos que han forjado la trayectoria reciente de la SEMINCI), presente en el festival como abanderada de Nadie quiere la noche (2015), de Isabel Coixet, que clausuró el festival.
Sección oficial: la mirada femenina
La sección oficial de este año ha tenido como leit-motiv indirecto (en consonancia con una de las retrospectivas paralelas) la mirada femenina detrás de la cámara, a partir de la selección de un amplio número de obras dirigidas por mujeres de diversas generaciones y orígenes: Margarethe von Trotta, Naomi Kawase, Deepa Mehta, Isabel Coixet, la argentina Daniela Féjerman o la iraní Ida Panahandeh. Las temáticas de sus filmes han privilegiado en buena medida la intensidad de la perspectiva femenina en sus relatos, o la llamada de atención sobre determinadas problemáticas sociales de género. No obstante, otros directores como el prolífico Mika Kaurismäki con su revisión de la historia de la reina Cristina de Suecia —The Girl King (2015)—, o Andrew Haigh con la excelente 45 años (45 Years, 2015), también han reflexionado sobre este particular. En concreto, el filme de Haigh —probablemente el mejor visto en el certamen—, describe una silenciosa crisis matrimonial en la tercera edad desde el punto de vista de la esposa (Charlotte Rampling, que obtuvo el premio a la mejor actriz), que duda del afecto de su marido (Tom Courtenay), después de descubrir un secreto del pasado. El sosiego superficial de la narración esconde en los detalles interpretativos —los dos veteranos intérpretes están sublimes— y en la suave cadencia hacia el clímax, un complejo y desasosegante discurso sobre el amor y sobre las relaciones de pareja, expresado a partir de un puñado de secuencias memorables.
El tratamiento del personaje femenino, en su humanidad y sus paradojas, es precisamente el aspecto más logrado de la sobrevalorada Dheepan (id., Jacques Audiard, 2015), ganadora de la Palma de Oro en Cannes, que inauguró la SEMINCI. El progresivamente encumbrado cineasta francés retoma dos de sus claves más apreciadas —el tratamiento de situaciones extremas, y la hibridación entre thriller psicológico y drama social—, para narrar una historia de emigrantes en la periferia de París. Lo impecable del acabado formal (siempre con tendencia al efectismo), no esconde la galería de tópicos y el tratamiento mecánico de un tema tan sensible y actual como el de la integración de los refugiados. Si la obra convence en su aspecto más intimista, es decir en la historia y las relaciones de una familia (padre, madre e hija) que realmente no lo es y solo lo finge para lograr el pasaporte, la película agota en el planteamiento más cercano al mundo de las mafias y de la violencia —en el que una vez más Audiard nos recuerda su aprecio por Scorsese—, llegando a un clímax sostenido sobre una subtrama metida con calzador, que resulta más bien chirriante.
Otra de las apuestas fuertes del certamen, Una pastelería en Tokio (An, Naomi Kawase, 2015), galardonada con el premio a la mejor dirección, plantea también, volcándose en el aspecto poético y emocional, un triángulo familiar falso entre un pastelero, una anciana enferma y una adolescente. Después de Aguas tranquilas (Futatsume no mado, 2014), la cineasta japonesa opta por situarse en terrenos narrativos más convencionales, narrando una historia de afectos entre seres solitarios, a partir de un sencillo planteamiento culinario (la preparación de unas galletas dulces en base a una receta tradicional). Kawase traza con cierta sutileza, quebrada en el último tercio cuando resbala hacia el sentimentalismo, un filme en el que la aproximación emocional se produce por vía de los pequeños gestos y detalles, como puede ser la preparación ceremonial del citado pastelillo que ocupa buena parte de la primera mitad de la película. En este sentido, la cineasta abandona casi totalmente la mejor cualidad de su filme previo (la aportación de soluciones documentales a situaciones de ficción, como el impresionante final rodado durante una tormenta), para ceñirse a una cierta tradición formal y temática del cine japonés, en su búsqueda del retorno a los orígenes y de canto a la vida apacible, más allá de la también loable llamada de atención sobre las víctimas marginadas y olvidadas de la lepra o síndrome de Hansen.
Otra figura habitual de la SEMINCI, Margarethe von Trotta, cineasta fundamental del cine alemán
de la modernidad, retornó al festival con un filme —El mundo abandonado (Die abhandene Welt, 2015)—, que no puede calificarse más que de acto fallido y decepcionante. La cineasta compone un melodrama artificioso, lleno de confusiones e intrigas familiares, sobre una cantante de jazz que viaja a Nueva York para conocer a una intérprete de ópera que puede ser su hermana secreta, desaparecida hace años. Pese a que Von Trotta parta de una vivencia biográfica similar, el hecho cierto es que el filme revela una desgana, cuando no una aplicación mecánica y torpe de soluciones de puesta en escena, a veces tan chirriantes y sorprendentes para el público como la escena de la dramática pelea entre dos ancianos hermanos, amantes de la misma mujer, que se salda con una risa nerviosa de la protagonista (anticipada en el pase de prensa por alguna carcajada del público). La película apenas puede interesar por la elegancia con que se filman los ambientes jazzísticos neoyorquinos o alemanes en los que actúa la protagonista, o por la presencia más que solvente de las actrices (y cantantes) protagonistas, Katja Riemann y Barbara Sukowa, acompañadas en un breve rol secundario por Karin Dor, veterana estrella de seriales alemanes de los sesenta, que encarnó, por ejemplo, a la espía cubana protagonista de Topaz (id., Alfred Hitchcock, 1969).
Otro de los pesos pesados de la sección oficial fue Robert Guédiguian, que tras su evasiva fábula El cumpleaños de Ariane (Au fil d’Ariane, 2014), regresa a los filmes de gran tema —en la línea de El ejército del crimen (L’armée du crime, 2009)—, con la voluntad de denunciar el genocidio armenio perpetrado por los turcos hace un siglo. El director marsellés diseña así una especie de fresco histórico-costumbrista con afán didáctico, que trata el tema de fondo en dos niveles: el de la narración en forma de crónica de los hechos históricos (un atentado de la ASALA armenia en los años ochenta, al que hay que sumar un prólogo ambientado en los años veinte), y el de la filtración de esos hechos a través de la mirada personal y familiar de algunos de los personajes protagonistas (la familia marsellesa de origen armenio de la que forma parte el terrorista). Si la dramatización de la situación está lejos de los grandes logros de Guédiguian por su esquematismo, el planteamiento ideológico, en torno a la justificación o comprensión de determinados actos violentos, encierra mucho mayor interés y complejidad.
Entre los filmes primerizos de la sección oficial, el israelí Nitzan Giladi, presentó una película pequeña, con aire de crítica social amable, Boda de papel / Wedding Doll (Hatuna MeNiyar, 2015), que se centra en la historia de una bella chica con algo de retraso mental (una convincente y encantadora Moran Rosenblatt), cuya vida sentimental secreta choca con la protección exagerada que su madre ejerce sobre ella. El filme, bastante inofensivo, no pasa de ser una tibia crítica a la falta de sensibilidad social, con aspectos argumentales, en cuanto a la inocencia de la víctima y la crueldad del colectivo, que harían pensar en Calle mayor (id., 1956), de Juan Antonio Bardem. No obstante, la película, planificada en una calculada pero vacía geometría en scope, muy atenta a los espacios, tanto paisajísticos (la aridez geográfica) como interiores, nunca convence, quedándose en la apariencia de un esforzado cortometraje alargado.
La sorpresa en cuanto a primeros filmes vino de la mano de Rams, el valle de los carneros (Hrutar, Grímur Hákonarson, 2015), título islandés que se alzó con la Espiga de Oro. La obra —segunda película de su joven director— constituye un filme dramático de ambiente rural y enfoque intimista, que sorprende particularmente por sus logrados toques de ironía. La trama presenta a dos hermanos ancianos y vecinos ocupados en cuidar sus ovejas, que llevan sin hablarse cuarenta años. Las autoridades sanitarias les obligan a sacrificar sus rebaños, lo que se convierte en la excusa para plantear una metáfora sobre la confrontación entre la vida tradicional y el progreso, y para indagar en determinados aspectos absurdos de las relaciones humanas. El director utiliza un estilo formal distanciado que incide en la sensación de aislamiento y en lo rudo del entorno, con determinados planteamientos de puesta en escena y disposición temática que establecen una cierta conexión con el western (un western nórdico y casi existencialista), e incluso con el filme de David Lynch Una historia verdadera (The Straight Story, 1999). El director va filtrando poco a poco un aspecto emocional muy contenido a partir de la peculiar relación entre los dos hermanos, que arroja escenas tan brillantes en ejecución formal y discurso, como aquella en la que uno de los hermanos traslada con una excavadora el cuerpo del otro, al borde de la congelación, hasta depositarle en las puertas de un hospital.
Entre los títulos españoles, Isabel Coixet presentó fuera de concurso la apreciable aunque irregular Nadie quiere la noche (id., 2015), en la que encara un guion ajeno de Miguel Barros, el autor del libreto de Blackthorn (id., Mateo Gil, 2011). La historia, ambientada a principios de siglo, se centra en el viaje al Polo Norte de la esposa de un explorador (una brillante Juliette Binoche que se echa la película a cuestas). El conjunto se encuentra a medio camino de la aventura épica y el drama intimista de situaciones extremas. Coixet logra captar a la perfección la atmósfera requerida, con un extrañamiento basado en el contraste de extremos, tanto en el aspecto estético —el desierto helado frente a la elegancia de la Binoche, ataviada en sus ropajes de abrigo oscuros, sus gafas de sol—, como en el metafórico: el viaje interior del personaje desde las certidumbres cerradas y ciegas hasta la humanización por vía casi de la locura. No obstante, el filme falla en el ritmo y en la concreción del duelo dramático de la segunda parte, que describe la opresiva relación entre la protagonista y la indígena que la ayuda.
Carlos Saura presentó también su enésimo musical documental Zonda: folclore argentino (id., 2015), con el que el veterano maestro retorna al cine tras cinco años de silencio. Siguiendo el folclore argentino del norte del país, como indica el subtítulo, el director ordena una veintena de números musicales, con una línea in crescendo, que aborda diferentes estilos desde el indigenismo, pasando por la propia zonda, o la milonga, con fórmulas puntuales que recuerdan precisamente al tango, objeto de una de sus mejores películas, Tango (id., 1998). En un estilo absolutamente más depurado, aunque sin renunciar a las características instalaciones con fondos luminosos y retroproyecciones, Saura deja a un lado el barroquismo visual y estético para centrarse en la propia interpretación de músicos y bailarines, y entrega un número sensacional con un dúo femenino de zonda, que se inicia con un plano cenital que va poco a poco descendiendo. El director limita la insistencia metacinematográfica presente en otros de sus filmes a la imagen de la cámara sobre una grúa reflejada en el espejo, justo en el momento inicial en el que aparece su firma en pantalla.
Fuera de concurso se presentó también la última comedia de José Corbacho y Juan Cruz Incidencias (id., 2015). Ante ella, uno se pregunta honestamente dos cosas. La primera es qué hace en la sección oficial (aunque sea fuera de concurso) de la SEMINCI, má
s allá de traer consigo la presencia físic
a en el festival de un grupo de actores populares para dar colorcillo a las fiestas. ¿Alguien se imagina, con todos los respetos, que a finales de los 70, en paralelo a la presencia de filmes de Wajda, Truffaut o Tanner, un título de Mariano Ozores se hubiera colado (aunque fuese fuera de concurso) en la sección oficial del festival? La segunda pregunta hace referencia a sus autores, Corbacho y Cruz. ¿Qué ha ocurrido? Sus dos títulos anteriores, Tapas y Cobardes, así como su serie de televisión Pelotas, más allá de sus limitaciones, eran obras con cierto interés de hibridar la comedia costumbrista con el drama, e incluso con ciertos toques de denuncia social. Quizá no fuesen conjuntos logrados, pero eran dignos, incluso apreciables. Incidencias, por su parte, es un producto insalvable, un bodrio desganado, vulgar y ramplón, pero cuyo mayor pecado es que no hace la más mínima gracia (con la puntual excepción de algunas de las intervenciones de Carlos Areces). El guion propone una serie de situaciones que tratan de sacar partido de la acumulación de personajes pintorescos, y de la exacerbación de circunstancias extremas a bordo de un AVE parado en los Monegros el día de Nochevieja. Se intenta así provocar un humor negro y crítico que sirva de reflejo de la sociedad, pero que en su trazo grueso y falta de estilo y medida, acaba resultando irritante y simplemente reaccionario.
Un recorrido por las obras inéditas de talentos contemporáneos y por el cine finlandés
Este año la SEMINCI ha incluido algunas brillantes retrospectivas que han estado sin duda entre lo mejor de la edición. Una de ellas ha sido el ciclo «Inéditos. Talentos del siglo XXI», dedicado a proyectar las primeras obras, no estrenadas en España en los circuitos convencionales, de un grupo de prestigiosos cineastas internacionales como Sorrentino, Apichatpong Weerasethakul, Thomas Vinterberg, Ari Folman o Yorgos Lanthimos, entre otros.
Entre la docena de títulos propuestos, tuve ocasión de ver dos obras en verdad notables. La primera Die innere Sicherheit (Christian Petzold, 2000), ópera prima del director alemán, que se inscribe en una fórmula temática y formal muy reconocible de determinado thriller político alemán del periodo, y que en concreto forma un díptico con la muy relacionada y coetánea El silencio tras el disparo (Die Stille nach dem Schuss, Volker Schlöndorff, 2000). A partir de la perspectiva de una adolescente, hija de un matrimonio de terroristas de la Baader Meinhof oculto en Portugal, el cineasta incide en las heridas abiertas de la reunificación alemana. Estas se filtran metafóricamente a partir de los problemas personales de la protagonista, que trata de iniciar una primera relación amorosa sobreponiéndose a la condición clandestina de sus padres. La trama se ajusta con matices a la estructura de una road-movie que adquiere la apariencia de una huída hacia la nada. Filmada con una gelidez absoluta, la película combina el relato de iniciación con los mimbres del film noir contemporáneo.
También Nuri Bilge Ceylan, con su primer filme Kasaba (1997), anunciaba ya la presencia de un cineasta personal, preocupado por el conflicto entre pensamiento y acción y sus implicaciones políticas e históricas, y por el cuidado expresivo en lo formal. Partiendo de una premisa sencilla y naturalista, con un espíritu próximo al Erice de El espíritu de la colmena (id., 1973) o al Kiarostami de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khane-ye Doust Kodjast, 1988), Ceylan divide su ópera prima en dos partes muy diferenciadas: una primera diurna y cotidiana (el desarrollo de la clase escolar, la asistencia a una feria con atracciones mecánicas, que plantea cierto eclecticismo entre tradición rural y contemporaneidad), con una crepuscular y finalmente nocturna secuencia en la que la familia protagonista se reúne en una merienda campestre junto al fuego. La conversación familiar, a ratos rutinaria y a ratos trascendente, revela de forma parsimoniosa las tensiones propias del grupo, la fractura entre el carácter intelectual y aparentemente pasivo del padre de familia (en quién el autor probablemente se autorretrata) frente a la idea de acción y trabajo físico defendida por el abuelo patriarca. Ceylan se revela como un autor con una personalidad absoluta, muy ligada a las preocupaciones de otros cineastas del mismo área de influencia, combinando la trascendencia histórico-filosófica expresada a través de las relaciones de un colectivo del griego Angelopoulos, con la voluntad realista y crítica del también turco Güney.
La otra gran retrospectiva del festival fue la dedicada al cine finlandés, compuesta no solo por un ramillete de obras contemporáneas, sino también por una selección de clásicos, lo que me permitió visionar un filme tan curioso e interesante como Valkoinen peura (Erik Blomberg, 1952), del que solo tenía noticia por cuenta del colaborador de Miradas, Santiago Rubín de Celis. La película, que en su día obtuvo el Globo de Oro al mejor filme extranjero, plantea una historia fantástica ambientada en una tundra habitada por esquimales. En ese entorno, una campesina se transforma en un reno blanco que asesina a los lugareños. Algo deslavazada, resulta llamativa tanto por la fuerza delirante de su premisa: la protagonista en busca de un filtro de amor termina prisionera del encantamiento y deviene en una especie de vampira nórdica; como por determinadas soluciones visuales, tanto en la forma de abordar la acción (las múltiples carreras en trineo por el hielo plasmadas con dinámicos travellings; la fuerza de los primeros planos de la protagonista vampirizada), como por cierta tensión puntual en la manera de abordar los miedos ancestrales de la comunidad rural ante la amenaza de lo desconocido, que no están tan lejos de las atmósferas de Dies Irae (id., 1943) o de La palabra (Ordet, 1955) de Dreyer.
Dentro de la sección «Tiempo de Historia», dedicada al documental, entre la veintena de filmes proyectados, pudo verse Une bombe de trop (Audrey Valtille, 2015) —apéndice de la película de Guédiguian presente en la sección oficial—, que aborda el atentado real del que fue víctima el periodista español José Antonio Gurriarán, herido gravemente por una bomba que la ASALA armenia hizo estallar en 1980 en la Plaza de España de Madrid. El reportero, ya septuagenario, es el verdadero centro del filme, como ejemplo de una visión atípica del terrorismo y de sus efectos, muestra de energía y comprensión que, lejos de criminalizar a sus verdugos, se convirtió en estudioso del genocidio armenio, y casi mediador en el conflicto. Cinematográficamente poco o nada ofrece la estructura de este breve complemento a la obra de ficción, pero desde un punto de vista histórico-político arroja luz sobre un caso olvidado y bien peculiar.
Así mismo, pese al innegable interés que puede ofrecer un filme titulado Hitchcock/Truffaut (id., Kent Jones, 2015), el documental —dirigido por un crítico y ensayista americano, colaborador ocasional de Scorsese— plantea una epidérmica aproximación a la relación entre Hitchcock y Truffaut, a partir de su encuentro y de las largas entrevistas, que desembocaron en uno de los más populares libros sobre cine que se han escrito, y todavía en uno de los más útiles e interesantes: El cine según Hitchcock (1967), de Truffaut. Más allá del enunciado, el documental se convierte pronto en un habitual recorrido por la obra hitchcockiana y sus constantes visuales (didáctico pero también rutinario y aleatorio), y resulta extraño que ni siquiera se cite la inmediata fascinación que el también maestro francés sintió al rodar de modo casi sucesivo a su encuentro con
«Hitch», tres películas de emulación (especialmente la segunda) habitualmente subvaloradas pero excelentes como son Fahrenheit 451 (id., 1966), La novia vestía de negro (La mariée était en noir, 1968) y La sirena del Mississippi (La sirène du Mississipi, 1969). El documental incluye declaraciones más bien inocuas de algunos cineastas contemporáneos americanos y franceses (el propio Scorsese, Oliver Assayas, James Gray, David Fincher, Arnaud Desplechin) y dos análisis específicos de Vértigo (Vertigo, 1958) y Psicosis (Psycho, 1960), además de permitir gracias al extracto de uno de los films menos recordados de Hitchcock, Posada de Jamaica (Jamaica Inn, 1939), el recuerdo, en pantalla grande y en todo su esplendor, del debut como estrella de Maureen O’Hara, fallecida el mismo día de la proyección.