Del destino, de indios, fantasmas, críticos y tortugas gigantes
Algun apunte previo. Un toque de sobriedad
Si nos mencionan una película de zombies con Schwarzenegger nos preparamos para una serie de secuencias llenas de brazos desmembrados, sangre a raudales y cráneos destrozados a bocajarro con ayuda de una recortada. Sin embargo la cinta en cuestión resulta ser un emotivo y sensible (que no sensiblero) drama familiar en el que Arnie se luce como actor. Podía ser un drama con pacientes oncológicos o con sida pero el contexto fantástico resitúa la trama sin quietarle densidad. En un año en que hemos visto diversas cintas sobre pacientes terminales y eutanasia, esta obra sobre el final de vida de una joven nos rememora, de modo digno y brillante, a Nunca me abandones (Never Let Me Go; Mark Romanek, 2010), otra cinta que trasladaba un drama íntimo a un contexto fantástico. La película es Maggie (Henry Hobson, 2015) y estamos en Sitges 2015, el festival dónde terror, fantástico, cotidianeidad, humor y thriller se dan la mano.
Y es que en Sitges también hay cabida para la sobriedad. La bruja (The Witch, R. Eggers, 2015) ha sido uno de los mejores films habidos en una gala inaugural de Sitges. Una cinta que explora la intolerancia más que una cinta sobre la brujería, nos sitúa en los límites del territorio colonizado en la Norteamérica del siglo XVII. Un integrista religioso es expulsado de la comunidad junto a su familia y se asienta en el límite del bosque. Progresivamente veremos cómo la obsesiva presencia de la religión y del orden fragmenta el núcleo familiar y cómo la hipocresía medra bajo un manto de supuesto honestidad. Una buena puesta en escena, acompañada de una excelente banda sonora (música y sonidos) darán pie a la progresiva irrupción del fantástico en la realidad. Un guion y unos diálogos muy elaborados trazan simultáneamente la telaraña en la que caerán los miembros de la familia, culminando en las acusaciones de los mellizos contra su hermana mayor durante un brote de histeria colectiva, espléndidamente orquestada por el director. La que podría ser la penúltima secuencia determina duramente la resolución a la que el fanatismo arrastrará a todos, de modo seco y coherente; aunque el director se reserve una última deriva hacia el fantástico, un discutible apunte que dividió sobre manera a los espectadores.
The Gift (Joel Edgerton, 2015) se beneficia precisamente de ello. Esta aparentemente tópica historia de feliz pareja sin hijos a la que la irrupción de un tercero con turbias intenciones desencadena la crisis va subiendo de nivel a medida que desarrolla su trama, pasando del suspense más trillado a la resolución más original. Hay solidez en el relato y solidez en la dirección de Edgerton que además se reserva el papel del molesto intruso. La próxima vez apuntaré al corazón (La prochaine fois je viserai ton coeur; Cédric Anger, 2014) fue una sorpresa, aunque no se pueda clasificar como “agradable”. Esta historia de policía psychokiller, que asesina jóvenes con una mezcla de frialdad y arrebato, mientras pugna con la gendarmería para resolver sus propios crímenes resulta especialmente perturbadora. Con ciertos ecos del personaje interpretado por Alex Brendemühl en Las horas del día (Jaime Rosales, 2003) Guillaume Canet compone un inquietante retrato de un perturbado que tan pronto flirtea con su criada, incapaz de sentir auténtico amor, como se flagela con un cilicio en castigo a pensamientos impuros. Una obra desasosegante que revisita un caso real sucedido en tiempos grises que el director recoge en imágenes con fidelidad.
Y también sobria era otra aportación europea. Ni le ciel ni la terre (The Wakhan front, Clément Cogitore, 2015) era susceptible de imágenes extremadamente violentas, por partida doble. Historia de un destacamento belga situado en el Norte afgano del que sus miembros van desapareciendo súbitamente durante las horas de sueño sin dejar rastro alguno. El enfrentamiento con los talibanes o con los aldeanos o la posible intervención de fuerzas paranormales también podía acarrear secuencias grandguiñolescas. Y, sin embargo, el director opta con inteligencia, por una puesta en escena muy contenida. La desaparición no tiene explicación posible y tanto los europeos como los talibanes evitan una confrontación entendiendo que hay algo más allá de su comprensión. La cámara recoge la tensión en los límites del campo militar aumentada por el vacío del paisaje en el que se sitúan.. Al final los protagonistas deberán rendirse no a la evidencia sino a la falta de mismas y ofrecer una resolución que se acomode a la realidad que podemos entender y el director nos regala una conclusión que redondea el tono de toda la cinta.
Cuando el destino nos alcance
Si bien la pugna de los personajes para controlar su destino frente a poderes superiores que tratan de arrastrarles a situaciones críticas es un tema clásico en el cine fantástico, no dejaba de ser curioso que este año numerosas cintas trataban el tema, fuera en clave de comedia (género que en los festivales suele ser tan bien aceptado por el público como denostado por la crítica) o drama.
Entre las primeras hay que destacar sin duda a As the Gods Will (Takashi Miike, 2015). La penúltima locura de Miike sitúa una serie de estudiantes de instituto en un mundo paralelo en el que son sometidos por diversas divinidades de la imaginería religiosa y tradicional niponas a violentas pruebas de habilidad e ingenio. Fallarlas implica la muerte, como no podía ser de otro modo en una cinta de este autor. Lejos, sin embargo, del gore la cinta hace un uso colorista de las sangrientas pruebas y pese a la confusión argumental (se basa en la primera parte de un manga cuya segunda mitad está aún en impresión), las diversas set pieces resultan ciertamente espectaculares, desde el inicial estallido de cabezas transformadas en pequeñas bolitas escarlatas a la lucha contra el gato gigante. Habrá que esperar para saber si hay continuación y si ésta mantiene el nivel.
Es de hecho, una propuesta muy semejante a la de Tag (Sion Sono, 2015), cuya protagonista se ve sucesivamente inmersa en una serie de ataques de origen inesperado a los que deberá hacer frente con la ayuda de unas compañeras de clase. El arranque no puede ser más espectacular ni más literal con una masiva decapitación de un autobús escolar. Sin embargo la repetición de los combates no es especialmente imaginativa comparada con la propuesta de Miike que en esta ocasión gana la partida a Sono. Nada que ver en su tono feliz y bienintencionado con Le tout nouveau testament, obra amada y odiada a partes iguales. En esta ocasión Van Dormael evita la multiplicidad argumental que lastraba Las posibles vidas de Mr. Nobody (Mr. Nobody, 2009) y se relaja con una divertida sucesión de gags. La historia se inicia con el Universo, creado por un Dios cabrón que, por puro aburrimiento, se dedica a putear a la humanidad entera desde su ordenador en un apartamento de Bruselas. Viendo a su hermano Jesucristo menospreciado por el padre, la hija de Dios decide cambiar el rumbo de las cosas y salir a la calle para encontrar seis nuevos apóstoles que redactarán un Nuevo Nuevo Testamento. Su primera acción, informar a todo el
mundo (literalmente) de la fecha de su muerte, desenc
adena la breve trama en una sucesión de divertidas secuencias. Van Dormael seguirá la búsqueda de la nueva mesías en un conjunto de fábulas de resultados irregulares pero siempre divertidas. Pese a algunos molestos apuntes hacia la cursilería o la poesía “barata” (al estilo Jeunet), la película es colorista y colorida, el buen humor se impone y no se echa en falta un argumento más complejo, algo que sin duda habría resultado negativo para el proyecto. Entre los personajes que tratan de burlar al destino y aquellos que se adaptan, Dormael consigue una obra que impone el buen humor.
Luchan también contra el destino los personajes de Chasuko’s Journey (Sabu, 2015), un destino escrito por un conjunto de guionistas sobre inmensos pergaminos que se despliegan en el suelo, desde el más allá. Las vidas van determinadas, pues, en función de cómo unos guiones y otros se cruzan y un error originado en un comentario de Chasuko, el encargado del te de los escribas divinos, determina la muerte accidental de Yuri. Sobresaltado por ello, Chasuko se lanza a la tierra para cambiar el destino de la joven con la ayuda de los escribas. Es sin duda un apasionante planteamiento que se puede enriquecer con la descripción narrada de cada nuevo personaje al que Chasuko conoce ya de antemano. Lamentablemente parece que los escribas del guion de la película discutieron entre si y decidieron aportar un exceso de giros narrativos que rizan el rizo y alargan innecesariamente la propuesta.
Mucho más juguetonas son las propuestas de Las últimas supervivientes (The Final Girls; Todd Strauss-Schulson, 2015) y Absolutely Anything (Terry Jones, 2015). En la primera un grupo de adolescentes son absorbidos dentro de un slasher que contemplan y deben sobrevivir a un destino determinado por el argumento de la película a la que han ido a parar. Una buena propuesta que tiene su mayor mérito en su modestia y en una serie de gags metacinematográficos, como la burla de los personajes actuales respecto a los clichés ochenteros o los cambios que se dan en la acción durante un flashback o una cámara lenta. En Absolutely Anything unos extraterrestres (autodenominados seres supremos) deciden destruir la Tierra tras ver una serie de imágenes descontextualizadas. Como prueba final para verificar la estupidez humana, otorgan poderes sobrehumanos a un personaje, un pobre diablo, profesor de instituto que no logra éxito ni fama pese a sus ambiciones. A diferencia de la obra de Van Dormael, esta cinta sufre una pobre factura visual. A semejanza de aquella, podemos disfrutar de unos excelentes gags.
Zoom (Pedro Morelli, 2015), una de las películas injustamente ignoradas, traba tres historias distintas. La de una diseñadora de muñecas sexuales que también dibuja comics; la de un director de cine que trata de llevar a cabo un proyecto personal seduciendo a la jefe de estudio; la de una modelo que decide pasarse a la escritura de novelas. Sin embargo no se trata de tres historias paralelas, sino concéntricas. El cómic dibujado es la historia del director, la película que éste quiere llevar a cabo es la vida de la modelo y la novela que esta trata de redactar es la historia de la chica. El guion vincula las tres historias, los tres personajes, entre sí y desencadena de una a otra una frustración de raíz sexual. En el primer caso, la diseñadora acomplejada por unos pechos inferiores a los de sus creaciones, situación que trata de resolver con una cirugía mamaria cuyo aumento de volumen desencadena frustración y repercusiones en las tres tramas; en el segundo caso, la reducción súbita del pene por decisión de la dibujante y la distorsión del proyecto; en el tercer caso, la deriva forzada hacia una falta de libertad sexual. De modo harto inteligente, cada pasaje tiene su estilo particular, de más naturalista a animación y de ésta a un aire de anuncio de perfumes hasta un clímax delirante que baña a todos los personajes en silicona.
Sitges, go west
Slow West (John Maclean, 2015) es otra brillante rareza, un western postmoderno rodado en Nueva Zelanda. La historia de un adolescente que sigue al Oeste a la joven de quien está enamorado y al que ayuda un cazarecompensas que, sin ser el joven consciente, pretende el precio puesto a la cabeza de ella. El joven es Kodi Smit-McPhee que lleva un carrerón apocalíptico (La carretera, Amanecer del planeta de los simios, The Young Ones, Paranorman… X Men: Apocalipsis), su impávido acompañante es Michael Fassbender y Ben Mendehlson el jefe de la banda que les pisa los pasos en busca de venganza de hambre y salteadores y dinero. Entre indios perseguidos, desertores, ladrones muertos de hambre y salteadores varios, entre un tiroteo y otro, su errante protagonista vaga, obsesionado por su amada y ajeno al terror que le envuelve, por una naturaleza bellamente retratada que contrasta con la violencia que en ella habita. La cinta y su protagonista traen resonancias del Johnny Depp de Dead Man (Jim Jarmusch, 1995) aunque aquí la intención es otra. Frente al fantástico, una obra en la que el amor fou es devorado por la realidad.
Bone Tomahawk (S. Craig Zahler, 2015), el enfrentamiento entre una partida (sheriff y cowboys) contra una tribu caníbal, prometía un festín gore. Sorprendente, y agradablemente, el resultado es una aproximación rigurosa, sobria y agradecible al western más clásico. Comentó su director que tras unos años evitando el sacrificio de su guion por manos hollywoodienses, optó por la dirección de la cinta para asegurar que el desarrollo de la trama fuera, como él pretendía, progresivo y nada estridente, a sabiendas de que podía resultar lento e inadecuado para muchos. Sinceramente, considero una decisión coherente y sabia. Bone Tomahawk fue valorado como demasiado lenta o como demasiado larga por muchos (entre los que no me cuento) pero precisamente se plantea no como un western trepidante sino como un viaje a las tinieblas que se inicia en la luz del día. En su construcción argumental incluye referencias obvias a la trilogía de la caballería de Ford, al gruñón Walter Brennan de Río Bravo y al Carradine de La diligencia. Pero en su desarrollo no está lejos de los westerns nómadas de Walsh (Camino de la horca), Wellman (Cielo amarillo) o, muy concretamente, de Hathaway (El jardín del diablo) y en la actualización, Snake Plisken/Kurt Russell mediante, del tono de John Carpenter. Tanto en los tiroteos y los combates hay mucho cine; pero no es una simple imitación sino una evolución genérica muy a tener en cuenta.
Fantasmas y grandezas
Entertainment (Rick Alverson, 2015)
Se podría hablar de drama o, tal vez, de comedia. Quizás no sea ni una ni otra cosa. Entertainment es una obra que intriga en sus secuencias más aireadas, molesta en aquellas que suceden en un talk show y decididamente incómoda en todas las demás. Su protagonista es un cómico que trata de sobrevivir en bares de desierto con un número basado en la composición de un personaje voluntariosamente desagradable (aspecto enfermizo, pelo grasiento, tono agresivo) y en una serie de chistes que van más allá del mal gusto. Su postura, vasos de cóctel en mano, podía recordar a nuestro Eugenio pero su apariencia y su estilo agresivo está más cercano al cuervo Rockefeller. H
ay quien puede plantear que Alverson estudia mediante este personaje (interpretado por un cómico de estilo afilado) los límites del humor. Pero, de hecho, es el retrato, amargo, de un patético has been, de un profesional que ya hace tiempo cayó en barrena y que sobrevive como puede. Los sucesivos contactos telefónicos con una hija (que tal vez no está al otro lado de la línea) o los show que interpreta, entre la indiferencia del público, en el mejor de los casos, o la hostilidad, son prueba de ello, hasta llegar a la secuencia final. Entre unas y otras Alverson retrata una serie de encuentros descontextualizadamente, manteniendo espacio vacío en el encuadre, utilizando de modo muy sabio los ruidos y trabajando una iluminación irreal, en el mejor estilo de David Lynch. Las secuencias en los lavabos, con el chapero que pide refugio y al que él, resoplando agitado, responde que mejor se queda solo, o la la alucinada secuencia del parto marcan un hito pesadillesco en el camino a ninguna parte de este personaje.
Cemetery of Splendor (Apichatpong Weerasethakul, 2015)
Ni la mejor del festival ni la más sugerente de su filmografía, el último largo del director tailandés no deja indiferente y se disfruta con placidez. Como en cintas anteriores, también como en la cinta de Kiyoshi Kurosawa, los vivos y los muertos conviviendo en el mismo plano. La historia, como es habitual, se desliza como la arena de una clepsidra, pudiendo prolongar indefinidamente su movimiento con un leve giro del mecanismo. El tono es relajado, casual, y la trama esconde muchas referencias a una situación social y política a la que sólo se puede aludir con una poesía en prosa llena de metáforas. El pretexto, una enfermedad que sume en el sueño a soldados que despiertan sólo a ratos para salir a cenar o ir al cine. La protagonista, una habitual del cine de Apichatpong, en animada charla y paseos junto a una agradable fantasma de tiempos pretéritos. El budismo, la filosofía oriental, en la Tailandia urbana y contemporánea.
High Rise (Ben Wheatley, 2015)
Regreso triunfal de Wheatley a Sitges. High Rise, basada en una obra de J.G. Ballard y denostada o alabada según a quien preguntases, no pasó desapercibida. Desasosegante, turbia, un punto enigmática, Wheatley construye una fábula terrible sobre la lucha de clases. El espacio, más abstracto que real, es un rascacielos de apartamentos de 30 plantas coronado por un penthouse en el que vive su arquitecto, con el nada casual nombre de Anthony Royal (un divino Jeremy Irons). Bajo él, la aristocracia, en pisos superiores al 15, los profesionales liberales y más abajo… Royal planteó, dice, un crisol humano. Pero la mezcla no cuaja y acaba salpicando, quemando, el edificio. La época son los 70 y Wheatley se mantiene fiel a la obra original, tanto en lo que hace a ropa y decorados, como a banda sonora y contexto político, Thatcher inclusive. Alegoría política, Wheatley no se molesta en seguir un modelo narrativo (cómo ya hiciera en obras previas) y se diferencia en ello de una obra equiparable reciente como fuera Rompenieves (Snowpiercer, Bong Joon-ho. 2013). Wheatley hurga en la basura, como hace un personaje del rascacielos, para levantar hedores y sospechas. Promueve enfrentamientos entre pares y entre clases y goza encendiendo mechas para, saltándose el curso narrativo, mostrarnos el estallido social. High Rise deviene el retrato de una Revolución en la que se cortan algunas cabezas, se echan abajo otros personajes (metafóricamente y literalmente), se destruye la convivencia y… no se elabora un nuevo mundo. Los apagones de luz, la basura acumulada, el saqueo y desabastecimiento del supermercado, los gritos en la oscuridad e incluso las violaciones son metáforas de una sociedad sucia, pervertida y con escasa posibilidad de cambio.
Journey to the Shore (Kiyoshi Kurosawa, 2015)
Él vuelve a casa tras una ausencia de tres años. Ella, emocionada, acepta su increíble explicación. El le cuenta lo que le ha costado llegar hasta allá y le propone visitar los lugares y las personas que ha conocido en este lapso de tiempo. Ambos parten a ello y el viaje desvelará sus temores, los rencores no resueltos y, finalmente, el amor mutuo. Podría ser perfectamente una versión japonesa (otra más) de Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1954). Sólo que él es un fantasma que visita a su viuda años después de suicidarse. Journey to the Shore, todo hay que decirlo, no es sin embargo (lo es escasamente) una obra clasificable directamente en el fantástico. Es ante todo una historia, una bella historia de amor. En el curso de su trayecto, Mizuke y Yusuke conocerán otro fantasma que no sabe serlo y a una madre que sufre una culpa tras la muerte de su hija. La presencia de la extraña pareja resolverá ambas situaciones, a la par que desarrollará su propio conflicto, siendo el fantástico el contrapunto elegido por Kurosawa para afrontar el drama. Ambos llegarán finalmente a un pueblo en el que él se asentó ayudando a unos y otros y dando formación a todos los habitantes (sin que conocieran su identidad real). Allá se enfrentarán a otro fantasma que se resiste a desaparecer y a sus propios fantasmas emocionales antes de alcanzar el punto álgido de su ruta.
Anomalisa (Charlie Kaufmann, Duke Johnson, 2015)
He comentado diversas ocasiones mi sospecha de que Kaufman sea un alias de Gondry o Jonze, directores para los que ha escrito diversos guiones. Es muy posible que mi paranoia no sea cierta y que Kaufman sea alguien con identidad muy marcada que quiere preservar. Es algo parecido a lo que le sucede al protagonista de Anomalisa, un individuo totalmente egocéntrico que no quiere confundirse ni ser confundido con el resto de la humanidad. El viaja, por negocios, anónimamente, de una a otra ciudad, Cuando plantea en uno de sus viajes encontrarse con una antigua relación, la cita no puede ser más desastrosa, su actitud egocéntrica y torpe, y resulta en un posterior encuentro fortuito con una desconocida de la que se siente automáticamente prendido no tanto por sus cualidades como por su característica diferencial del resto de la humanidad. Su objetivo es dejar su vida y vincularse con una persona que, como el, rompe el patrón. Sin embargo su egoísmo sigue presente. Kaufman recurre a una animación en stop motion para presentar este anodino protagonista, obsesionado por diferenciarse del resto de la humanidad pero, simultáneamente, mostrar rostros idénticos en todos los personajes. La trama se desarrolla con inteligencia, construyendo creibles personajes en sus contradicciones, en su búsqueda de felicidad, en su cerrazón y en su fuga hacia ninguna parte. Desconcertantemente, sin embargo, los directores no sacan todo el posible partido a la animación que cabría esperar, especialmente recordando los efectos especiales a los que se recurrió acertadamente en Olvídate de mí (Eternal Sunshine of the Spotless Mind; Michel Gondry, 2004) y los decorados, reales o digitalizados de Como ser John Malkovich (Being John Malkovich; Charlie Kaufman, 1999) o Synecdoche, New York (Charlie Kaufman, 2008). Un excelente drama que se resiste, pese a sus puntuales apuntes, a entrar en el fantástico.
Cosmos (Andrzej Zulawski, 2015)
No me obliguen a explicarla. Cosmos es para verla, para vivirla y valorar si la experiencia ha merecido la pena. PTA se atrevió con Pynchon y Zulawsky lo hace con Gombrowicz. Dos estudiantes se alojan en un pequeño hostal, en un país europeo indeterminado, y establec
en una peculiar relación con la familia
responsable de la residencia. Comedia inclasificable, repleta de referencias cultas a filosofía, cine y comic, mezcla personajes que visten como Tintin, otros que se inmovilizan cuando se agitan y amores de ida y vuelta. Un absurdo que desafía la razón pero que saca partido de las estrategias de puesta en escena. No le busquen sentido, disfrútenla.
Tortugas y ranas gigantes: Sion Sono y Takeshi Miike
No son mejores que los demás, aunque tal vez sean los más productivos, con diversas obras al año. Frecuentadores y premiados en Sitges en diversas ocasiones no pierden oportunidad de traer sus películas al festival. Sono, este año, con tres: la ya comentada Tag, The Virgin Pyschics y Love and Peace, las tres de 2015 pero ya anteriores a otras obras. Miike con la citada As the Gods Will y Yakuza Apocalypse, en situación parecida a la de su joven colega. En ambos casos la valoración es difícil. Y no sólo por su idiosincrasia oriental, como podría ser el caso de Hou Hsiao- Hsien o Apichatpong, sino por la idiosincrasia de sus obras. Autores desbordantes de películas desbordantes hacen difícil encontrar parámetros para valorar su cine. Las referencias y los raseros empleados para uno y otro no pueden ser los mismos que para el resto de los autores. Love and Peace se inicia con un personaje risiblemente patético, remedo de los patosos de Jerry Lewis, y culmina con el inocente ataque a Tokio por parte de una tortuga gigante cantarina a ritmo glam rock. Por su parte Yakuza apocalypse empieza con una violenta lucha entre gangster que son masacrados por un rival que además es vampiro; acaba con una lucha contra un gigantesco muñeco de felpa… Si el cine hollywoodiense (y buena parte del asíático, Hong Kong a la cabeza) tiene debilidad por los coches de sonoros derrapajes y las armas de gran calibre, si se reciclan mitos del cine de terror clásico en pastiches insólitos… ¿por qué no aceptar que Sion Sono y Takeshi Miike mezclen drama y comedia juvenil o cine de yakuzas y terror? Si no le hacemos ascos a unos por que poner reparos a otros… seamos desinhibidos y celebremos tortugas y ranas gigantes, que nunca están de más unas risas.
Discusiones teóricas
No voy a ser yo quien de la respuesta definitiva a temas teóricos y debates estéticos. Sin embargo no puedo resistirme a comentar la dudosa utilidad de herramientas narrativas utilizadas en un par de cintas que han sido ampliamente destacadas en esta edición del festival Victoria (Sebastian Schipper, 2015) viene avalada por una favorable recepción en el pasado festival de Berlín y por un plano secuencia que se prolonga los 140 minutos de la película (y ahora por sus nominaciones a los premios de Cine Europeos). El uso del plano secuencia, sin embargo, se me antoja gratuito. Útil, tal vez, en la primera mitad del metraje, acompañando al grupo de amigos y a la recién conocida Victoria, en una noche de juerga, en su salida de la discoteca, paseo nocturno e interludios íntimos en el tejado y el bar, favorece la sensación de realidad, de proximidad, de vistazo a lo cotidiano por parte de un espectador que ha sido invitado a participar de la fiesta, mediante una cámara fluida, con travelling y panorámicas varias. Sin embargo resulta no sólo innecesario sino molesto y distorsionador en su segunda parte, cuando la normalidad de quiebra y la trama estalla en un inesperado género negro. Es a partir de este punto cuándo la película, argumento y dirección incluidas, son presas del artefacto y no pueden liberarse de su esclavitud, viéndose obligadas a aceptar situaciones y giros de guion absolutamente inverosímiles. La conseguida sensación de realidad, de proximidad, se deshace, víctima de un planteamiento demasiado ambicioso e inadecuado.
En lo que respecta a Fires on the Plain (Nobi; Shin’ya Tsukamoto, 2014) mis reparos son tan éticos como estéticos. Cruda narrativa sobre la supervivencia de los soldados japoneses en las islas del Pacífico al final de la Segunda Guerra Mundial (ya tratado por Kon Ichikawa en 1959), la versión actual opta por una aproximación extremadamente dura que va más allá del naturalismo para acercarse al terror, en versión gore. Desmembramientos múltiples, hemorragias de sangre interminables, destripamientos, heridas infestadas de gusanos… todo lo que haga falta para desencadenar el más visceral rechazo hacia la brutalidad de la guerra y para replantear el militarismo y los límites de los códigos de la guerra. Me pregunto si era necesario tanta obviedad y si el fuera de campo no es más útil. Y también me sorprendo que sea defendida por los mismos compañeros que asentían a la condena de Rivette a Pontecorvo por su travelling en Kapo.
Llevamos un tiempo esperando que Winterbottom recupere su pulso. Sus obras sobre cómicos gourmet, aun manteniendo ciertos puntos de interés, están lejos de sus logros más reconocidos que realizó en torno al cambio de siglo. The Face of an Angel (2014) revisita un caso criminal, el asesinato de una estudiante americana en Siena, supuestamente a manos de otros compatriotas y el carnaval montado a nivel periodístico en torno al caso y a su juicio posterior. Sin embargo, la suya es la opción de un director que no sabe situar su proyecto, oscilando entre el cine de denuncia, el thriller fantástico o el documental. La indefinición del director protagonista (a la que se añade consumo de drogas y pesadillas) refleja en buena parte la indefinición del proyecto de Winterbottom. Diversos autores han abordado la página en blanco en proyectos metacinematogràficos (Allen, Coen, Ferrara…) y en algunas ocasiones el resultado ha sido tan pálido como el reflejado en la hoja de proyectos del protagonista. No todo el mundo tiene la capacidad de Fellini para sortear estos obstáculos y Winterbottom no es excepción. El resultado es tan confuso como difuso y habrá que tener paciencia a la espera de una nueva gran obra de este creador.
He dado unos pocos palos a directores. Tal vez debo castigarme a mí mismo y a algunos compañeros. Las tendencias en un festival como Sitges nos derivan a menudo hacia las mismas obras, dejando de lado otras con menor resonancia pero no con menores méritos. Cintas que llegan con referencias menos reconocibles o que quedan a la sombra de las favoritas. Obras exhibidas en las últimas 48 horas de festival y que, si bien pueden ser agradables sorpresas, se pierden, lágrimas en la lluvia, en el caos de las obras acumuladas durante la semana anterior. En mi caso, mea culpa, esto sucedió con un par de películas.
En primer lugar, el olvido del estetizante y tenso Macbeth (J. Kurzel, 2015). Si bien su nueva aportación se limita a un apunte sobre la muerte de un hijo de Macbeth como desencadenante de la maldad y la furia del noble escocés, la cinta de Kurzel mantiene la tensión en todo su metraje, contiene buenas interpretaciones (Cotillard se luce) y basa su propuesta estética en unas imágenes pesadillescas trabajadas mediante filtros con resultados coherentes con el tono lúgubre y sangriento de la historia. Lamentablemente quedó relegada a un segundo plano. Y el motivo no fue tanto por falta de calidad como por ser exhibida con posterioridad a otra obra de voluntad estetizante, imparable y conseguida, The Assassin (Hou Hsiao Hsien, 2015). La última obra del autor taiwanés sigue las correrías de una asesina dividida
entre el cumplimiento del deber y la decisión moral autónoma, durante el enfr
entamiento de una provincia libre, la debilitada China Imperial del siglo VIII y los respectivos conspiradores. su autor regresa al esteticismo que cultivara antaño en ambientación, mobiliario y decorados, depurando imagen y color. El rojo es casi omnipresente, e impregna la retina de modo indeleble. La trama es, sin embargo, confusa: pero, posiblemente no importe. La intención y el resultado es conseguir una obra de belleza absoluta y HHH triunfa en ello. Saliendo en posición favorable, avalada por Cannes y todos los fans del director taiwanés, objeto de panegíricos múltiples, The Assassin eclipsó a Macbeth. Sin embargo, a diferencia de la historia de Shakespeare, la obra oriental carece de estructura argumental y del verbo poético. No hay duda del nivel creativo de HHH pero situarlo desde la crítica, por su dimensión estética tan por encima de la versión de Shakespeare es un tanto discutible, máximo si se han olvidado (y menospreciado) propuestas previas semejantes y en su momento alabadas como fueran La linterna roja (Da hong denglong gaogao gua; Zhang Yimou,1991) o Este contraveneno del oeste (Dung che sai duk; Wong Kar Wai, 1994) . Como críticos, nos lo tenemos que hacer mirar.
Hay, por otro lado, un pecado inherente a la critica festivalera, la avaricia de ver el máximo de obras posibles pese al agotamiento físico. Ello da lugar a una pobre, inadecuada, valoración de obras vistas al final del festival. En mi caso la perjudicada (también yo lo estaba) fue la notable, inquietante, Evolution (Lucile Hadzihalilovic, 2014), cinta sobre una isla en la que las mujeres parecen ser las únicas habitantes junto a un grupo de niños a los que someten a misteriosas intervenciones. Obra de gran nivel visual, turbia pese a su claridad visual, permite múltiples lecturas que un espectador obnubilado no puede hacer correctamente. Pido perdón, Lucile.
Ultimas codas
Son muchas las obras proyectadas, muchas las pérdidas (alguna dolorosa) y bastantes las vistas, algo más de una cincuentena. El tiempo apremia y no voy a extenderme; pero, para dejar constancia, aquí cierro mi Sitges con unas muy breves referencias de otras cintas disfrutadas (o sufridas). De la recargada y vacía Baskin (Can Evrenol, 2015) del simpático juego en torno a zombis que viene cada año y que en esta ocasión encarnaba Cooties (Cary Murnion, Jonathan Milott, 2015); de la contundente, asfixiante, Coin Locker Girl (Han Jun-hee, 2015) a la insuficiente Cop Car (Jon Watts, 2015) a la que su director pierde la opción que le brinda su infantil pareja protagonista en una comedia negra a la Coen, de Free Fall (Szabadesés; György Palfy, 2015), revisión surrealista de las lacras sociales; del enésimo thriller coreano a la Scorsese revisitando el cruce de tramas políticas, inmobiliarias y mafiosas en la excesiva pero interesante Gangnam Blues (Gangnam 1970; Yoo Ha, 2015), cinta que merece un potencialmente jugoso remake ambientado en el estado español; del vibrante y eficaz survival Green Room (Jeremy Saulnier, 2015) que sigue más la fuerza de la segunda mitad de Blue Ruin que su original arquitectura inicial,; de un limitado aunque voluntarioso proyecto cinéfilo qye triunfa sobre la legislación y la industria, I am Your Father (Toni Bestard, Marcos Caboté, 2015), sobre David Prowse, encarnación en cuerpo y alma (no en voz) del malvado más famoso del cine y al que se impidió aparecer en pantalla encarnando a Vader en el momento de su muerte y desenmascaramiento; del biopic animado, bello pero superficial de Miss Hokkusai (Keichii Hara, 205); de la divertida especulación con Ron Perlman buscando a Kubrick en un swinging London para que dirija la legendaria secuencia del primer alunizaje (Moonwalkers; Antoine Berdou-Jacquet, 2015), en el ámbito de la animación, al bellísimo Mune, le gardien de la lune (Alexandre Heboyan, Benoît Philippon, 2015), una animación que obtiene gran partido de trabajar elementos minerales y feéricos; al entrañable pero previsible anime The Boy and the Beast (Mamoru Hosoda, 2015) o a la espectacular, inteligentemente, colorida (pero argumentalmente insuficiente) distopia de The Crimson Whale (Hwasangorae; Hyemi Park, 2014); del survival The Dead Lands (Toa Fraser, 2014), variante maorí de Apocalypto; del simpático pero irregular debut en dirección The Legend of Barney Thomson (Robert Carlyle, 2015), en el que se luce una desbordante, insólita, Emma Thompson; de la revisión del cine futurista de los ochenta, que se ahoga a medio metraje como es Turbo Kid (Anouk Whissell, François Simard, Yoann-Karl Whissell, 2015), de la curiosa pero morosa The Visit (Michael Madsen, 2014), aproximación documental a los preparativos ante una llegada extraterrestre… Tanto por ver, tanto retina chamuscada, tanto por comentar…
Top
Y, al final, quedan algunas imágenes en la retina, algunos momentos de impacto. Por si alguien quiere discutir un rato, hí van los que más perviven en mi cabeza: High Rise, Entertainment, Journey to the Shore, Bone Tomahawk y As the Gods Will.