53 Festival de Gijón – FICXixon 2015

Una crónica en cuatro tiempos

1 Yo ante la página en blanco, en un aula de informática de una universidad en la que nunca estudié. Esto es ahora mismo, cuando empiezo a escribir. Yo, hace cosa de tres semanas, maldiciendo al responsable de que en el Hotel Pathos, en Gijón, no me proporcionen pasta de dientes. Me consuela ligeramente saber que a un camarada que está en el Hotel Begoña tampoco le dan. Tendré que ir de compras.

Ocurre que mi visita a la 53 edición del Festival Internacional de Cine de Gijón (FICXixon 2105) fue no hace tanto, pero para mí, que estoy un poco en otra parte, es como si hubiera pasado mucho tiempo. Además, luego me fui a Madrid a ver a gente y a presentar una película que he coescrito. Y perdí el tren de regreso y volví en coche, vía Blablacar, con un joven policía nacional que también es bailarín de salsa y está destinado en Igualada, la ciudad donde nací, y de momento no se quiere ir de ahí porque siente mucho apego por una escuela de baile a la que asiste en Barcelona.

Supongo que Gijón es todo eso: lo que ocurre hasta que te pones a escribir. Lo que se entromete entre las películas y tú. La lista de reproducción de tu cabeza, que no reproduce, en mi caso no lo hace casi nunca, un esquema de artículo tradicional, con introducción, nudo y desenlace o una batería de reseñas individuales. Gijón también son las películas que pude haber visto y no vi: me habría gustado ver Diario de una adolescente (The Diary of a Teenage Girl, Marielle Heller, 2015), que yo creía que podría recuperar en los cines pero ya no está. Me habría gustado ver la última de Hong Sang-soo o la de Thom Andersen (para no tener que leer el libro de Deleuze en el que se inspira, que según Miguel Blanco es un coñazo) o Syndromes and a Century (2006) de Apitchapong. El caso es que le di a escoger a un viejo amigo entre esa última y Anomalisa (2015), la peli de animación que Charlie Kaufman ha codirigido junto a Duke Johnson. Escogió Anomalisa, porque creyó que era la más adecuada para ver en familia y venía con su hermano, y la odió. A su hermano le gustó más. A mí también me gustó. Pero hay que decir que mi amigo también había odiado, en el pasado, la del Tío Bonmee. Estaba perdido. Como lo estoy yo ahora, sabiendo tan sólo que vi nueve películas, picoteando arbitrariamente de distintas secciones, y que a esas películas no las une otra cosa que el haber coincidido conmigo en el tiempo y en el espacio. Me temo que no tengo respuestas concretas a la pregunta que hay que hacerse cuando se va a un festival, que es algo así como: qué ocurrió allí, por qué todas esas películas puestas unas detrás de otras, si es que hay una razón de fondo, y cuál es la imagen resultante, o el discurso o lo que sea. No lo sé.

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Anomalisa (Charlie Kaufman, Duke Johnson; 2015)

Quizá a Nasty Baby (Sebastián Silva, 2015) y Anomalisa las pueda emparentar una cierta sensación de extrañeza, el hecho de que, aun tratando cosas distintas, ambas sean películas que generen alguna que otra pregunta respecto al tono o la intención. La primera, la de Silva, no es tampoco que genere preguntas, sino que es abiertamente mutante: arranca como una suerte de dramedy focalizada en una barriada neoyorquina para ir adquiriendo los rasgos de un mal sueño. Arranca mostrando fotografías de un niño, típicas fotografías de niños, y con un tipo, un artista, que dice que quiere darle la vuelta o algo así a la experiencia de traer un niño al mundo, desvincularla de ese tipo de imágenes saludables, o reírse de ella, y termina con gente diciéndose cosas como “cierra los ojos”, “no mires”, cuando las imágenes ya han sido totalmente corrompidas. Que el mismo Sebastián Silva protagonice la película, y su hermano también aparezca, interpretando al hermano del protagonista, acrecienta la sensación de que esta es una película escrita en un par de fines de semana locos, con la intención de desconcertar un poco al personal, igual que nos desconciertan esos breves de las páginas de sucesos de los periódicos que parece que se los haya inventado un guionista. Pero quizá me equivoco y el cineasta chileno, que ya pulsó las teclas de la mezcla de géneros y la incomodidad en su anterior largo, Magic Magic (2013), planeó minuciosamente este singular lío embarazoso.

Con Anomalisa lo que ocurre es que, de buenas a primeras, uno puede preguntarse porque Charlie Kaufman ha optado por la animación como medio para contar la que es, de largo, la más clásica y reposada de las historias de inseguridades masculinas que nos ha venido contando desde que en 1999 firmara el guión de Cómo ser John Malkovich (Being John Malkovich, Spike Jonze). Tan sólo hay que ver la sobriedad y la parquedad compositiva, o los pocos planos que utilizan Johnson y Kaufman para mostrarnos una tierna escena de intimidad que, para quien esto firma, se cuenta entre las secuencias más memorables que me ha dejado el 2015 cinematográfico. Quizá porque yo también me puedo volver un poco loco y sentirme solo en las habitaciones de los hoteles. Quizá porque a mí también me pasa lo que le pasa al protagonista cuando duerme, que me muevo mucho y hablo solo. Quizá porque yo soy un poco así y no pude evitar sentirme cerca de ese tipo que parece salido de algún relato perdido de Raymond Carver. Por lo demás, la película fluye como contagiada de una extraña, somnolienta torpeza, en lo que respecta a las transiciones y a los movimientos de los personajes, que caminan como lentos y su rostro está atravesado por una línea que podría indicar, como se sugiere en un momento del filme, que debajo de ese rostro hay otro rostro, que no somos nadie porque casi siempre nos da miedo ser alguien o ser simplemente nosotros. Ahora que lo pienso, esa parsimonia de los personajes al caminar podría incluso vincularse, sin ir más lejos, con el ir encorvado de los transeúntes del piso siete y medio en Cómo ser John Malkovich. Por no saber, no sabemos ni caminar; lo decía Perec en un fragmento de La vida instrucciones de uso, que a poco que prestemos atención descubriremos lo imperfecto que es nuestro cuerpo y lo poco preparado que está para las vicisitudes de este mundo y también del otro. Hace tiempo que lo leí, no sé si decía eso exactamente, pero algo así recuerdo. Sea como fuere, puede que Kaufman sintiera la necesidad de probar cosas nuevas o de reciclarse o de sorprender otra vez al respetable, marcándose un cuento animado para adultos, siete años después de su ambicioso debut como director con Synecdoche, New York (2008), una estupenda película que no pareció gustar a casi nadie y que le condenó a un cierto ostracismo. Puede que la historia que cuenta Anomalisa ya nos la hayan contado un montón de veces, y es probable que no fuera la más vistosa ni la más rompedora de las películas de animación de un festival que, de hecho, en los últimos años se ha dedicado a mimar mucho este género. Pero a mí me interesó, me intrigó moderadamente y me dio, en fin, lo que necesitaba en ese preciso momento, después de haberme zampado en un bar de por ahí algo llamado sinfonía de salchichas, que de espectacular solo tenía el nombre.

2 Yo aquí otra vez, ahora en mi casa, unos cuantos días después, resuelto a terminar con esto o, como mínimo, escribir un poco más. Me preocupaban dos cosas: una era que el festival de Gijón cada vez quede más atrás en el continuo espaciotemporal, y la otra, que mi narración se prolongara indefinidamente o, como mínimo, que contuviera más palabras de las estrictamente necesarias. Pero el domingo los amigos de Transit publicaron una crónica de Alejandro Díaz de la última Biennale di Venezia, que tuvo lugar en agosto, hace cuatro meses, y todas mis inquietudes quedaron aplazadas hasta nueva orden. Ya sabéis: yo os cuento mi vida y, si os apetece, podéis leer un rato y, si no, no pasa nada.

Me gustaron Anomalisa y Nasty Baby, decía más arriba, porque me plantearon alguna que otra duda existencial. En cambio, no acerté con las dos películas que escogí este año de la sección Convergencias: ni Os Olhos de André (António Borges, 2015) ni Test (Ispytanie, Aleksandr Kott, 2014) terminaron de convencerme. A Os Olhos de André, en realidad, poco se le puede reprochar. Es una película pequeña y bonita que cuenta una historia de forma harto transparente, un episodio real de la vida de una familia interpretado por sus mismos integrantes. Trata, en resumidas cuentas, de un niño que vive en un hogar de acogida mientras una asistente social decide si puede volver con su padre y sus hermanos, uno de los cuales es el André cuyos ojos dan título a la película, un prometedor jugador de fútbol algo contrariado por tener lejos a su hermano. Mi problema, aunque le reconozco a la película una mirada rigurosa, respetuosa, es que la encontré muy fría y pautada, como si imitando la vida, imitando aquello que ocurrió, la vida real quedara fuera de la ecuación y todo lo que pudiéramos atisbar fueran esas estampas cotidianas, que tan sólo me emocionaron cuando el montaje me llevó a algún sitio inesperado. Como ese momento, casi al final, en que vemos un primer plano del menor de los hermanos cantándole una canción a su padre, durante la celebración de algo que parece una función escolar. En cuanto a Test, decidimos meternos a verla diez minutos antes de que empezara, tras una larga noche que nos había catapultado hacia el interior del Casino tras estar un rato viendo un concierto algo triste de un grupo yanqui llamado The Ripe, una de las bandas que formaban parte del menú musical del FICX, un plato más bien carente de sabor que tuvimos que compensar acabando la noche en el legendario y querido Cantares, cuyos proverbiales inquilinos improvisaron un breve concierto para nosotros y nos metieron bronca por no atrevernos a cantar. Entre el Casino y el Cantares, todo hay que decirlo, medió un espacio de tiempo en el que conocimos a parte del equipo de la película Black (Adil El Arbi, Billah Fallal, 2015) y a un tal Antoni Llorens, un hombre que quiso erigirse y se erigió en faro insobornable de la noche gijonesa, prometiéndonos lo que no está escrito si íbamos con él a un garito o a una fiesta, nadie lo sabía bien, llamada Normality o Anormality. Google Maps no tenía nada que decir al respecto y terminamos abandonándole en una esquina, esperando que supiera hallar el camino. Fuimos, eso sí, los últimos en abandonarle. A la noche siguiente le pregunté si había logrado encontrar la fiesta y me dijo, entre chulo y ofendido, que la montó él, que qué me había creído. Así, nos metimos a Test casi de rebote, tras esa larga noche cuyos efectos colaterales se notaron por la mañana: había olvidado el pin del teléfono móvil y tuve que llamar a Jazztel para pedirlo. La película de Aleksandr Kott, que prescinde por completo de diálogos, busca epatar y transmitir a través de sus imágenes y del duelo que sus personajes libran contra un paisaje plano e infinito, contra las ruindades de la historia y las vicisitudes del amor. De entrada, intenté engancharme al asunto, aferrarme a su poesía de los vastos espacios, a lo que yo desconocía de los personajes y a su historia de amor. Pero fracasé bastante, me perdí un poco, me aburrí y me pareció que todo era como muy básico y al salir tan sólo me planteé si debía poner o no en Twitter que Test ostentaba, de largo, el final más genuinamente explosivo de todo el festival.

Tampoco me dijo gran cosa, aunque me entretuvo moderadamente, The Salvation (Kristian Levring, 2014), coescrita por Levring junto a Anders Thomas Jensen, guionista y cineasta que tiene sus fans entre los habituales del festival de Sitges, donde ha presentado algunas de sus últimas películas como director, como Adam’s Apples (2005) o Men and chicken (2015). La rutilante paleta de colores con la que trabajan Levring y su director de fotografía, Jens Schlosser, es lo más destacable de un western muy clásico, que blande sus buenas dosis de crudeza en el trazo de situaciones y personajes pero no pasa de ser una competente fotocopia.

3 De nuevo con vosotros, y lo bueno es que esta vez solo han pasado unas horas. Cuando dejé esto, pensaba en lo que podría decir sobre el Tríptico elemental de España, de José Val del Omar, que fue, de largo, la experiencia cinematográfica más poderosa que me ofreció Gijón. Y llegué a la conclusión de que bien poco puedo decir al respecto, entre otras cosas porque imagino que las tres piezas que integran el deslumbrante tríptico del creador granadino ya son de sobra conocidas por aquí y si no lo son, en realidad, también las palabras sobran, puesto que es mucho mejor verlo que leer un texto torpe de alguien tratando de descifrar o describir los poemas visuales y sonoros de Val del Omar. Sí puedo decir que, frente a una vieja película del Oeste estrenada en 2014 como la que venía de ver, The Salvation, el tríptico resonó en mis sentidos como algo no ya nuevo sino más bien perteneciente a otra dimensión y a otra cronología. Claro que no son filmes comparables, pero, en lo que a exploración del lenguaje cinematográfico, el trecho entre una y otra era abrumador. Las piezas de Val del Omar se proyectaron emulando un efecto de desbordamiento que él mismo imaginó y teorizó cuando las rodó, pero nunca pudo mostrarlas en esas condiciones. Mi plan para esa tarde en realidad contemplaba Walser (Zbigniew Libera, 2015), llamativa (a priori) película polaca que llevaba por título, no sé si por casualidad o no, el apellido del autor de Jakob Von Gunten, una de las novelas más líricas y misteriosas que he leído este año. Pero cuando una amiga me propuso llevarme en coche a la Laboral para asistir a la proyección de las películas de Val del Omar, no tuve más remedio que aceptar su invitación.

El Tríptico elemental de España formaba parte del programa del FICXLAB, la sección de cine experimental del Festival, a la que corresponde el honor de haber acogido mi única deserción a media película, durante el pase, estreno mundial, de Gathering of Crystals, último filme del canadiense R. Bruce Elder. Me había deslumbrado, hace ya algunos meses, la primera entrega de sus monumentales Lamentations (1985), una ambiciosa aventura fílmica y filosófica vista en Barcelona, cuya continuación se proyectaba en Gijón… antes de que yo llegara. Me la perdí, pero también ponían esta Gathering of Crystals, una especie de presentación de Powerpoint con fotografías añejas de gente desnuda, más mujeres que hombres, sucediéndose cada vez a mayor velocidad, con una voz en off, e intercaladas con gente hablando y con unas transiciones psicodélicas que, personalmente, me volvían loco. Tanto que, para decidir cuando salir de la proyección, le dije a un compañero que esperaríamos a la siguiente transición. No sé si tal como lo digo suena irónico, estoy tratando de ceñirme a los hechos, y lo cierto es que, si hubiera subtítulos o yo no estuviera medio sordo o entendiera mejor el inglés, probablemente me habría quedado hasta el final, porque la película tenía su rollo hipnótico. Lo intenté durante hora y cuarto, pensé que, si aguzaba suficientemente el oído, terminaría discurriendo por ese río de cuerpos, pero no pude. Me estaban esperando para cenar y me fui a cenar.

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Psiconautas, los niños olvidados (Pedro Rivero y Alberto Vázquez, 2015)

4 Ha pasado un día y ya ha salido la nueva web de Miradas. Tengo que acabar con esto. Probablemente en un rato vuelvan a esperarme para cenar. No me atrevo a hablar de Psiconautas, los niños olvidados (Pedro Rivero y Alberto Vázquez, 2015), ya que la vi algo dormido y tan sólo puedo decir que me sumió en un mundo extraño, que podría ser uno de los muchos reversos tenebrosos de este. Me inquietó. Sus imágenes me atrajeron. No sé si entendí gran cosa, creo que me faltan partes de la película. Pero me gustó. Debería leer el cómic en que se basa. Cuando volví de Gijón había gente que me preguntaba y les decía que era una de las películas que me habían parecido más curiosas. Y ahora me da un poco de vergüenza no poder decir gran cosa sobre ella. Quizá pueda decir algo más sobre Brothers (Bracia, Wojciech Staron, 2015), hermoso documento que nos introduce, sigilosamente, en las vidas de dos ancianos hermanos polacos, Alfons y Mieczyslaw Kulakowski, que lograron establecerse en su tierra natal a principios de los noventa, tras prácticamente medio siglo de éxodo, un éxodo que empezó cuando, siendo todavía niños, fueron deportados a Siberia con sus familias, en la década de los cuarenta. Nosotros nos encontramos con ellos en un camino nevado, y le oímos decir a uno de los hermanos algo como que cada paso que da le cuesta horrores, sus cuerpos ya no están para según que travesías; la película de Staron, tan sencilla como sentida, deviene testigo de excepción del paso por el mundo de estos dos hermanos, y a medida que el metraje avanza la certeza sobrecogedora de la desaparición se apodera de nosotros, porque descubrimos que Mieczyslaw, el mayor, está empezando a perder la memoria y a asumir, no sin humor, un humor noble y resiliente, que está viviendo sus últimas estaciones en la Tierra. Alfons, su hermano, es pintor, y en la película le veremos inaugurar una exposición que muestra buena parte de su obra en el Palais des Nations de Bruselas. La relación entre ambos, impregnada de una lacónica socarronería que no disimula el cariño, da calidez a un filme cuya narración resulta, en ocasiones, convencional y reverente en exceso. Staron tampoco se detiene a contarnos el pasado de sus dos personajes (sé de su éxodo porque lo leí en el programa de mano del Festival), y tan sólo nos ofrece alguna que otra mención esporádica y un puñado de antiguas grabaciones familiares en 8mm, en las que tan sólo podemos especular sobre quién es quién y dónde están. Pero esa falta de información no me molestó, creo que no estorba en absoluto para contar la historia que quiere contar, que es simplemente la de dos personas que han vivido y que, de momento, siguen ahí.

Y aquí sigo también yo, ahora ya haciéndome a la idea de que tengo que poner el punto y final a este texto. Sospecho que, si lo hubiera dejado tal como acaba el párrafo anterior, no habría pasado nada. Hasta quedaría bonito. Al fin y al cabo, seguimos ahí. Pero ya me he metido de lleno en otro y no sé muy bien qué decir. Una vez más, ya me pasó el año pasado, tuve que abandonar Gijón sin haber podido ver el último largometraje de Hong Sang-soo, Right Now, Wrong Then (2015), que esta vez, además, ganó el premio a la mejor película del Festival, un premio que nadie (o casi nadie, algún disidente habría) discutió. Pero comimos chocolate con churros en el Dindurra, eso estuvo francamente bien, y una noche, tras haber intentado sin éxito cierta operación, me tomé rápidamente una cerveza en el club de alterne ubicado justo enfrente de mi hotel y luego subí, introduje la tarjeta en la ranura y me metí en la cama para intentar dormir.