El hombre que quiso ser Segundo

Del fantasma y lo tangible

De los años germinales del cinematógrafo, los inicios de la primera década del siglo XX, surgieron ya las dos líneas principales en las que se daría en dividir, más conceptualmente que otra cosa, las potencialidades de un cine que, todavía en pañales, en muy pocos años aprendería a dominarse a sí mismo: su capacidad para capturar fielmente la realidad (su carácter documental y de filmación de actualidades cercanas o remotas, o el propósito que los Lumière quisieron darle), o, por el contrario, su potencial para invocar las sombras, las irregularidades, los puntos muertos, el lado irracional e imprevisible de lo real y, por extensión, de nuestra percepción del mundo (cristalización de todo ello es esa anécdota que tiene tanto de Génesis de una manera de entender el cine, y que explica cómo Georges Meliès, el eterno mago y padre de esta vía, descubrió accidentalmente el arte de la sobreimpresión sobre celuloide y con él la capacidad de invocar los fantasmas a escena).

Cine de lo real versus cine de lo fantástico (de lo fantasmático), distinción hasta cierto punto artificial que la propia historia del medio ha demostrado caduca innumerables veces (como demuestra el documental que tenemos ahora entre manos) pero que sigue funcionando por su irresistible atracción romántica (dos potencias en conflicto, por una de las cuales uno puede, casi de manera política, tomar partido —aunque a nosotros nos interese más cuando se las hace converger—) y, sobre todo, por la tendencia humana a momificar, diseccionando con precisión entomológica, cualquier manifestación cultural.

El hombre que quiso ser Segundo (Ramón Alòs, 2015) parte de la excusa documental para acabar perdiéndose en lo espectral, o más bien: parte de lo que ya sabemos acerca del pionero del cine turolense Segundo de Chomón para lanzarse finalmente a explorar los recovecos de su arte de una forma que permite que el fantasma (o el doble, o la sobreimpresión, o, en fin, lo incognoscible) entre en la trama. Filme fascinado (a la manera en la que Martin Scorsese se fascinó en su Hugo por Meliès y su legado de autómatas) por el aspecto artesanal, mecánico, de los primeros pasos del cine, y sobre todo por recuperar el valiosísimo papel que Chomón tuvo en los primeros avances hacia lo mágico del cinematógrafo europeo (trabajó para la Pathé y para la Itala, básicamente como maestro trucador), el documental consigue traer a la vida, a nuestro incrédulo siglo XXI, un mundo del ayer en el que de la intersección entre técnica rudimentaria, analógica, tangible y el espíritu de un mago podía brotar la vida. De cómo lo espiritual puede alcanzarse solo, como diria Andrei Tarkovski, a través de lo matérico.

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El intento por recuperar el legado de Chomón es, pues, importante y loable (uno, que vive en Barcelona, lo conoce solo porque a la maravillosa gente de la Filmoteca de Catalunya no se les olvidó su importancia cuando tocó poner nombre a su sala principal), pero el choque de esta línea pedagógica con otra meramente ficcional, juguetona (la pretendida existencia de un hermano gemelo de Segundo, llamado, muy adecuadamente, Primo), y que parece permearse no tanto del trabajo del propio Chomón como de otros acercamientos al documental entendido más como pregunta que como respuesta (pensemos en la seminal Fraude / Fake, 1972 de Welles o en Cravan versus Cravan, 2006, de Isaki Lacuesta, referente ineludible) acaba por convertir el filme más en un gran artefacto de fragmentos e intenciones (cuya eficacia es, en todo caso, discutible, como comenta el propio Alòs que sucedió en su pase en el Cinema Jove de València) que en un documental al uso. Un artefacto, en fin, fascinado por esos poderes de lo falso que Gilles Deleuze decía que poseía el cine.

Así pues, queda su adscripción a esa lista de filmes (hemos hablado de Scorsese, Welles, Lacuesta, cada uno desde su momento y mirada) que, atrapados en un presente cada vez más intangible, preñado de flujos virtuales y empeñado en dejar atrás el sistema de los objetos previo a la revolución digital, propugnan la melancolía por ese último coletazo de lo artesano, antes del advenimiento de la sociedad de consumo, que es el choque de los siglos XIX y XX. Por la fisicidad imposible del truco de magia que sucede directamente ante tus ojos, y por la reivindicación de lo inmediatamente tangible como fuente de los más increíbles milagros.