Isabel Coixet asistió a la Seminci de Valladolid en compañía de Juliette Binoche para presentar Nadie quiere la noche. La película de clausura del festival es un duelo íntimo y extremo de caracteres y culturas, oculto bajo la fachada de una aventura épica, que la actriz francesa —imponente— carga sobre sus espaldas.
La presencia de la estrella francesa ha levantado una expectación inusitada en la rueda de prensa. La Binoche manteniendo su estatus de diva no se prodiga en simpatía, rechazando varias preguntas de otros periodistas sobre su carrera, e insistiendo en hablar únicamente del filme que viene a presentar (olvidando tal vez que el festival la agasaja también con un premio de honor a toda su trayectoria). Coixet, por el contrario, contrarresta la gelidez de su protagonista con su simpatía natural, y no tiene ningún problema en revelar que la película ha sufrido cambios relevantes desde su estreno en la Berlinale en el lejano febrero, como la voz en off, que según sus palabras «da más unidad al conjunto». Mientras espero a ser recibido por la directora, asisto a un espectáculo peculiar: todos los huéspedes del comedor, periodistas y personal variado es conminado a hablar en susurros, incluso en la calle, porque el ruido puede molestar a Juliette Binoche, que se encuentra un piso más arriba. Divertido con las exigencias de la estrella, subo finalmente a entrevistar a Coixet. Se la ve visiblemente cansada, quizá incluso emocionada al término de un viaje cinematográfico, que en términos de esfuerzo, puede ser equiparable al del personaje de su película por los desiertos del Polo Norte.
—La primera sensación que he tenido al ver tu película esta mañana es que una vez más vuelves a algunas constantes de tu cine
—La cabra tira al monte.
—Efectivamente, y me interesaría un poco saber porque te gusta tanto abordar determinados temas. En concreto dos —uno me ha recordado a La vida secreta de las palabras (The Secret Life of Words, 2005) y el otro a Mapa de los sonidos de Tokio (Map of the Sounds of Tokyo, 2009)—, el aislamiento de los individuos y la confrontación de culturas.
—Uno racionalmente podría explicarlo, pero al final creo que son cosas que tienes desde pequeño. No sé. Yo de pequeña no era alguien especialmente inteligente, ni lista ni nada… pero eso sí, tenía una capacidad de empatía con la gente triste, solitaria y melancólica que me ha durado hasta ahora. ¿Por qué esto? Pues mira… Es que no lo sé. Evidentemente hay una impronta de tu familia, de tu clase, de tu educación, pero hay también una que llevas. Yo me doy cuenta también, pero son conclusiones que elaboras a posteriori. Hay temas que están ahí: el sacrificio y la redención. Es verdad, en Mapa de los sonidos de Tokio, Rinko —Kikuchi— ofrece su vida para salvar al otro, y en esta también. Pero son cosas que no están buscadas. Por ejemplo, en este caso el guion es de Miguel Barros. Yo no lo he escrito, y no he cambiado nada ni del guion, ni del final. Siempre lo he respetado. Y me gustó mucho. Evidentemente cuando lo leí, sentí una afinidad total. ¿Por qué? Es que no lo sé… Ya sé que resulta extraño —se ríe— pero te juro que no lo sé. No lo sé… Porque yo también tengo mucho sentido del humor. A mí me encantan las comedias locas. Yo no soy una persona que va por la vida castigando así con el látigo. Pero hijo, no sé…
—Entonces, ¿no has intervenido para nada en el guion ni en la elección de la historia?
—No. Es un guion que ha escrito Miguel. Miguel es un aventurero total. Ya escribió el de Blackthorn (íd., Mateo Gil, 2011) que también es otra aventura. Y sé que él y Andrés Santana —el productor—, que son muy colegas y ya han trabajado juntos, pensaron en ofrecérmela a mí. Me lo enviaron, lo leí y al día siguiente dije adelante. Me gusta. Es de las pocas veces porque yo con los guiones ajenos hasta que me implico uf. Pienso que siempre es más cómodo trabajar con un guión mío. Es mil veces más cómodo. No tengo que darle explicaciones a nadie. Por otro lado, cuando trabajo con un guión ajeno, intento ser lo más respetuosa posible porque sé lo que es escribir algo y que te lo destrocen. Cuando lo leí fue una cosa instintiva. Fue decir sí. Luego lo que me plantee fue: «Bueno, y esto cómo lo vamos a hacer. Porque claro la película…». Antes cuando en la rueda de prensa me he emocionado, es también más que emoción por el cansancio profundo de que han sido casi cinco años. Que parecía que la íbamos a hacer, que no se hacía, esperando seis meses a que Juliette decidiera algo. Luego el personaje de Gabriel Byrne también. Yo quería que fuera él. Que sí, que no, que puede ser y finalmente si. Pues eso. Avatares financieros, mil te podría contar. A una semana de la película, después de haber ido cuatro veces a Noruega, el primer viaje a Noruega a localizar, pues nos perdimos con unos guías de estos con motos de nieve. Teníamos que ir a un glaciar, y nunca llegamos. No llegamos hasta que rodamos la película. Porque a mí me decían: “No, no, el sitio más parecido a esto es este glaciar”. Yo no lo vi hasta que llegamos allí a rodar, porque con la niebla, es que no se veía nada. Podías estar allí, o podías estar en Orcasitas.
—Cuando uno ve la película distingue claramente dos almas, y quería preguntarte cual te interesa más, aunque creo tenerlo claro, si la parte más aventurera, que podría ser o la parte más intimista de la confrontación de las dos mujeres
—A mi me gusta que la película hace el quiebro, que la película empiece como una aventura épica y termine siendo otra cosa. Pero me gusta esa mezcla de géneros que tiene la película y que, cuidado, tenía ya el guion. Me gusta especialmente. Y me gusta que haya un momento en que la película parece que va ir por un lado y no va por ahí. Me gusta la hostia suprema que se lleva ella pensando que va a compartir la gloria, que va a salir en la foto de la conquista del Polo Norte, y lo que se encuentra es otra cosa. Me gusta esa sorpresa. De una manera, también muy instintiva, me siento cómoda en eso. Seguramente me siento más cómoda en eso que en una película de aventuras al uso, que estoy convencida que hay gente por ahí que lo puede hacer muchísimo mejor que yo.
—Pero en ese sentido por ejemplo en esa combinación de tonos que tu aludías un poco ahora ¿ese enfoque tan reconocible en tu cine venía ya del guion?
—Absolutamente, estaba ya en el guion
—Me llama la atención la complejidad del personaje femenino. Creo que es una de las cosas positivas del film, la ruptura de la presunción, con todo respeto, de que vamos a ver a un personaje femenino típico, una heroína femenina pionera, etc.
—[Se ríe]. Pues va a ser que no. Es que a mí los personajes estos de una pieza, los héroes y las heroínas, no me interesan en absoluto. Porque además conozco bastantes héroes que cuando rascas no veo que haya una heroicidad real. Para mí en la película sí que hay una heroína pero no es Josephine Peary —el personaje encarnado por Juliette Binoche—. Es la otra. Que encima es una heroína de una inteligencia natural que le da mil vueltas a la otra. Y de una honestidad y de una verdad. Alaka —el personaje interpretado por Rinko Kikuchi— es de verdad. La otra habla primero de Dios. Luego ya no es Dios; es el marido. Luego ya no se sabe si es el marido, la vanidad, la soberbia, el creerte ungido para una misión o qué. Yo creo que la que no tiene nada claro en la cabeza es Josephine Peary. Y la otra sí. La otra sabe exactamente lo que está haciendo y el sacrificio que lleva a cabo, y sabe más de lo que dice.
—Antes en la rueda de prensa has dicho que el personaje de Juliette Binoche empezaba como un pavo real y luego terminaba convertida en un perro. Me ha hecho pensar, aunque no tiene mucha relación, quizá también por cierta ambientación de época, en la evolución de algunos personajes como Adèle H. en el filme de Truffaut: El diario íntimo de Adèle H. (L’histoire d’Adèle H., 1975); o determinados roles de Deborah Kerr, no exactamente en los melodramas clásicos de Hollywood, sino en otras películas más complejas. ¿Has tenido algunas referencias en esa o en otra línea?
—Adèle H. es una película que me fascina, pero ahí el personaje es mucho más puro. El problema de Josephine Peary; el problema de todas estas mujeres de exploradores, o de pintores o de artistas, es que están siempre navegando entre la admiración y el «tú has llegado allí porque yo te he ayudado». Ese vivir en la sombra siempre es chungo. Y es que ser mujer siempre es muy difícil. En cuanto a la inspiración, nosotros por tema de ambiente, yo recuerdo que en la filmoteca en Sofía, conseguí que nos pasaran Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, Robert J. Flaherty, 1922). Y yo siempre les decía: «Quiero que veáis Nanuk porque aunque parece un documental es una película. Es un falso documental. O sea está todo preparado. Robert Flaherty además se gastó una fortuna haciendo este documental y todo esto que os parece tan de verdad, no lo es. Pero esto es lo que nosotros tenemos que conseguir. Esta verdad». Y con todo el equipo además desde los eléctricos, los carpinteros, todo el mundo —se ríe—, nos pusimos a ver, una copia, además restaurada, muy bonita, de Nanuk. Porque era importante que todos, además de haber estado en el frío, siguiéramos después como en ese mundo de frío. Luego también Dersu Uzala (íd., Akira Kurosawa, 1975). Yo le dije a Rinko que para mí su personaje era Dersu Uzala, el cazador; y aunque la acción no transcurre en el mismo lugar, si que tiene que ver esa especie de pureza salvaje, pero en la que hay un poso de inteligencia, basada en el contacto con su pueblo y con el mundo en el que viven. Otra cosa que me obsesionaba también es que tuviéramos gente, por ejemplo Orto —Orto Ignatiussen que es el personaje que la acompaña en la expedición— es un inuit, y es un tío que es un cazador de verdad. Tuvimos también a Sarin, que estuvo siempre con Rinko enseñándole como se sientan los inuits, como cocinan, como mueven las cosas. Esta mujer es una descendiente real de Alaka.
—Quería preguntarte también por alguna cuestión de puesta en escena. A la hora de plantear la estructura de la película, he notado una cierta variación de estilo de filmar. Por ejemplo, en el comienzo, en la escena de la cena en la que se prepara la expedición, la cámara se mueve bastante, de modo a veces violento, mientras que en la parte paisajística todo es más estable y contemplativo, volviendo al final a la brusquedad inicial… No sé si es algo muy calculado o ha surgido de la intuición durante el rodaje…
—Para mí, como yo llevo la cámara en mis películas, hay algo que he aprendido a lo largo de los años.
—¿O sea que eres la propia operadora de tus películas? No lo sabía.
—Sí, de todas mis películas. La manera en la que filmo es algo que es muy difícil de definir. Es algo así como si mi ojo siguiera a mi hombro que lleva la cámara y esto sigue al actor. Surge así el encuadre que me parece que cuenta mejor lo que quiero contar. Y también hay lugares en los que yo quería romper estos límites. Una de las cosas que a mí me quitaba el sueño. Quitarme el sueño quiero decir pasarme toda la noche pensando cómo se filma a una persona en un iglú. Cómo se filma a dos personas en un iglú. Porque yo he estado en un iglú de verdad y yo te digo, en un iglú de verdad no se puede rodar. No hay ni espacio, ni dimensión, ni nada. Entonces uno de los asesores de la película, Francesc Bailón, que es el occidental que más sabe del mundo inuit del mundo, nos hizo un iglú. Porque el tipo además es un experto en construcción de iglús. Y entonces yo me metí allí, y pensé: «Pues bueno, la única manera de rodar en este iglú, es que yo me olvidé de que estamos en un iglú». Y entonces una de las cosas que me obsesionaba era y cuando estemos allí dentro del iglú es que el mundo ha desaparecido. Entonces todos los primeros, primerísimos planos de la película van a tener que ser allí porque ya no hay límites. Ya no hay ni siquiera límites entre ellas. Ya no sabemos dónde acaba el cuerpo de una y el de otra. Pero todo esto también es algo instintivo que te da la experiencia. A mí a veces la gente me pregunta cómo filmo y yo lo único que sé es que cuando veo algo ya sé que lente voy a utilizar y cómo lo voy a encuadrar y cómo lo sé, pues no lo sé. Me preocupa mucho saberlo.
Valladolid, 31 de octubre de 2015