El gran museo, de Johannes Holzhausen

Es difícil escapar a la larga sombra proyectada por una obra magna como era National Gallery (Frederick Wiseman, 2014). Una obra que podría tal vez empequeñecer, ocultar, esta discreta, precisa y bella película. Pero las comparaciones, además de odiosas, pueden ser muy útiles. Aparentemente simple, con un metraje muy inferior a la obra de Wiseman, sus logros son, no obstante, equiparables a aquella. Mientras Wiseman, tomando como base los espacios y los trabajadores de una suerte de Arcadia artística, reflexionaba sobre el arte, Holzhausen reflexiona sobre el continente en que se sitúa, el escaparate en el que el arte se nos presenta. Dejemos atrás pues a Wiseman y centrémonos en El gran museo (Das Grosse museum, Johannes Holzhausen, 2014), una obra que se orienta más a las dudas que a las explicaciones.

Pongámonos en situación. A título personal debo decir que soy relativamente asiduo a museos. Recuerdo una época en que yo trataba de asimilar toda la información contenida en cada cartel, en cada etiqueta, de todas y cada una de las obras contenidas en aquellos espacios. Miraba antiguos frisos como si fuera un historiador, los cuadros del Quatrocento como un experto, las carrozas de primeros del siglo XX como un ebanista… Afortunadamente al cabo de unos años comprendí que la Cultura, en mayúsculas, es inabarcable y que aquella voluntad enciclopédica evidenciaba una incapacidad no tanto física como intelectual, tratando de suplir el pensamiento por conocimiento. Contribuyó a ello la visita a un par de museos enciclopédicos, el British Museum y el Victoria and Albert Museum, dos espacios que pueden resultar para el turista tan fascinantes como dantescos y, en cierto modo, próximos al museo de Historia del Arte de Viena, protagonista auténtico de El gran museo.

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Porque el proyecto de El gran museo no es tanto una meditación sobre cómo leemos, como interpretamos el arte, en cuanto espectadores, académicos o profanos, sino cómo y porqué se nos muestra de modo determinado. El museo de Viena, como los citados museos de Londres, es una amalgama de colecciones diversas. Es una ostentosa exhibición de poder en un momento en que el Imperio Austro Húngaro marca su potencia frente a Francia, frente a Rusia y frente a los turcos. Es también una exhibición de conocimiento cultural en un momento en el que la arqueología, la botánica, la pintura o la orfebrería triunfan de la mano (o del bolsillo) de mecenas aristócratas o directamente del emperador. El museo, por ello, deviene también protagonista como continente de tesoros, construyéndose de modo grandilocuente, como si fuera otro palacio en la capital del Imperio, con escalinatas, molduras, frescos en paredes y techo, arañas de cristal y suelos de madera. Un concepto que implica, cerca de siglo y medio más tarde, pasillos interminables y salas abarrotadas de piezas, difíciles de mantener y agotadoras de visitar. La estrategia que pretendía lucir el poder del Estado deviene ahora, en momentos de difusión de la cultura mediante la televisión y las redes sociales (que no de asimilación, por supuesto), en época de crisis económica y en rechazo de las propuestas gubernamentales, un espacio que genera déficit público, pocos beneficios cuantificables y la sensación de ser una pesadilla para el turista más predispuesto. Gran parte de los antiguos visitantes han dado la espalda a este concepto de museo y hay la organización debe adaptarse a la realidad social.

Es este el eje de El gran museo. Cómo se plantearon esta situación en Viena y tratan de darle la vuelta. Holzhausen no se plantea que todos seamos unos apasionados del Arte a quienes nos interesa saber cómo se tratan las obras, sino que hurga en los entresijos del museo para mostrarnos cómo trata de cambiar su piel, sin perder su identidad. Es por ello que El gran museo me resulta tan interesante y tan entretenida como película. Es por ello que no limita su objetivo a los amantes del Arte. Holzhausen evita las entrevistas y se cuela, con una cámara tan atenta como inquieta, en todos los rincones del edificio. En los pasillos interminables que recorre, cuando es preciso, en un travelling sobre un patinete. En los subterráneos infinitos que contienen incontables piezas, sean cuadros archivados o amontonados unos sobre otros, sea estatuas o parte de las mismas envueltas en bolsas de plástico, en los talleres dónde jóvenes curadoras identifican si los grumos sobre una tela son exceso de barniz o restos de escarabajos, en las mesas de trabajo dónde los restauradores pugnan por resucitar una pieza de orfebrería llena de muelles y mecanismos, en lo alto de las escaleras dónde se contabiliza el número de polillas que caen en las trampas o en la sala de recepción dónde se instalan las lámparas de diseño para revitalizar el centro…

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Holzhausen asiste, sin comentarios, a alguna reunión de gerencia, para evidenciar cómo la crisis atenaza y roba presupuesto a éste o aquel departamento, de un modo semejante aunque mucho más breve, a cómo Wiseman hacía en su obra. Pero observa más la cotidianeidad, algo muy propio del estilo de documental creativo, sin duda. Contempla las disquisiciones sobre el nuevo logo, muy criticado por los trabajadores, los últimos días de trabajo (vacíos, relajados) del director del departamento de armas y armaduras o las dudas de dos responsables que deben elegir los cuadros a exhibir y las posibles combinaciones. El museo de Viena es presentado pues como un organismo vivo, aunque algo maltrecho, y que se mantiene no tanto por las piezas cómo por los profesionales que en él trabajan. El mérito no es tanto de los expertos en restauración como de los trabajadores que lo habitan día a día. Y, sin embargo, Holzhausen no evita una mirada crítica Resulta especialmente relevante la reunión de dirección con los trabajadores de “atención al usuario”, es decir, los vigilantes de sala, para pedirles la percepción de actitudes de los ciudadanos, opinión y consejos para mejorar la dinámica. Una de las profesionales agradece la propuesta pero explica es la primera vez que se dirigen a ellos y confía en que, a los diez años de trabajar en el centro, pueda finalmente reunirse con compañeros de otros departamentos para que unos y otros entiendan cómo y porque funcionan las cosas.

Si Holzhausen se luce en la capacidad intuitiva de observar los múltiples estratos del gran contenedor de arte que es el museo de Viena, de evidenciar la capacidad de sus restauradores y técnicos, el mérito de esta cinta radica tal vez en gran parte en su apuesta de dejar las piezas de arte como actores secundarios y centrarse en las personas. Y, sobre todo, como comentaba inicialmente, en no dar respuestas. De modo discreto pero harto elocuente podemos ver los fastos de la visita presidencial, contemplando las joyas de la corona y disfrutando de la posterior recepción, contrastando con la despedida fría, lacónica, al director jubilado. Holzausen apuesta fuerte y deja en el aire el destino del Museo de Historia del Arte de Viena. La renovación está en marcha pero depende tanto del balance económico y las obras exhibidas como de la actualización de la política de personal. Toda una lección de museística, toda una lección de cine.