Acaba de publicarse en Nature el nuevo éxito de la inteligencia artificial: una máquina que funciona con AlphaGo, un algoritmo desarrollado por Google Deepmind, ha ganado a uno de los maestros del legendario juego go, que se mantenía como el último baluarte de los humanos dada su complejidad (mucho mayor que la del ajedrez). Es el hito más reciente y quizá impactante que vislumbra un futuro en cierto modo prometeder si atendemos a las numeros aplicaciones que puede llegar a tener un «invento» con este potencial. La literatura y el cine hace mucho tiempo que imaginan cómo y filosofan sobre qué ocurrirá en un determinado momento (del futuro) con las máquinas que hacen algo parecido a pensar. Ex Machina, la primera película dirigida por el guionista y escritor Alex Garland, es una de ellas. Lo es de manera un tanto esquiva durante buena parte de su metraje. Primero porque el planteamiento es una reducción a escala, en el que hay un único escenario (una fortaleza-laboratorio) y apenas unos pocos personajes. Después porque aunque el conflicto esté mostrado desde el principio y este se desarrolla abiertamente, se toma su tiempo en dosificar toda la información, en revelar los entresijos y motivaciones de los dos protagonistas principales y de la humanoide Ava que esta siendo objeto de estudio. El resultado, recargado de símbolos más o menos oportunos (son siete días, el nombre de la máquina se pronuncia como Eva, el protagonista se llama Caleb…) y con soluciones de guión desconcertantes aunque irrelevantes (¿no había otra manera de armar el punto de giro final para que el creador que es un genio no parezca de repente idiota?), es brillante por muchas y diversas razones: la solidez narrativa y limpieza expositiva, la inteligencia emocional y la audacia creativa. Sin embargo estoy seguro que no sería la misma película sin el inquietante realismo que se proyecta en detalles tan aparentemente obvios como la empresa Bluebook (fácilmente asociable con Google) y los desafíos tecnológicos que se mencionan (como el uso masivo y quizá ilegal de las cámaras de los móviles para recrear las expresiones faciales), que cobra aún mayor fuerza con unas espléndidas interpretaciones donde la expresividad (o falta de ella) se aprecia especialmente en sus movimientos, cuando bailan (escena imborrable) o beben, o cuando tratan de escudriñarse los unos a los otros.