Mad God: Qué difícil es ser un dios

Una de las películas más celebradas este año ha sido Mad Max. Fury en la carretera (Mad Max. Fury Road, George Miller, 2015). Sin duda uno de sus motivos, más allá de la enérgica narración o de los efectos especiales, ha sido su singular capacidad de crear un universo propio. Heredera de la saga anterior, muy especialmente de la segunda obra, Mad Max 2, el guerrero de la carretera (Mad Max 2, George Miller, 1981), la nueva versión luce un look que se prolonga del cuartel salvaje con sus esclavos y su circo al vestuario, a todos los vehículos, a las armas empleadas e incluso a los músicos que acompañan carreras y persecuciones sobre pedestales metálicos. Una auténtica obra de imaginería que enlaza el medievo con el barroquismo, a los magos y hechiceros de épocas oscuras con las imaginaciones de Julio Verne, a Richard Corben con Moebius…

Mad God: Qué difícil es ser un dios

… cierto, se supone iba a hablar de otra película. Pero de hecho todo aquello que muchos han ensalzado de Mad Max, lo encontré yo, a nivel superior para mi gusto, en otra cinta muy semejante en objetivos y métodos. Qué difícil es ser un dios (Trudno byt bogom, 2013) podría ser la historia de unos astronautas caídos en un planeta dónde se vive en la Edad Media y de cómo sobreviven en ella. Pero, al igual que sucede en Mad Max, aquí no hay, prácticamente, historia. Si allí el Guerrero de la Carretera se enfrenta a unos enemigos sin que sepamos de dónde vienen unos y otros, aquí no vemos más que una incesante sucesión de peleas y humillaciones a cargo de Don Rumata, uno de los astronautas erigido en una suerte de divino rey al que todos rinden pleitesía y parecen deberle la vida. Si allí había un barroquismo en el diseño de producción, aquí la imagen, la composición del plano, los vestuarios son esencialmente barrocos en un concepto estético, con un auténtico horror vacui. Qué difícil es ser un dios rechaza toda explicación, toda justificación, como lo hacía la película de Miller. Pero no lo hace por volcarse en la narración, en el frenesí de la carrera y de la carretera. Lo hace porque en Arkanar, el mundo en el que han caído los viajeros del espacio, no hay justificación posible para la miseria, la enfermedad o el dolor. Como hace Max, Don Rumata no busca la justicia sino la supervivencia y, situado en un contexto de mínimos morales, ejerce su autoridad superior despreciando, castigando o asesinando a cualquiera que se le oponga.

Mad Max es puro artificio. Qué difícil es ser un dios, también. Sin embargo, lejos de la pirotecnia del cine más comercial, la obra de Aleksey German se elabora en torno a una imaginería visual desbordante (plasmada en edificios, personajes y espacios) y se acompaña de un montaje lleno de elipsis con la intención (y el logro) de situarnos en un mundo de pesadilla. German bebe de los clásicos del cine, de Eisenstein y Welles muy concretamente, y tras años de realización (!) nos ofrece un tour de force de casi tres horas. Su obra, en un desbordante e implacable blanco y negro, es, más que una película, una experiencia que nos lleva a contemplar, nos echa a la cara esputos, vómitos y sarpullidos, sangre, sudor y lágrimas, miseria, injusticias y dolor. En un planeta muy, muy lejano. O, tal vez, no tanto.