Mad Max siempre ha tratado sobre el ruido y la furia, tanto en el sentido literal, dado que el páramo posnuclear apenas sí queda lugar para forma alguna de humanidad, como en el metafórico, aquel con el cual se arrancaba Macbeth en su famoso monólogo. No es sólo que el mundo sea un caos insondable, ininteligible para cualquier ser racional, sino que también lo es por nuestra culpa, por lo que hacemos nosotros del mundo; la tragedia de la existencia no es el hecho de que la vida sea un cuento contado por un idiota, sino que ese idiota somos nosotros mismos. Podemos pensar toda la saga Mad Max desde el existencialismo, desde el desencanto nihilista de un Macbeth completamente desquiciado por los juegos adivinatorios de las morias, pero en el caso de Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015) haría falta ir más allá para comprender su intencionalidad. Hay ruido, hay furia, pero también hay algo de lo que si bien no carecían las otras películas de la saga, no tenía un acento tan marcado: la humanidad. Cómo lo único que marca la diferencia entre todo el sinsentido de un mundo que se ha ido a la mierda no son las palabras o las intenciones, ni siquiera el arrepentimiento o la supervivencia, sino descubrir un modo a través del cual se haga posible devolver al mundo hasta un estado anterior al de la locura shakespeariana: un estado anterior al del ruido y la furia. Al menos, si es que, como el jardín del edén, este ha existido en algún momento más allá de la imaginación de los hombres. Sólo necesitamos pensar brevemente en el contenido de la película. El binomio Max/Furiosa, donde ambos ejercen de contrapunto del otro —conformando, en el proceso, un ente inseparable: Furiosa es Max en la misma medida que Max es Furiosa; tienen contradicciones, ni siquiera su destino es el mismo, pero eso hace que puedan fijarse en el otro como un espejo donde mirarse—, acaba completándose con un elenco que confían, o que acaban confiando, en que un mundo mejor es posible: mujeres encadenadas a los privilegios de su belleza o su fertilidad, mujeres que reservan para cada hombre que se les oponga una bala y hombres ideológicamente castrados. Incluso hombres capaces de comprender su error, de ver cómo son esclavos en el mismo barco que las mujeres. Todos tienen tiempo y lugar para evolucionar en medio de una revolución que, como cualquier cambio, empieza del único modo posible: con la búsqueda de una situación mejor.
Todo en la película se articula desde esas pequeñas torturas hacia el sistema de pensamiento normativo, al concepto arraigado de que el hombre es un lobo para el hombre, convirtiendo cada pequeño gesto de bondad de sus personajes en el germen posible de un mundo mejor. Mundo mejor en que las películas pueden ser extremadamente clásicas en la forma, haciendo del «no expliques, muestra» su dogma de fe absoluto, sin que por ello tengan que serlo también en el contenido, como nos demuestra la pirotecnia social que ha desplegado Miller para la última entrega de su saga de culto. En muchos sentidos Mad Max: Furia en la carretera no es la película que esperábamos, pero sí la que necesitábamos. Una película frenética, sin circunloquios sobre el horror del capitalismo, de los hombres malos, de la radiación; una película donde el peso de la emancipación cae sobre las mujeres, las viejas y los moribundos; una película donde, por una vez, el héroe se redime no para encontrar la paz, sino algo bastante más real: aprender a convivir con el ruido y la furia que le espera en la carretera.