Si 2016 ha sido declarado por Bergoglio Año Santo extraordinario, Hou Hsiao-Hsien desató en 2015 con The Assassin el éxtasis colectivo y colectivizado vía redes sociales y crónicas festivaleras. Se suponía que la incursión del director taiwanés en el wuxia iba a conectar con el público a la manera de Ang Lee (Tigre y Dragón [Crouching Tiger, Hidden Dragon, 2000]) o Zhang Yimou (Hero [íd., 2002]). En su lugar, conectó con los cinéfilos que abandonaron hace tiempo a los mencionados directores. Lo hizo renunciando a dos principios. El primero, aunque parezca obvio dada la temática, el de realidad. Con su adscripción al género de espadachines logró lo que solo le permitieron amagar las rumiaduras cinéfilas de Café Lumière (Kôhî Jikô, 2004) y El vuelo del globo rojo (Le voyage du ballon rouge, 2007): su desconexión con el retrato de una identidad taiwanesa que, a la postre, llegó a ser el de su propio cine, interrumpiéndolo en la contemporaneidad socialmente comatosa de Millennium Mambo (íd., 2001) y Tiempos de amor, juventud y libertad (Three Times, 2005). La otra renuncia de Hou fue aún más arriesgada: la lealtad al género que abordaba —y, por tanto, a sus fans. Abandonado el escenario de lo real, The Assassin tampoco se acoge a los códigos del wuxia más que en la superficie. Las historias de justicia, lealtad y fuertes sentimientos que lleva a cuestas cada personaje del género, así como los combates que puntúan sus intersecciones, parecen subordinados al planteamiento estético general de la cinta, y no al revés. El uso del formato 4:3, la fotografía en blanco y negro, la perspectiva velada por objetos interpuestos entre el objetivo y los actores, los movimientos de cámara que riman con los de los cuerpos, en lugar de integrar estos en un relato a su vez fracturado por el montaje; todo ello nos hace conscientes de una mirada poética, externa a la narración y sus codificaciones.
Antes que lanzarse al desafío artúrico de desentrañar esta mirada, el grueso de la crítica se ha limitado a celebrar su mera existencia, como si espejara su propia sensibilidad o su ideal de virtud cinematográfica. Pero la única imagen reconocible en este happening de hipérboles ensimismadas, orientalismo y, en algunos casos, un desprecio elitista al propio género wuxia —del que Hou puede distanciarse, pero en modo alguno desdeñar—, es la del vacío. Un vacío retratado a cada selfie en espacios restringidos para acreditados o a cada invasión del timeline de las redes por pantallazos regocijados en su captura de lo trivial, y del que a su paso por festivales solo han podido escapar autores de la integridad de Apichatpong Weerasethakul o Shinya Tsukamoto. Un vacío similar se ha cernido como una sombra sobre la última etapa de la filmografía de Hou Hsiao-Hsien, sumida en un proceso de desprendimiento de lo real no muy diferente al de los jóvenes taiwaneses alienados que describe en dicha etapa, y al que, sin embargo, se ha respondido con loas y seminarios entregados a la eucaristía de lo formal, como quien admira la belleza acrobática de un salto desde la azotea. Lo que hace de The Assassin una obra maestra, así como un posible comienzo del hilo de Ariadna para los verdaderamente interesados en recorrer su laberinto poético —inabarcable en una reseña—, es un elemento que arraiga el poema, abortando el éxodo de Hou y sus seguidores del principio de realidad: la interpretación de Shu Qi.
En un año poblado de lecturas interesadas sobre roles de género a raíz de las últimas entregas de las sagas de Star Wars o Mad Max, apenas se ha hablado de un trabajo que aúna la expresividad corporal de las artes escénicas con los matices que requieren los planos cinematográficos más exigentes, para al cabo dar vida al personaje femenino (y no femenino) más completo del año. Shu Qi y los contrastes que expresa entre plenitud física y duda circunspecta, entre Shakespeare y Dostoievski, o entre la belleza resaltada por el empaque visual y el horror inminente que este omite, conectan la mirada poética de Hou con ese sustrato de humanidad que anhela… y que, irónicamente, es propio del wuxia. Para quien lo quiera seguir, la actriz sugiere un camino para la crítica y el cine de los años venideros: atreverse a contradecir las imágenes con el propio trabajo, en lugar de arroparlo con ellas. En suma, dejar de celebrar a los poetas para celebrar la vida a la que (supuestamente) cantan.