45 Festival Internacional de Cine de Rotterdam

Delicias holandesas

27 de enero

Lo primero que ocurrió cuando viajaba hacia el 45 Festival Internacional de Cine de Rotterdam fue que, en el libro que había empezado a leer, también estaban a veintisiete de algún mes. No indicaba si era enero, aun así esas cosas no son tan comunes. Me había pasado una vez leyendo a Bolaño, y entonces sí que coincidían el día y el mes. En esta ocasión se trataba de un libro de Charles Williams que compré dos años atrás en una librería de Edimburgo, se titulaba War in Heaven y empezaba como una suerte de intriga pintoresca alrededor de un cadáver y mucha cháchara y el Santo Grial. Yo asociaba a Williams, de quien no había leído nada todavía, con un tipo de novela negra cruda e inclemente, y con la película Calma total (Dead Calm, Philip Noyce, 1989), adaptación de un libro suyo que Orson Welles ya había tratado de adaptar en uno de sus proyectos inacabados. Como todo eso no acababa de corresponderse con el tono del libro que estaba leyendo, decidí preguntarle a Hernán Migoya, el mayor especialista que conozco en la obra de Williams, y él me sacó de dudas. Mi Charles Williams era otro, un inglés amigo de Tolkien, y no el autor de El arrecife del escorpión.

Vacas

Llevaba un día y una noche en Rotterdam. Había visto, en el aeropuerto, a un tipo llevando un cartel donde estaba escrito UDO KIER, había visto los cielos holandeses y sus molinos de viento, su viento embravecido y el skyline de la ciudad, que según como lo mires es un poco de ciencia-ficción o de novela de soledad y rascacielos. El paraguas que había comprado antes de partir en un bazar estaba roto, e History’s Future (Fiona Tan, 2016), la primera película que había visto, no me había gustado. Decidí que la segunda iba a ser Galaxy (Gingakei, 1967), filme que abría la retrospectiva dedicada al japonés Masao Adachi pero, de nuevo, la confusión de los sentidos me llevó a otra sala del mismo cine, en la que proyectaban tres piezas documentales sobre el conflicto sirio. La primera, 9 days – From my Window in Aleppo (Issa Touma, Thomas Vroege, Floor van der Meulen, 2015), era algo así como un telegrama urgente, tan humilde como necesario, sobre lo que es vivir hoy en Aleppo, la ciudad más grande de Siria, cuando bajo tu ventana tiene lugar una guerra de trincheras que parece la hora del patio pero se zanja, a cada rato, con ráfagas de ametralladoras y nuevos cadáveres. Mientras trataba de hacer acopio de fuerzas para resolver si seguía ahí o abandonaba la sala para incorporarme a Galaxy aunque estuviera empezada, empezó The Cow Farm (Ali Sheikh Khudr, 2015), que fue la primera película que me hizo pensar en otra película. Trata de la relajada vida de un chaval con ciertos problemas de misantropía, que vive a su aire bebiendo cerveza y cuidando de sus vacas, en una granja en algún lugar de Siria. Hay un momento en el que va a cagar. No recuerdo si va a cagar literalmente, si le vemos ir al baño o simplemente está hablando de cagar, pero el caso es que nos cuenta que siempre que va a cagar piensa en todas las vacas que quiere tener y en lo próspera que va a ser su granja y pensé que, salvando las distancias, ahí es donde empieza también Río rojo (Red River, Howard Hawks, 1948), con Thomas Dunson (John Wayne) fantaseando con llegar a ser un gran ranchero y poder mandar, como mínimo, sobre una parcela de tierra. The Cow Farm es una de esas películas que se encuentran a sí mismas por el camino: su mismo director cuenta que empezó a grabar una especie de corto documental de estar por casa sobre su primo granjero, Hassan, pero cuando en 2012 estalló la guerra civil le surgió la necesidad de volver allí y ver cómo alguien tan alejado del mundo real como Hassan estaba viviendo todo aquello. Y participamos divertidos de la vida cotidiana de Hassan, que se lo toma todo con filosofía hasta que (y aquí tengo mis dudas sobre la necesidad del spoiler, pero supongo que esto no es Lost), de rebote, su familia lo manda a la guerra. Y Hassan muere en combate y lo que hasta entonces era prácticamente una feel-good movie, una cosa como muy cálida, se tiñe de rojo o más bien de vacío, de ausencia, y vemos cómo, antes de que todo eso ocurra, hay una grabación de Hassan hablando a cámara y diciendo algo como “tú grábame, que ya verás que me van a mandar a la guerra y esto se va a convertir en la historia de un mártir”, y efectivamente, en eso se convierte The Cow Farm, en lo que queda de Hassan, que ya no está para contarlo.

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Río rojo (Red River, Howard Hawks, 1948)

De la obscenidad

El festival programa una retrospectiva del japonés Masao Adachi, de quien veo tres películas: la desquiciada e iconoclasta Sex game (Seiyugi, 1969); la algo más ligera pero también combativa Female Student Guerrilla (Jogakusei gerira, 1969) y Artist of Fasting (Danjiki geinin, 2016), su último largometraje hasta la fecha, radical adaptación del relato de Kafka El artista del hambre, extrapolado al Japón actual, con sus bajezas y miserias. Pero quizá la imagen más poderosa, en estas sesiones, fue la pantalla en negro, otra vez el vacío, mientras Adachi discutía sus películas con los espectadores desde su casa, ya que Japón le denegó el visado para viajar al considerarlo peligroso para la seguridad nacional. En el coloquio posterior a Artist of Fasting, alguien le dijo al director que no entendía qué tenía la película para que no le hubieran permitido viajar, a lo que Adachi, lacónico, respondió: “el problema no es la película, el problema soy yo”. Aliado con Koji Wakamatsu, Adachi retorció a finales de los 60 y principios de los 70 las costuras y la compleja moralidad del género pinku, a la vez que, en 1971, plantaron sus cámaras en Palestina para rodar Red Army/PFLP: Declaration of World War, una especie de noticiario de guerra que se hacía eco de la colaboración entre el Frente Popular por la Liberación de Palestina y el Ejército Rojo Japonés, al que Adachi se alistaría poco después, dejando el cine por la acción directa. Sobre él escribió Ferdinand Jacquemort un exhaustivo texto para Detour, pero el caso es que me acordé de la voz de Adachi al otro lado de la pantalla en negro hace algunos días, en el Festival Punto de Vista, en Pamplona, cuando nos hallamos ante una situación parecida, la del cineasta iraní Keywan Karimi, condenado a seis años de cárcel y a 223 latigazos por filmar la película Writing on the City (Neveshtan bar shahr, 2012). Al contrario que Adachi, Karimi fue invitado a abandonar Irán, pero prefirió quedarse ahí para mantener su voz y su dignidad; su película, al fin y al cabo, habla de la ciudad como espacio para expresarse, a través de sus paredes, y de cómo el gobierno trata de apoderarse de ese espacio.

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Female Student Guerrilla (Jogakusei gerira, Masao Adachi, 1969)

Mientras tanto, en Madrid, un patinazo fatal del Ayuntamiento que gobierna Manuela Carmena desencadena una crisis surrealista, oportunamente azuzada por los de siempre, que no se pierden una —eso lo saben bien, por ejemplo, Guillermo Zapata y Rita Maestre—, y terminamos descubriendo que, en España, hacer juegos de palabras puede llevarte a la cárcel. Me debato entre colgar o no en Facebook el cortometraje Corazón de pólvora de Pablo Vázquez, quien me comenta que una pequeña editorial va a publicar una novela policíaca de su amigo Claudio Buenafuente, misterioso teórico y activista que, hace ya unos cuantos años, habló de algo llamado “el error ortográfico de ETA”…

Zulawski

Nada más regresar a Barcelona, tuve que escribir un texto para la web de FIPRESCI en el que hablaba de cómo la muerte terminó erigiéndose en algo así como el hilo conductor más palpable de mi itinerario de visionados, a lo largo del cual me llegan, primero, la noticia del fallecimiento de Jacques Rivette y, algunos días más tarde, la de que a la madre de uno de mis mejores amigos de la infancia le han diagnosticado un cáncer de pulmón. Cuando la gente me pregunta qué tal por Holanda, una de las cosas que les voy diciendo a todos es que lo que me daba cierto respeto, tanto en Rotterdam como en Amsterdam, era que el tranvía circulara al mismo nivel de la calle, sin ningún tipo de separación o bordillo que delimite su trayectoria. El ser un poco desastroso e hipocondríaco me hace temer que, en uno de esos momentos de despiste, me arrolle un tranvía, como le ocurrió a Gaudí. Entonces a Muriel Casals, presidenta de Òmnium Cultural y desde hace apenas nada diputada en el Parlamento catalán, la atropella un ciclista y fallece días después. Mientras escribo estas líneas, muere también Andrzej Zulawski, meses después de estrenar Cosmos (2015), una de las películas más singulares y desbordantes que pudieron verse en el último Festival de Sitges.

Ante este panorama aciago, se me fueron apareciendo algunas películas que son puras afirmaciones de la vida frente a la desaparición: de Visita ou memórias e confissoes (Manoel de Oliveira, 1982) creo que es hasta oportuno decir que se me apareció, pues me enteré de que la proyectaban en Rotterdam unas horas antes, ya que iba camuflada tras un evocador cortometraje de Manuel Mozos, A gloria de fazer cinema em Portugal (2015), que era lo que anunciaban en la página web del festival. No hace falta haber visto el grueso de la filmografía del cineasta portugués para estremecerse con esta delicada película de fantasmas, de la que emerge Oliveira para mirarnos y decirnos que todo muere alguna vez y no hay nada que importe tanto si es que se ha amado. Hay algo sumamente divertido, feliz, en esta pieza con la que Oliveira quiso llevarse consigo el recuerdo de la casa en la que crecieron sus hijos y dejarnos, al mismo tiempo, un bellísimo regalo póstumo. Y la película con la que clausuré el festival fue precisamente una despedida, la elegíaca Heart of a Dog (2015), en la que la hipnótica voz de Laurie Anderson traza un recorrido por los pensamientos y las imágenes que la fueron asaltando en una época en la que tuvo que decirle adiós a su perra, Lolabelle, que es el núcleo del filme, pero también a su madre y a su compañero Lou Reed, que cierra majestuosamente la película cantando Turning Time Around, un tema de su álbum Ecstasy (2000).

La canción

Pero hubo otro tema musical que me hizo sentir una de esas súbitas pinzadas de reconocimiento: en una de las erráticas incursiones discotequeras de Kostis (Makis Papadimitriou), el protagonista del filme griego Suntan (Argyris Papadimitropoulos, 2016), empezó a sonar un fragmento de la canción Brother Louie, que aparece en los créditos de obertura de la serie Louie (Louis C.K., 2010-), si bien una versión distinta. Y me dije que el guiño no podía ser casual, ya que los protagonistas de ambas ficciones tienen más o menos la misma edad e incluso una distribución algo parecida del pelo en la cabeza y en el rostro. Y ambos tienen problemas con su masculinidad declinante, aunque no recuerdo haber visto nunca a Louie tan enajenado detrás de una chica como a Kostis. El protagonista de Suntan es un médico al que contratan para prestar servicio en un pequeño pueblo isleño. Una irónica elipsis de varios meses separa el arranque de la película, cuando el buen doctor llega a la isla y conoce a algunos de sus conciudadanos, de la llegada del verano, y con él, de un descenso suave pero imparable hacia los infiernos del deseo. El director no suelta ni por un momento a Kostis, sumergiéndonos con él en su libidinoso viaje al fin de la noche, presa de una ansiedad cuyos efluvios regresaron a mí semanas después, al conocer en la Filmoteca de Barcelona a Theresa (Diane Keaton), la desnortada protagonista de Buscando al señor Goodbar (Looking for Mr. Goodbar, Richard Brooks, 1977).

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Louie (Louis C.K., 2010-)

Investigando sobre Brother Louie, descubro que la canción fue originalmente compuesta por la banda británica de soul Hot Chocolate, cuya You Sexy Thing sonó mucho por ahí a finales de los 90, a raíz del éxito de The Full Monty (Peter Cattaneo, 1997), que la incluía en su banda sonora. En 1974, el mismo año que Hot Chocolate lanzó Brother Louie, los estadounidenses Stories la exportaron a los Estados Unidos, llegando a lo más alto de las listas de éxitos. La versión que utiliza Louis C. K. en su serie, sin embargo, no es ni una ni la otra: el cómico hizo que Ian Lloyd de Stories volviera a grabarla, introduciendo una pequeña pero trascendente variación, cambiando el último «Louie Louie Louie you’re gonna cry» del estribillo por un mucho más devastador «Louie Louie Louie you’re gonna die». Pues sí. Todos vamos a morir.

Caminar

Y ante la certeza de la muerte, hay quien se resiste a claudicar. Apenas empezada Oleg y las raras artes, Andrés Duque nos deja a solas con las manos de Oleg Karavaychuk aporreando fervorosamente el piano, como en trance, y aunque la toma es larga, y la sigue otra toma, esta vez ya un plano general del artista sentado al piano, en el momento en el que Oleg levantó las manos del teclado dando por terminada la interpretación, la sala en la que estaba viendo la película prorrumpió en un aplauso espontáneo, al que no pude hacer otra cosa que sumarme. En cierto modo, y teniendo presente Color perro que huye (2011), el anterior largo de Duque, que era como un extraño sueño de texturas hermosas, me sorprendió que aquí la apuesta narrativa sean tan simple como dejar que Oleg camine por ahí y nos cuente cosas, saltando de una historia a otra, entreverando pensamientos y recuerdos. Sin embargo, sobre todo en las escenas que suceden en el exterior, también se advierte una estilización del color que parece querernos mostrar las cosas desde un prisma brillante, desde los ojos (o desde los dedos) vivos y fulgurantes de Karavaychuk, que en 2017 cumplirá noventa años. La película de Andrés Duque me puso de buen humor y, aunque parecía que llovía o amenazaba con llover, cogí y me puse a caminar rumbo al casco viejo de Rotterdam, que llevaba días queriendo visitar. Y encontré un bar donde escribí unos cuantos haikus arrojadizos, más bien los diseñé, para hacer estragos en la noche o como mínimo buscarle las cosquillas, pero su destino final fue el bolsillo trasero de un pantalón, que fue a la lavadora y me los devolvió hechos una bola, que tiré a la basura.

Y ante la certeza de la muerte, hay quienes se aprestan a caminar y también a pensar el camino. La serena puesta en escena de Drakkar (Maud Alpi, 2015), que al ser un mediometraje (dura cincuenta y dos minutos) pasó bastante desapercibido por el festival, me reservaba algunos de los planos más poderosos, en su simbolismo y su sencillez, vistos esos días. En un momento de esta película sobre una pareja que afronta las alegrías y los sinsabores de vivir al margen del camino y aspirar a estar más allá todavía, presenciamos un abrazo a tres que tiene algo que te conmueve y te hace abrir los ojos, porque la posibilidad de una intimidad, de un entendimiento de máximos entre más de dos personas es algo que todavía no estamos acostumbrados a ver plasmado, al menos no de una forma tan pura, tan lejos del glamour sesentayochesco de Soñadores (The Dreamers, Bernardo Bertolucci, 2003). Drakkar no es un documental, pero, si Andrés Duque se encontró con Oleg Karavaychuk y sintió que debía filmarlo, Maud Alpi conoció a Charly Kermorgant, la protagonista de su película, durante el casting para su primer largometraje, y de la colisión entre esa chica y su compañero, por un lado, y de Alpi y Baptiste Boulba, pareja vital y también artística (Boulba es su coguionista) surgieron unas conversaciones y una amistad que terminó engendrando esta pequeña, y hermosa, película.

Vacas locas

En un par de ocasiones, hablando con gente de allí sobre lo que me parecía el Festival, me preguntaban si no llegaba a ser algo caótico: son, al fin y al cabo, una veintena de pantallas proyectando cosas desde las nueve de la mañana hasta las doce o la una de la noche. Y no podía evitar retrotraerme a los tradicionales debates sobre el caos reinante en el Festival de Sitges, que sólo tiene cinco pantallas —cuento con Tramuntana y el Brigadoon, y a veces ponen cosas al aire libre— pero cada año dispone una andanada de cine fantástico o más bien de cines fantásticos, porque hay un montón de periferias, para que los espectadores cojan de la carta todo lo que buenamente se pueda y se apresten a encontrarle un sentido, que en último término, por supuesto, empieza y acaba en ellos mismos y su experiencia. Y yo nunca me he encontrado a disgusto en el caos, por lo que también me estimuló el heterodoxo line-up de Rotterdam, en el que puedes toparte tanto con mediometrajes como Drakkar como con salvajadas del orden de Simulacrum Tremendum (Khavan, 2016), una especie de vídeodiario de trece horas, que su director empezó a grabar veintidós años atrás y ahora exhibe en festivales, acompañando las imágenes al piano, en vivo y en directo, durante toda la proyección, esto es, prácticamente la mitad de un día. Asimismo, son de agradecer las retrospectivas dedicadas a cineastas turbulentos —y poco vistos— como Masao Adachi o el italiano Claudio Caligari, fallecido en mayo de 2015, pocos días después de terminar la edición de Non essere cattivo, su tercer y último largometraje de ficción. Fue también gratificante encontrarme, entre las películas que debía valorar como parte del jurado FIPRESCI, con artefactos como la dionisíaca Tenemos la carne (Emiliano Rocha Minter, 2015), una midnight movie de lo más cerda, visualmente muy cuidada, cuya razón de ser puede leerse muy explícitamente en los agradecimientos finales, donde figuran Bataille y Lautréamont, Gaspar Noé y Zulawski, y también Roberto Bolaño y Mario Levrero, entre otros; o The Plague of the Karatas Village (Adilkhan Yerzhanov, 2016), una película algo mecánica y mortecina, de la que me interesó, antes que sus evidentes resonancias políticas, su enrarecida atmósfera de exótica película de zombies. Entre las películas que competían estaba también Esa sensación (2015), el divertimento que Juan Cavestany, Pablo Hernando y Julián Génisson urdieron el pasado verano, para hacer frente al tedio y el calor, como ellos mismos contaban en la presentación del filme. Personalmente, se me hizo algo reminiscente de Gente en sitios (2014), el anterior trabajo de Cavestany, cuya historia coral en Esa sensación camufla por momentos las otras dos. Si Gente en sitios transmitía cierta urgencia por la deriva socioeconómica del país, Esa sensación tiene un componente más lúdico, aunque sus historias, en las que puede reconocerse la huella de sus respectivos autores, no puedan evitar dejarnos la semilla de la incomodidad, eso de preguntarnos qué ocurrirá cuando las cosas se vuelvan locas de verdad. Algo parecido ocurría en la demencial Aaaaaaaah! (2015), en la que el actor inglés Steve Oram prefigura un mundo en el que los humanos parecen haber retornado a un estadio anterior (o superior, quién sabe) de la evolución, comunicándose con gruñidos y comportándose como animales borrachos. Aunque no pude demasiado con la película, agradecí la mera posibilidad de poder meterme en un cine a las doce de la noche y ver una película cuyo aberrante desarrollo, unido a su mugrienta textura visual, parecía indicar que quizá era una grabación en VHS de alguna ignota emisora local británica. Y no puedo cerrar el capítulo de excentricidades sin mencionar Animal Político (Tiäo, 2016), filme brasileño que también podría titularse la vaca en busca de sentido. Sus primeros minutos, en los que vemos al susodicho animal en tópicas viñetas de cotidianidad urbana, evidencian la estrategia de su director de producir extrañamiento poniendo una vaca en el lugar donde debería estar un ser humano. Temí perder el interés en breve, pero lo cierto es que cuando la vaca decide abandonar la ciudad y partir hacia lugares inciertos, también la película se torna libre e incierta, un trip absurdo que incluso se permite llevarnos indolentemente lejos de la vaca protagonista durante un rato para meternos en una delirante digresión protagonizada por una jovenzuela de acaudalado e impuro linaje. Algo me proporcionó la película, quizá sus colores claros o su tono distendido y encantado de la vida, que hizo que me cayera simpática.

45 Festival Internacional de Cine de Rotterdam

Esa sensación (Juan Cavestany, Julián Génisson, Pablo Hernando)

Ficción

Releyendo ahora los nombres de las películas, me doy cuenta que el balance entre ficción y no ficción está más equilibrado de lo que creía. Pero durante mis días en el festival holandés tuve a menudo la sensación de que la ficción estaba teniendo muy poco peso en mi itinerario. Y, a efectos prácticos, así fue, porque el grueso de los filmes que me dejaron huella se inscriben en la categoría del documental o, como mínimo, trabajan con personajes reales. A las ya mencionadas debería añadir Bodkin ras (Kaweh Modiri, 2016), que se llevó el premio del Jurado FIPRESCI (del que yo formé parte), y Pacífico (Fernanda Romandía, 2016), que hasta el último momento estuvo presente en nuestras batallas dialécticas. En ambas se produce una especie de colisión entre la realidad y la ficción: mientras en Bodkin ras es un personaje de ficción, un extranjero que llega a un pequeño pueblo escocés para dejar atrás su pasado, el que hace posible que conozcamos un poco a algunos de los habitantes del lugar, Pacífico empezó siendo un documental estricto, sobre la construcción de un edificio en la playa de Puerto Escondido, en México, pero una vez allí el camino que Fernanda Romandía tenía en mente previamente mutó para terminar urdiendo una algo enigmática historia de amistad entre una niña que vive en la zona y uno de los obreros que están levantando el edificio, ambos interpretándose a ellos mismos, o como mínimo a una versión de sí mismos. A la película de Modiri la lastra un poco, hacia el final, su necesidad de justificar y darle salida al arco narrativo de Bodkin, su protagonista, en el marco de ese escenario real; la de Romandía, sin ser tampoco una obra redonda, se me antojó en todo momento envuelta de un cierto misterio, un querer saber más sobre ese edificio que están construyendo en medio de ninguna parte y esos personajes que tratan de enraizarse, de encontrar calidez, en un escenario que, por el momento, está más bien yermo.

Y cerraré este repaso a lo que fue la 45ª edición del Festival Internacional de Cine de Rotterdam con otro documental, otra película en constante movimiento, de la que me perdí los primeros minutos al caer en uno de esos arrebatos momentáneos de somnolencia pero con la que no tardé mucho en volver a conectar. Se trata de El viento sabe que vuelvo a casa (2016), en la que el chileno José Luis Torres Leiva convierte a su amigo y maestro Ignacio Agüero, también documentalista, en una suerte de detective tranquilo. Con la cámara de Torres Leiva por testigo, Agüero se desplaza a una isla en la región de Chiloé para investigar el misterio de una pareja de enamorados que desapareció sin dejar rastro en la década de los ochenta del pasado siglo, una historia a partir de la cual el mismo Agüero quiso hacer un documental tiempo atrás, y que será tan sólo el punto de partida de un viaje en el que la mirada limpia y la afable curiosidad del documentalista nos irán revelando la idiosincrasia y las historias de la gente con la que se va encontrando en su pesquisa. La de Torres Leiva es, además, una película para nada solemne o envarada; la natural disposición de Agüero a escuchar, a dejar hablar a sus interlocutores, hace que la palabra fluya, evocando anhelos y recuerdos, dibujando desde la oralidad la geografía, las contradicciones y algunas de las pequeñas historias de la región. Tierna y luminosa, El viento sabe que vuelvo a casa tiene también la siempre bienvenida cualidad de recordarnos que la vida es, al fin y al cabo, un relato de relatos y que no hay nada más hermoso y estimulante que el descubrimiento del otro, de otras personas y de otros lugares, vastos continentes de historias todavía por descubrir.

Y en eso estamos, incluso cuando creemos habernos perdido: descubriendo (¿o encontrando?) el mundo, como los personajes de las películas de Rivette. En mi última noche holandesa, leí en una pared del albergue en el que me alojaba en Amsterdam una frase, escrita en letras de colores, que rezaba que la mejor manera de descubrir la ciudad es perdiéndose en ella…