El destino de Júpiter, de los Wachowski

Hermosa burocracia

Emperadores con poder intergaláctico frente a humildes trabajadores terrestres que invariablemente deben levantarse a las seis de la mañana para ganarse la vida. Intrépidos hombres mutados genéticamente, entrenados para defender a los más potentados, frente a la valentía, más terrenal, del inmigrante que debe preocuparse por garantizar un salario a final de mes. Malvados avaros que explotan a los inocentes más débiles hasta, literalmente, su extenuación, en una sociedad tan desarrollada como, parece que inevitablemente, estratificada… La eterna lucha del bien contra el mal, aderezada con un espectáculo visual que se enorgullece, como no puede ser menos, del imaginario creado para denunciar, de nuevo en la filmografía de los Wachowski, a una sociedad corrupta que antepone los intereses de unos pocos frente al bienestar social global. Incluso frente a la supervivencia de la especie.

Y esos pocos siguen utilizando las mismas técnicas de distracción desde hace siglos. Técnicas que pueden englobarse bajo un apelativo por todos conocido, y por (casi) todos sufrido: Burocracia.

El destino de Júpiter

El destino de Júpiter (Jupiter Ascending, 2015) se esconde tras el fastuoso y retorcido desarrollo del cuento de la Cenicienta para atraparnos en un universo que desborda imaginación y coherencia, tan complejo como cuidado y verosímil ante los ojos de un espectador que se ve arrastrado por la magnificencia de las poderosas imágenes, pero al que no se le escapan las intenciones de los hermanos directores, y menos cuando las despliegan con un particular guiño: una breve escena con Terry Gilliam interpretando al Ministro de Diseño de Sellos. De esta forma, los Wachowski homenajean los treinta años que ya separan su reciente filme del de culto del miembro de los Monty Python, Brazil (íd., 1985), y constatan que seguimos permitiendo ser gobernados de la misma forma. Nos avisan de que seguimos sin despertar, como ya anunciaba Gilliam, y como ya lo hacían ellos mismos con la que desde hace años no es su mejor obra, Matrix (The Matrix, 1999), y continúan con la idea, centrándose siempre en la propuesta de la reencarnación del alma, de la necesaria existencia de mártires como Neo, o personas de alguna forma marcadas (como se explora en El atlas de las nubes / Cloud Atlas, 2012).

Pero, a diferencia de un Gilliam que hace ya treinta años perdía toda ilusión, y al que el tiempo le ha dado la razón (constatándolo en su menos iluminada Teorema Zero / The Zero Theorem, 2013), los Wachowski se escudan en un positivo, e incluso infantil, optimismo. No importa. Quizá es ya la única forma de volver a plantear el recurrente aviso para que le hagamos caso y, en cualquier caso, disfrutar de la visión de un futuro en el que el hombre, aunque sea representado por unos pocos indeseables, ha conseguido conquistar las estrellas.