Acudir a una nueva edición del Festival Internacional de Cine de Las Palmas casi se ha convertido en un acto de resistencia, ya que su continuidad ha estado en entredicho en estos tiempos de turbulencias económicas y recortes. La preceptiva dieta de adelgazamiento presupuestario que viene sufriendo desde hace más de un lustro ha dejado una programación más ligera pero igual de coherente.
La Sección Oficial venía comandada por las últimas obras de autores del calibre de Otar Iosseliani, Johnnie To o Jerzy Skolimowski, demostrando que el certamen sigue en la pelea a pesar de la limitación de recursos. De entre las secciones paralelas destacaba con fuerza Panorama, jugando sobre seguro con una exquisita selección de obras, de entre lo más granado de la cosecha del año pasado. Sin olvidar la más modesta Déjà Vu, que ofrecía una muy necesaria vista atrás a grandes films del pasado que siempre es pertinente revisionar, incluido un oportuno miniciclo homenaje a Chantal Akerman.
El jurado presidido por Jane Weiner tuvo a bien otorgar el Lady Harimaguada de Oro a la china Kaili Blues, la película más interesante a competición de cuantas tuve oportunidad de ver estos días en la capital canaria. Como ya había sucedido esta temporada en Sevilla y Gijón, de nuevo otro título proveniente de Locarno se alza con el máximo galardón en uno de los festivales de referencia de España, la (innecesaria) confirmación de la jerarquía que el evento suizo está alcanzando en el concierto internacional, caladero ineludible para certámenes del perfil de Las Palmas.
A continuación, algunas de las películas más sugerentes vistas en esta decimosexta edición:
Kaili Blues (Gan Bi, SO)
El tiempo es el elemento crucial en el debut en el largo de Gan Bi, que cuenta el trayecto de un médico ex-presidiario en busca de su sobrino y del antiguo amor de una colega a quien tiene que entregar unos objetos de significación sentimental. Además de la llamativa presencia de relojes, la película está salpicada de resonancias internas: hechos, imágenes o frases que tienen eco posteriormente en el metraje. De hecho el relato se organiza de manera un tanto críptica, alterando la continuidad narrativa, temporal, en consonancia con la lógica poética de las composiciones del protagonista que puntean el film. Un gran bloque central, resuelto en un único y hercúleo plano-secuencia que fractura estilísticamente la película, cartografía un espacio muy definido que sin embargo sugiere la combinación simultánea de pasado, presente y futuro. La fragilidad del ser humano y de los vínculos personales dentro de la desmesura china, además del creciente desarraigo cultural fruto de la imparable modernidad, vienen a ser temas habituales en el cine de autor nacional (sin ir más lejos en la obra de Jia Zhang-ke, cuyo último trabajo también se ha proyectado en Las Palmas), e igualmente subyacen en las imágenes de Kaili Blues. El relato de Gan Bi juega con el tiempo, de hecho sus personajes intentan (o sueñan con) recobrarlo, quizás retroceder a ese punto de bifurcación en la relación con sus seres queridos, pero en última instancia sólo hace más palpable lo indefectible de su transcurrir.
11 Minutes (Jerzy Skolimowsky, SO)
Once minutos son los que en esencia abarca el arco temporal de este artefacto fílmico, una obra coral y poliédrica de personajes e historias cruzadas, de multiplicidad de puntos de vista. Engañosamente múltiples, quizás. En el fondo subyace la omnisciencia de la mirada, pero ya no es Dios quien todo lo ve en nuestra sociedad moderna, ni siquiera diría que es el autor-demiurgo trasladando su caprichoso universo a imágenes, más bien es el reflejo de la colonización tecnológica, tan avanzada que hasta un pixel muerto se puede colar en el cielo de Varsovia. En esta sociedad digital la presencia de la imagen capturada es cada vez más apabullante, formando un entramado que tendería a la visión total. Por ahí van los tiros de un prólogo que utiliza imágenes caseras, grabaciones reales dentro de la diégesis del film, que ya anticipan y sugieren la estrategia de suspense que utilizará Skolimowski, acciones fraccionadas, inacabadas, inquietantes, y la expectativa de algún suceso extraordinario, más o menos dramático. El descarado efectismo aplicado a la resolución de la película, que culmina lo que ya se viene larvando previamente, se justifica por replicar su espíritu de obra virtual y la artificiosidad inherente a la misma. Y es que la exposición tecnológica llama a la espectacularización. Pero si articular este discurso merece el visionado de semejante castillo de fuegos artificiales ya lo dejo a opinión del lector.
Looking for Grace (Sue Brooks, SO)
Otra de personajes cruzados, con sus diferentes puntos de vista que ocasionalmente convergen en una misma escena. Dicha estrategia me ha parecido más gratuita en esta ocasión. Es una historia familiar que comienza cuando una chica se escapa de casa para supuestamente ir a un concierto con una amiga. Esta circunstancia funciona como detonante que va poniendo al descubierto una serie de disonancias en una familia cuya obsesiva pulcritud externa no guarda una correlación interna, como no puede ser de otra manera. Para acercarnos sus tribulaciones, Brooks se mueve entre la comedia y el drama de manera un tanto caprichosa. De hecho, recurre a un inopinado giro argumental, harto discutible, para darle la última vuelta emocional a una obra que, me temo, no tiene muy claro a qué juega más allá de perseguir el golpe de efecto en el espectador. Eso sí, su calculada estructura viene arropada por una puesta en escena elegante y sobria, de límpidos e incluso estéticos planos. Pero, a juego con su familia protagónica en la ficción, la pulcritud visual del film tampoco tiene traslación a su desarrollo narrativo.
La familia chechena (Marín Solá, SO)
El documentalista argentino Martín Solá se propone en este film trazar un retrato emocional de un pueblo en conflicto y sometido. Tres furiosos zikr, o danzas religiosas, jalonan una obra oscura, de imágenes entre huidizas y asfixiantes. Resulta clamorosa la ausencia de una mirada frontal y directa al ser humano. Solá satura el cuadro acumulando cuerpos o recurriendo a planos detalle, o bien interpone elementos físicos, reflejos, contraluces, etc. La abuela cuenta las penalidades de la deportación siberiana (quizás un elemento justificativo un tanto simplificador) y los niños juegan al escondite. Sus caras asoman detrás de muros y paredes; es lo más cerca que estamos de percibir calidez humana. Pero en última instancia sólo hay vacío y oscuridad, la plasmación de una negación, la de la nación chechena. No hay duda de la complejidad de afrontar un conflicto así, con toda la carga histórica, social y cultural que acarrea, especialmente desde la mirada externa de un extranjero. Posiblemente la estrategia abstractiva de Solá sea la más pertinente, pero en su obsesión por representar el ahogo de toda una comunidad termina ahogando en alguna medida su propia película.
Under Electric Clouds (Alexei German Jr., Panorama)
La fragilidad del ser humano ante el devenir histórico, ante unas estructuras de poder invisibles en la pantalla, está en la médula del cine de German hijo. Sus películas basculan sobre encrucijadas tales como el estallido de la Primera Guerra Mundial, el apogeo de la Segunda o los albores de la carrera espacial, hitos ineludibles del periplo ruso-soviético. Su última película también plantea un escenario de crisis, pero en lugar de volver la cabeza atrás mira hacia adelante, hacia un futuro inmediato de aires apocalípticos merced a la inminencia de una tragedia bélica. Under Electric Clouds se despliega en ocho capítulos que abundan en diferentes personajes siempre en conflicto con un entorno de lo más hostil. German nos plantea una Rusia que arrastraría los problemas y las disfunciones presentes desde el caída del régimen soviético, por más que se hubiera intentado realizar una renovación cosmética del país. Es lo que simbolizaría por ejemplo ese esqueleto de rascacielos a medio hacer de presencia recurrente a lo largo del metraje. Su férreo dispositivo estético, basado en largos planos de suaves y cadenciosos movimientos, muy cuidados estéticamente, no deja de someter a sus criaturas, en cierta manera como lo hace el Sistema, y quizás por ello (y por otras razones) la película suscite acusaciones de solemne, críptica, simbólica, e incluso de pretenciosa, pero también hay que admitir la coherencia de su propuesta visual y un poder de fascinación hipnótica nada desdeñable.
Tangerine (Sean Baker, Panorama)
Podríamos definir a grosso modo esta obra como una historia de trevelos negros y taxistas armenios, medio día en la vida de unos seres a menudo histéricos que persiguen sueños quiméricos para acabar en un vodevil de la marginalidad. Pero casi prefiero verla como un film sobre Los Ángeles, sobre su luz, sus coloridas y poco acogedoras avenidas, también sus lugares más sórdidos, un punto de encuentro de los más variopintos personajes y al mismo tiempo de desencuentro humano, de permanente intercambio comercial, el sueño y el desencanto americano. Más allá de la conocida circunstancia de estar rodada con iPhones, de la inmediatez que pueda haber aportado al film, incluso de ciertas soluciones visuales efectistas para introducir escenas, su fotografía saturada transmite una necesidad de impregnarse de los colores y atmósferas de una ciudad perennemente estival en nuestro imaginario colectivo. No puedo dejar de pensar en que a Thom Andersen le hubiera encantado disponer de estas imágenes, de la precisa geografía angelina que traza Tangerine, para alimentar su monumental Los Angeles Plays Itself, que curiosamente el festival ha tenido el acierto de proyectar estos días.
Right Now, Wrong Then (Hong Sang-soo, Panorama)
Quizás debería estar cansado de las estructuras a base de repeticiones y variaciones, de los directores de cine que llegan a alguna localidad como invitados del festival de turno, de los fugaces escarceos amorosos, de las conversaciones al calor del soju, y sin embargo el cine de Hong Sang-soo sigue encontrando caminos para reformularse sin dar síntomas de agotamiento. Realmente estamos ante una muestra muy típica de su obra, que nos ofrece por duplicado, aunque por supuesto con significativas variaciones, las peripecias de un director en una jornada en la que conoce a una chica que se dedica a la pintura. La mayor o menor honestidad de este hombre a la hora de juzgar el trabajo de la joven determina el carácter del resto de la jornada, si bien se puede argüir que no hay tan grandes diferencias en el resultado final a efectos puramente prácticos. Por el camino, Hong nos retrata en sus larguísimos planos a unos personajes vívidos, con todas sus flaquezas y miserias, pero que también han ido ganando en amabilidad con el pasar de los años y de las películas, en una obra cada vez más humanista y siempre lúcida, lúdica y plena de sentido del humor.
The Sky Trembles and The Earth Is Afraid and The Two Eyes Are Not Brothers (Ben Rivers, Panorama)
Ben Rivers propone una obra escindida, una ficción metanarrativa que se abre en forma documental y a la que da salida con una fuga ficcional de resonancias mitológicas, adaptando el célebre cuento de Paul Bowles Una mirada distante. Rivers transforma al profesor de lingüística en un director de cine, y para ello se vale de Oliver Laxe, a quien captura durante el rodaje en Marruecos de su inminente Las Mimosas. La elección es especialmente pertinente, puesto que el franco-gallego reside desde hace años en el país magrebí y no es un mero turista, sino que, como el personaje literario, se le puede considerar un iniciado en la cultura local y de hecho habla el idioma. La relación especular entre ambas partes del film es clara: el director extranjero que utiliza al país y a sus gentes explotando el exotismo cultural para colmar sus inquietudes artísticas se convierte en cruel objeto cultural de un grupo de lugareños, víctima de supuestas tradiciones arcanas que ni él mismo puede comprender porque, es evidente, sigue siendo un extranjero. Incluso alguna de las escenas que rueda Laxe en el tramo documental resuena posteriormente en su experiencia ya como personaje de ficción. Desde unos presupuestos minimalistas, haciendo de la sencillez estética bandera, el film se impregna visualmente de las localizaciones y simplifica los resortes de la ficción, convirtiéndola en una especie de fábula mítica a través de un proceso de fijación icónica que depara una sugerente obra de belleza agreste.
Evolution (Lucile Hadzihalilovic, Canarias Cinema)
En un registro no muy lejano al de Under the Skin, Evolution se abre en una clave extraña, un realismo más aparente que sentido, para seguir rarificándose hasta evidenciar su naturaleza como obra de ciencia ficción de corte minimalista y claustrofóbico. El paisaje casi lunar de Lanzarote en el que se rodó la película, la sobriedad del pequeño pueblo costero donde viven unos niños y sus madres, especialmente el lúgubre hospital que les atiende, se van convirtiendo en espacios progresivamente amenazadores. Es una constante en el film, cómo muda la sensación que nos producen los diferentes elementos en pantalla, por ejemplo ese hermoso y exuberante fondo marino que abre el metraje y que contemplaremos con otros ojos cuando vuelva a ofrecerse ante nuestra mirada. Y es que tampoco deja de ser una obra de terror, que si bien huye de su vertiente más impactante, cultiva la vena psicológica a través en buena medida de la amenaza física y fisiológica, apuntando a miedos infantiles (la posible fragilidad del vínculo maternofilial o el pánico a los hospitales) en consonancia con el punto de vista dominante del niño protagonista. Su inquietante cierre insinúa que, a pesar del decisivo componente fantástico, la película habla de nosotros mismos, como por otra parte el género acostumbra. Lástima que Hadzihalilovic no termine de confiar en el espectador y opte por explicitar sus circunstancias argumentales hasta el exceso.