1Deseé, durante muchos años, viajar a la selva. Al Amazonas. Explorar sus profundidades, ver las flores y pájaros multicolores, descubrir sus tesoros, conocer tribus ignotas… ¡Vaya iluso! Turista al fin y al cabo, llegó el día en que, tropezando más que andando por la selva lacandona, lleno de barro y evitando insectos y sanguijuelas, me di cuenta de que casi no se distinguen formas, ni mucho menos colores, en la profundidad de la selva. Tal es la espesura del muro vegetal, tamizando la luz solar, que poco más que las hojas y las raíces puedes discernir… hasta que te topas de bruces con algo. Fue allá, también, dónde tuvo lugar mi esperado encuentro con los indígenas. Dos de ellos se dirigieron hacia mí, cruzamos las miradas por unos instantes, esbocé un tímido saludo… y eso fue todo. No hubo solemnidad alguna, no hubo emoción ni me sentí en el centro de una escena arcádica retratada por Terrence Malick. Nada de todo ello. Yo era un intruso más, otro inoportuno blanco a la caza de la foto más exótica, la forma burguesa de colonialismo. La selva es espesa, dura y en absoluto bucólica. Los indígenas, tal vez, unos pobres diablos que iban a comprar su ración diaria de alcohol. Hace falta algo más que un turista despistado para entender, ni que sea un ápice, en que consiste la vida en la selva. Hace falta un gran conocimiento en etnografía, biología y mucha experiencia en la mochila. Hace falta mucho más para retratarlo.
2Ahora que el amigo Werner parece perder el pulso para retratar tierras ignotas —el desierto y el cuadrante vacío, en La reina del desierto (The Queen of the Desert, Werner Herzog, 2015)—, llega la sugerente propuesta de El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra, 2015). Rodada en blanco y negro, evitando caer en la tentación de retratar la selva esmeralda, Guerra indaga de nuevo en lo más profundo del bosque, en el corazón de las tinieblas del alma humana mediante una doble trama. Por una parte nos muestra las últimas etapas del viaje de un etnólogo, Theodor Koch Grünberg, que en 1901 recorrió el Amazonas identificando y localizando tribus, sus costumbres y medios de vida, a la par que flora y fauna. Por otra, el itinerario confuso de otro personaje, Richard Evans Schultes, que recorre los mismos parajes cuarenta años más tarde. El nexo de unión entre ambos viajes, entre ambos exploradores, es un indígena solitario, un chamán, que ejerce en los dos casos como guía y como referente de un mundo en curso de extinción. Cruzando ambas historias Ciro Guerra traza un recorrido no tanto por la selva amazónica y sus tribus como por las fronteras del choque de civilizaciones. Vemos como el indígena, Karamakate, recibe a cada explorador. En la primera ocasión se halla en cuclillas frente al río, cómo si realmente estuviera esperando la llegada de alguien. Su primera reacción es rechazar la intrusión y no prestar ayuda al explorador enfermo, aunque cambiará de opinión al ver una serie de dibujos recogidos por el etnólogo en su cuaderno de apuntes y que él ha visto en sueños. En la segunda ocasión Karamakate está dibujando en una roca unos esbozos semejantes a los que viera en la libreta de Theo y ve llegar la canoa de Evans sin excesiva sorpresa, también como si también estuviera esperándolo. Guerra abre y cierra la obra recurriendo a la cosmogonía indígena, a una suerte de eterno retorno, dónde la historia no parece tener inicio ni final aunque se vayan modificando los hechos, siempre con una degradación de la cultura indígena.