1Deseé, durante muchos años, viajar a la selva. Al Amazonas. Explorar sus profundidades, ver las flores y pájaros multicolores, descubrir sus tesoros, conocer tribus ignotas… ¡Vaya iluso! Turista al fin y al cabo, llegó el día en que, tropezando más que andando por la selva lacandona, lleno de barro y evitando insectos y sanguijuelas, me di cuenta de que casi no se distinguen formas, ni mucho menos colores, en la profundidad de la selva. Tal es la espesura del muro vegetal, tamizando la luz solar, que poco más que las hojas y las raíces puedes discernir… hasta que te topas de bruces con algo. Fue allá, también, dónde tuvo lugar mi esperado encuentro con los indígenas. Dos de ellos se dirigieron hacia mí, cruzamos las miradas por unos instantes, esbocé un tímido saludo… y eso fue todo. No hubo solemnidad alguna, no hubo emoción ni me sentí en el centro de una escena arcádica retratada por Terrence Malick. Nada de todo ello. Yo era un intruso más, otro inoportuno blanco a la caza de la foto más exótica, la forma burguesa de colonialismo. La selva es espesa, dura y en absoluto bucólica. Los indígenas, tal vez, unos pobres diablos que iban a comprar su ración diaria de alcohol. Hace falta algo más que un turista despistado para entender, ni que sea un ápice, en que consiste la vida en la selva. Hace falta un gran conocimiento en etnografía, biología y mucha experiencia en la mochila. Hace falta mucho más para retratarlo.
Tuvimos un par de encuentros cinematográficos bastante válidos con el Amazonas mediante La selva esmeralda (The Emerald Forest, John Boorman, 1985) y Jugando en los campos del señor (At Play at the Fields of the Lord, Hector Babenco, 1991). Ambas mostraban el choque de civilizaciones entre las tribus y los intereses occidentales, fueran éstos de grandes industrias o pequeñas misiones evangélicas. Pese a tener buenos resultados y algunas escenas cinematográficamente potentes se orientaban a la narración clásica y recurrían al esquema del buen salvaje, cayendo en algún pasaje en el maniqueísmo o en la ecología new age. Si pretendíamos encontrar en la cinematografía occidental no sólo la imagen de la selva sino su esencia debíamos recurrir a la singular obra del indomable Werner, Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der zorn gottes, Werner Herzog 1972), Fitzcarraldo (íd., Werner Herzog, 1982) o incluso a Julianes Sturz in den Dschungel (Werner Herzog, 2000), suerte de docudrama sobre una superviviente de un accidente aéreo que cayó en medio de la selva. Al otro lado del globo, y aunque en un registro totalmente distinto, sólo Apichatpong Weerasethakul ha tenido la capacidad de captar aquello que no se ve, el misterio de la selva.
2Ahora que el amigo Werner parece perder el pulso para retratar tierras ignotas —el desierto y el cuadrante vacío, en La reina del desierto (The Queen of the Desert, Werner Herzog, 2015)—, llega la sugerente propuesta de El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra, 2015). Rodada en blanco y negro, evitando caer en la tentación de retratar la selva esmeralda, Guerra indaga de nuevo en lo más profundo del bosque, en el corazón de las tinieblas del alma humana mediante una doble trama. Por una parte nos muestra las últimas etapas del viaje de un etnólogo, Theodor Koch Grünberg, que en 1901 recorrió el Amazonas identificando y localizando tribus, sus costumbres y medios de vida, a la par que flora y fauna. Por otra, el itinerario confuso de otro personaje, Richard Evans Schultes, que recorre los mismos parajes cuarenta años más tarde. El nexo de unión entre ambos viajes, entre ambos exploradores, es un indígena solitario, un chamán, que ejerce en los dos casos como guía y como referente de un mundo en curso de extinción. Cruzando ambas historias Ciro Guerra traza un recorrido no tanto por la selva amazónica y sus tribus como por las fronteras del choque de civilizaciones. Vemos como el indígena, Karamakate, recibe a cada explorador. En la primera ocasión se halla en cuclillas frente al río, cómo si realmente estuviera esperando la llegada de alguien. Su primera reacción es rechazar la intrusión y no prestar ayuda al explorador enfermo, aunque cambiará de opinión al ver una serie de dibujos recogidos por el etnólogo en su cuaderno de apuntes y que él ha visto en sueños. En la segunda ocasión Karamakate está dibujando en una roca unos esbozos semejantes a los que viera en la libreta de Theo y ve llegar la canoa de Evans sin excesiva sorpresa, también como si también estuviera esperándolo. Guerra abre y cierra la obra recurriendo a la cosmogonía indígena, a una suerte de eterno retorno, dónde la historia no parece tener inicio ni final aunque se vayan modificando los hechos, siempre con una degradación de la cultura indígena.
En el primer encuentro y ante la posibilidad de encontrar otros miembros de su tribu (a la que considera desaparecida), el solitario Karamakate acepta acompañar a Theo en búsqueda de la yakruna, una flor que puede salvar la vida de éste. En el segundo encuentro el indígena se muestra menos reticente a repetir la ruta aunque en esta ocasión los motivos del occidental para encontrar la yakruna son menos claros. Ciro Guerra traza un paralelismo entre dos viajes que son el mismo, entre dos civilizaciones que son la misma. La ausencia de color es precisa para centrar nuestra atención en las relaciones humanas más que en la fauna o flora, aunque la selva sea el tercer personaje determinante para la evolución de la historia. El río, por su parte, sus olas y sus ondas, otorgan unas texturas cinematográficas que nos llevan de una a otra historia en unas transiciones que unen las épocas más que separarlas.
El primer viaje identifica las diferentes situaciones en las que los indígenas se encuentran, en sendos episodios: esclavizados, torturados y mutilados por los caucheros; libres y felices en la frondosidad de la orilla del río; abducidos por los monjes capuchinos, con posibilidad de sobrevivir, defenderse y culturalizarse a expensas de renegar de su origen, cultura y lengua; libres en zona occidentalizada pero alcoholizados e indefensos ante incursiones de otros países…. En el segundo viaje Ciro Guerra pretende cerrar el círculo con un viaje más escalofriante si cabe,una evidencia de que la situación no mejoró en el tiempo transcurrido; una vuelta de tuerca más dramática, pero peor resuelto, a nivel estético y argumental.
Es en este mundo aislado, del que Karamakate es el máximo ejemplar en su singularidad, en su soledad, dónde sólo la solidaridad puede evitar la muerte eterna. Su viaje con Theo permitirá a ambos abrirse a nuevos conocimientos, aunque termine abruptamente. Manteniendo la cosmogonía en espiral, Theo/Evans y Karamakate tendrán una nueva oportunidad de redención, de conexión. El gesto negado a Theo en el primer viaje y la sabiduría recibida por el indígena, le permitirán a éste dar la sabiduría, en forma de sueño revelador, al segundo.
Podríamos quedarnos con las imágenes y la abrupta esencia de la selva que Ciro Guerra nos propone. Quizás podríamos quedarnos con la denuncia de las barbaridades de la llamada colonización o, tal vez, con las propuestas mágicas que sin duda se nos escapan a la mayor parte de no iniciados. Pero, por encima de todo ello, me quedaría con el eterno conflicto entre culturas admirablemente planteado en una secuencia. En determinado momento del viaje, Theo, hambriento, exige a Karamakate detenerse en el poblado de una tribu que ya conoce, lo que el indígena acepta a regañadientes. Allá son bien recibidos, alimentados y finalmente, Theo y su ayudante elaboran una pantomima y una charada para el regocijo de los indios. Al día siguiente Theo se apercibe de que le han robado la brújula. Exige le sea devuelta hasta que, descubre que es el amable jefe de la tribu quien la tiene y se niega, agresivamente, a devolverla. Karamakate lleva al académico al bote mientras éste lamenta que los indios, utilizando la brújula, “olvidarán su capacidad de guiarse por las nubes y las estrellas”. Ante el deseo de un científico de que la tribu permanezca en el desconocimiento, el chamán olvida su hostilidad ante todo lo que proviene del exterior y reivindica el derecho de los indígenas a utilizar nuevas herramientas. Ciro Guerra construye pues una obra rica en matices, lejos de los maniqueísmos, que permite al espectador plantearse y replantearse cuál es la mejor opción para relacionarse con “los otros”. Esa sería la yakuruna que deberíamos buscar.