Finalmente el Americana Film Fest ha madurado. Un proyecto llevado adelante con financiación privada y mucha ilusión ha dado unos muy buenos frutos en su tercera edición, aportando un puñado de películas harto interesantes. Si el denominado indie se caracteriza, y peca, por una serie de lugares comunes en torno a adolescentes y jóvenes en crisis, buena parte de los autores presentes en esta edición aprovecharon las premisas para dar una (o varias) vueltas de tuerca a sus propuestas.
Introducing Sean Baker
Si destacó un nombre en este Americana fue, por partida doble, el de Sean Baker, de quien pudo verse Starlet (2012) y Tangerine (2015). Autor centrado en personajes marginales de Los Angeles, Baker observa y cuida a actrices porno, travestis y putas a las que sitúa en diversos conflictos. Starlet narra la historia de Jane, chica de ánimo jovial, que descubre una pequeña fortuna oculta en un objeto comprado a Sadie, una anciana huraña y solitaria, en un mercadillo. Imposibilitada para devolver el dinero porque Sadie no quiere ni escucharla, resuelve compensarla en uno u otro modo. La insólita decisión llevará a ambas mujeres a una peculiar odisea en la que ejercerán un toma y daca emocional. Tangerine es la historia de Sin-dee, un transexual que, la víspera de Navidad, descubre la infidelidad de su chulo y decide vengarse de su rival y de su amante en una frenética búsqueda por las avenidas y rincones de LA, más o menos acompañada de su colega Alexandra.
Sean Baker trata sus historias como pequeños cuentos morales, destacando en ambos casos la relevancia de la solidaridad y de la amistad. Con una excelente mano para la dirección de actores y la ayuda de un director de fotografía (y, a la par, productor), Baker exprime al máximo las posibilidades de ambas historias con estilos radicalmente distintos. Starlet es una cinta luminosa, bañada por la luz meridional, sea en interiores o exterior. Tangerine, rodada con un iPhone, capta colores chillones mucho más próximos al frenesí de la situación y al carácter de los personajes. Baker tiene la capacidad de ir más allá de la sordidez del entorno inmediato de los personajes, aun sin ocultarla, y ello le permite retratar a sus protagonistas en busca de una improbable felicidad en un tono insólito de comedia. En Starlet, la búsqueda de una reparación (más necesitada por Jane que por Sadie) dará pie a una peculiar relación de amistad aunque para ello precise pasar por situaciones tan chocantes como las secuencias en que Jane recoge a Sadie en su auto mediante una argucia o las sesiones de bingo. En Tangerine, la deseada recuperación de un amante esquivo y maltratador da pie a un auténtico rampage por las avenidas y callejuelas de la ciudad hasta un emotivo y, en cierto modo, final feliz. Se puede plantear la relación entre este cineasta y Almodóvar; si fuera el caso, habría que vincularlo a lo mejor del manchego, a la frescura de sus primeras obras combinada con el dominio técnico trabajado con los años.
Encuentros: bestias, bichos y demás parientes.
Buscado o no por los programadores, resulta muy interesante vincular el cruce abrupto entre amigos o familiares que se reflejó en pantalla en diversas colisiones memorables, de imágenes resonantes entre sí. Take Me to the River (Matt Sobel, 2015) enfrentaba un adolescente gay de San Francisco con su familia rural de Nebraska. The Overnight (P. Brice, 2015) sonreía al espejo en que se miraban una pareja recién llegada de Seattle con un dúo muy peculiar de LA. The Invitation (Karim Kusama, 2015), ganadora del último festival de Sitges, trascendía el género de terror partiendo de un enfrentamiento entre dos ex. Y la espléndida (y reconocida en diversos festivales) Krisha (T. E. Shulz, 2015) sumerge a una alcohólica en una celebración familiar de Acción de Gracias de final amargo.
En Take Me to the River, Matt Sobel arranca con un desplazamiento en coche. Un adolescente, Ryder, plantea a sus padres si explicar a la familia su identidad sexual. Temiendo un conflicto, le plantean que él no es el centro de la reunión, sino la abuela, y que su condición de gay no merece la pena ser aireada en detrimento de la fiesta familiar. Como puede pensarse, la situación es totalmente inversa y el conflicto, inevitable, surgirá por el punto más inesperado. La pequeña prima que idolatra a Ryder, irrumpe en la fiesta huyendo de él y con la falda manchada de sangre. El suceso no tendrá explicación ni consecuencias aunque dará pie a un enfrentamiento entre los foráneos y los locales, fruto de años de rencores soterrados. Aunque Sobel dude entre el realismo y la fábula en su primera media hora, con una huida de madre e hijo a una cabaña abandonada, el director se decanta a continuación por la fábula tenebrosa. Ryder es invitado, en señal de desagravio, a comer con su tio Keith, su tía y sus primas. El desplazamiento a paso de caballo, el almuerzo punteado por una extraña canción que pone punto y final a la comida y una exhibición de uso de las armas por parte de Keith irán sucesivamente enrareciendo el ambiente. Sobel, no obstante, va más allá que muchas otras cintas añadiendo un doble salto mortal, a nivel argumental, en el camino de regreso, incluyendo una extraña actitud de la prima hacia el joven y un eco de la misma en las relaciones familiares. Del desazón a la sonrisa incómoda, la fábula cruel se cerrará con un muy amargo sabor de boca, y con el vehículo, y la familia, regresando a “su civilización”, rehaciendo el camino por el que vinieron. Y suena la música y sabemos que ya nada, nunca, será lo mismo.
The Invitation arranca también con un desplazamiento en coche, el de Will y Kira. Acuden a una fiesta nocturna, invitados por Eden, la ex mujer de Will, para reunirse con el grupo de amigos roto más de dos años antes. Como en la cinta de Sobel un incidente (en este caso previo a la llegada a la casa) nos pone en alerta. Karyn Kusama, autora de Aeon Flux (2003) y Jennifer’s Body (2009), nos desliza de modo imperceptible a uno y otro lado de la línea que separa la razón de la locura, llevándonos de la racionalización del trauma a la percepción de lo oculto. De modo paulatino, se revelará la causa que rompió la pareja y también el motivo que mueve a la mujer a invitar a todos sus viejos amigos. Utilizando bien los espacios de la casa y el fuera de campo, Kusama va tensionando a sus personajes y al espectador y (aunque recurre a un giro de guion algo tramposo) nos lleva hacia los aspectos más oscuros del ser humano con efectividad, más que con efectismos. La combinación del drama y el terror funciona perfectamente hasta alcanzar un clímax que golpea al espectador.
Krisha, tal vez la mejor cinta del festival, empieza también con una mujer llegando en coche a una fiesta y sufriendo un incidente antes de entrar que, pese a su ínfima importancia, tiene la capacidad de desequilibrar su precaria calma. Como Will en The Invitation, con un trauma no superado, como la madre de Ryder en Take Me to the River, con un trauma oculto en su memoria, Krisha trata de recuperar su pasado a riesgo de enfrentarse con sus fantasmas. También, como en las cintas anteriores, será recibida en primera instancia con besos y abrazos para ser rechazada posteriormente por sus seres queridos. Suerte de psicodrama en el cual los familiares del director interpretan diversos papeles (rodada en el domicilio de sus padres), Krisha podía limitarse a ser un drama de sobremesa. Afortunadamente Trey Edwards mira a la cara a sus personajes y, aun respetándolos, no deja de presentar sus vicios y debilidades, con Bergman y Casavettes en la memoria, y con un trabajo audiovisual más que notable. La apuesta de Edwards es muy ambiciosa y busca la relación entre el drama interior y la imagen. Krisha arranca con gran fluidez, encadenando varios planos secuencia mientras la protagonista serpentea en una zona urbanizada buscando la dirección correcta de la fiesta. Los suaves movimientos y el bullicio de la fiesta, se interrumpen bruscamente con un abrupto giro de la cámara y un profundo silencio ante la llegada de otro invitado, el hijo de Krisha que, abandonado por ella, la rechaza como madre. Edwards seguirá desarrollando diversas estrategias para hacer patente la desazón y angustia de la protagonista, cambios de formato de pantalla, montaje no cronológico y aumento del volumen y efectos de sonido incluidos. De este modo, cuando Krisha empieza a angustiarse por la situación, Edwards introduce una distorsión sonora que sólo ella y el espectador perciben. De modo semejante, vincula en un magistral encadenado visual y sonoro, la crisis emocional de la protagonista, su recaída en la bebida al ritmo de una música que canta Just in time y el apocalipsis sufrido por el pavo en slow motion. Aunque ya hay quien relaciona a Edwards con Xavier Dolan, Krisha es una cinta tan estimulante como inclasificable que merece más de un visionado (y un estreno comercial) y hace desear que esta obra no sea flor de un día.