Desde la tumba, Mary Shelley debe de estar musitando algo así como “tíos, sólo me queréis para follar”. O para hacer películas que sólo rasquen la superficie de su celebérrima novela, tanto monta… El monstruo, la locura, lo grotesco. En el icono de la Universal, James Whale redujo esos conceptos a la mínima expresión. Menos es más, pensaban nuestros mayores, y a menudo tenían razón. Paul Morrissey y Warhol montaron una orgía parafílica y pseudonazi en Flesh for Frankenstein (íd., Paul Morrissey y Antonio Margheriti, 1973). Y llegó Kenneth Branagh, se machacó a flexiones y abdominales, y creyendo que seguía la estela del Drácula de Coppola se le fue la mano con la épica y los clamores al cielo hincando rodilla. Pero Branagh fue el más fiel, concedámosle eso. El más fiel de entre los doscientos directores que le han metido mano a la mujer de Percy B. Shelley.
¿Por qué a nadie le interesa mantenerse pegado al libreto de Mary? Fácil. El terror y las criaturas de la noche venden entradas de cine, la filosofía y la metafísica no. Y el cuento de Shelley era una alegoría, una reflexión, no una novela gráfica de terror. Era una parábola: los hombres no deben jugar a ser dioses o sufrirán las consecuencias. De hecho, tanto se ha vapuleado la novela, o tan poco se la ha leído, que en la memoria colectiva Frankenstein es el monstruo y no su creador. Perdónales, Mary; el cine es así.
Paul McGuigan y Max Landis, un director mercenario y un guionista de mitad de la tabla para abajo, inciden en el arte de pasarse a Mary Shelley por el forro del pantalón, y van más allá. De alguna manera tratan de enmendarle la plana a la autora y rellenan huecos en la historia con lo primero que se les pasa por la cabeza. Victor Frankenstein (íd.; Paul McGuigan, 2015) no es una precuela, no es una interpretación libre, es en todo caso un “todo lo que no te contaron sobre…”. Como, por ejemplo, los orígenes de Igor —Aigor, para los devotos de Mel Brooks—, un personaje que nunca salió del plumín de Shelley, lo que lleva a pensar que McGuigan y Landis han utilizado como referencia cualquier cosa menos un libro. Tú, que lees esto, es posible que vayas diciendo por ahí que te has zampado El nombre de la rosa, cuando en realidad te hartaste a palomitas con la película y dejaste la novela en tu wishlist. No pasa nada. No pasa nada, siempre que no pretendas hacer una suerte de spin off de la obra de Umberto Eco. Y es que al fin y al cabo Igor —o Aigor— también existe en la cultura popular, todos conocen al ayudante jorobado, así que… ¡Queremos saber! Claro que sí.
Aquí el ayudante tiene tanto protagonismo, o más, que el científico megalómano, Igor ejerce de Pepito Grillo, de la conciencia de todo esto. En cuanto al aristócrata metido a médico, el role model es ese Sherlock Holmes arrogante, descarado y broncas que ha encarnado últimamente Robert Downey Jr. Esa es la idea; transformar un personaje clásico, adusto, de los de siestas de pijama y orinal, en un anti-héroe de acción para que todo termine en una buena ensalada de explosiones y fuegos artificiales. McAvoy, en ese sentido, está a la altura de las circunstancias, y Daniel Radcliffe… Bueno, Radcliffe hace lo que puede; quizá cuando le abandone esa mirada de crío acojonado por la sombra de Lord Voldemort podamos creérnoslo un poco más.
Pero no seamos injustos, Radcliffe no es el problema aquí. Se defiende con dignidad, como digna es una dirección de arte para la que no se han escatimado cheques con muchos ceros. El reclamo del ex Potter y toda la pirotecnia, el aire de video clip, pueden ser suficiente para seducir a la chavalada e incluso, como se rumorea, para crear una pequeña franquicia. El problema, si es que sirve de algo analizar más de lo necesario un producto como Victor Frankenstein, radica en todos los añadidos al relato original. Mejor dicho, cómo se han introducido esas variantes. Frankenstein no es el Corán, es legítimo tomar lo que a cada uno le venga en gana, sustraer lo que a uno le venga en gana, reinventar. Por algo llaman “creadores” a gente como McGuigan y Landis. Y en el cine, el fin, una idea brillante, sí justifica los medios. Lástima que todo lo que en teoría llega para sumar sea puro cliché. No les ha faltado ni la historia de amor, bella y bestia son, entre Igor y una antigua trapecista, todo tan desechable como las hazañas del amigo pelirrojo del mejor alumno de Hogwarts. No falta un antagonista, un poli de Scotland Yard, beato y rabioso, dibujado a brochazo limpio, ni por supuesto los antecedentes, los experimentos previos que Victor Frankenstein lleva a cabo antes de dar con la tecla de su autodestrucción. Estos son los acontecimientos de los que se podría haber sacado petróleo, y sin embargo el asunto se despacha con los arrebatos psicóticos de un homúnculo, y aquí paz y después gloria. Había tela que cortar, pero se arranca a jirones. No sé por qué, me acaba de venir a la cabeza la imagen de aquel póster de la Gioconda con un canuto en la boca. No es la obra más elaborada de la historia del arte, pero lo miras y a veces incluso sonríes. Algo parecido sucede con Victor Frankenstein.
Visto lo visto, una saga con estos mimbres tiene poco recorrido, aunque eso sólo va a depender de lo que diga la sagrada taquilla. Si se obrara el milagro y quedaran historias por contar del resucitador y su escudero, los productores harían bien en fijarse en Seth Grahamme-Smith, en Orgullo + Prejuicio + Zombies. Profanar intocables de la literatura universal puede ser un juego divertido si se le pone algo de empeño. Sobre todo, si uno no se toma a sí mismo demasiado en serio. Es el gran conflicto de McGuigan y Landis; en el fondo han querido hacer una película con “calado”, con “mensaje”. Y no cuela. No así, no a fogonazo limpio, no “porque yo lo valgo”. Grahame-Smith no se toma en serio a sí mismo, pero aunque pueda parecer lo contrario se toma muy en serio a Jane Austen. Esa debería haber sido y debería ser la hoja de ruta, y no quedar con Mary Shelley sólo para follar.