¿Será esta una propuesta de recorrido testosterónico a través de la programación del recientemente concluido DA 2016? ¿Un viaje al final de la noche con hombretones rotos rogando una segunda oportunidad, brutos al estilo de Buñuel, románticos obstinados y degenerados sin suerte? ¿Otra constatación del ocaso de ese género victimista y pendenciero? No, no, de verdad que no. A través de poco más de media docena de películas trataremos de dibujar el estado de la cosa: cómo se ve en tres continentes diferentes la masculinidad y sus sinergias (¡qué palabro, señor, qué palabro!) históricas. Así que ya sabéis: enésima muerte, duelo y transfiguración del macho.
Comenzaremos por la aproximación más impactante. Y precisamente, gentileza de una mujer: Athina Rachel Tsangari, mucho menos críptica —y formalmente, más desmañada— que en las notables Attenberg (2010) y The Capsule (2012). En Chevalier (2015), el macho queda reducido a su condición primigenia: cazador, competidor, exaltado generador de esteroides. Encerrados en un exclusivo yate las relaciones de poder-odio quedan al descubierto. Dos hermanos, dos socios, un doctor y su delfín… ah, y dos sirvientes dispuestos también a recrear la competición de sus señores, escuderos más allá del deber. ¿Qué es lo que hacen los hombres cuando ellas no les ven? Pues comer, entrar en absurdas lizas pseudo-deportivas y… ejercer la crítica inmisericorde para con el vecino. Se empieza jugando a las cartas, practicando la pesca submarina, sacándole brillo a la plata y se acaba haciéndose preguntas capciosas como “quién es el mejor”. Así, en general. ¿El mejor? El mejor cocinando, durmiendo, callando, engañando telefónicamente a la mujer. Hay que puntuar todo del compañero. El camino degenera y termina en la escatología tan querida por este nuestro sexo: el tamaño. ¡El rabo, sí, el rabo! Y nada de en estado de reposo: erección u ostracismo. Tú mismo.
Los griegos este año no inquietaron tanto. La suya ha sido una comedia bufa —también lo era, y es muy de agradecer, la película ganadora del premio del jurado, Baden Baden (Rachel Lang)— que concedía amplios espacios a la idiotez y su representación (el idiota no se conforma con serlo: debe de escenificar su drama en presencia del mayor número posible de iguales). La crisis endémica de todo un país —que volverá a ser rescatado, que volverá a ser humillado— no se expresa esta vez a través de la extrañeza o la bizarrada simbólica. Su directora emplea los mecanismos que facilita el propio sistema capitalista, ese que les ha hundido: el tener que entrar siempre en contienda y la falsa búsqueda de una excelencia que tan sólo es enconada proyección del ego. En El tesoro (Corneliu Porumboiu, 2015) el macho recolector sale al rescate de una familia agobiada por las deudas. Se acabó el cine social a la rumana: bienvenida sea, también, esta vertiente buenista, inverosímil, casi de cuento de Perrault. El vecino tampoco puede ya con la hipoteca y le da por embarcarte en una última aventura desesperada que suena a jugada suicida de tahúr irredento: agenciarse un detector de metales y cavar en la casa de campo del abuelo esperando el golpe de suerte. No tiene mucho más El tesoro: tres personajes y una larga madrugada de tierra, polvo, gemidos metálicos, ironía hiriente y máquinas del demonio que nadie sabe muy bien cómo funcionan. El macho se divierte con sus juguetitos y sus fantasías de gloria, tirando de pico y pala para hacerse con el botín de un Long John Silver comunista pero pragmático. No lo juzguéis todavía: a la postre descubriremos que lo único que pretende es impresionar a su vástago. Descubrirle el significado exacto de “cofre del tesoro”.
Por su parte, el Hong Sang-soo de Ahora sí, antes no (2015) vuelve a hacer su despliegue habitual de habilidades amatorias (ninguna, vamos). Encuentros insatisfactorios con desconocidas a la puerta de templos budistas. Compañeras de trabajo fácilmente impresionables, conquistas que duran lo que duran los efluvios del alcohol. El alter ego que se ha creado este director es el de un Woody Allen sin gracia, un soso incomparable, un coleccionista de calabazas. Volverán a haber variaciones sobre el mismo tema que nos demostrarán que, a veces, un poquito de sinceridad allana el camino. Y el Roberto Minervini de The Other Side (21015) lleva su querencia por los descastados al territorio de la América profunda. La institución familiar —tan reivindicada por sus perjudicados protagonistas— es ese marco incomparable en el que uno se puede meter en el cuerpo drogas caseras, ir a pegar unos tiritos con los colegas y pillar una taja mientras tratas de convencer al cámara de que piensa votar a Hillary Clinton. El macho norteamericano blanco y depauperado es un homínido nacido para odiar: al presidente negro, al gobierno castrador, al vecino de la semiautomática nueva… a su mala suerte, en definitiva.
La paternidad irresponsable ha tenido dos representantes de lujo. El pasadísimo Ralph Fiennes de Cegados por el sol (Luca Guadagnino, 2015), un productor musical que pasea por una isla italiana a una hija (¿lo es?) con la que tiene una relación cuanto menos intensa y el verborreico patriarca de Cosmos (Andrzej Zulawski, 2015), un vendaval que ha condenado a un estado de continuo aturdimiento a su santificable mujer. Pero donde hemos visto más perjudicada a la masculinidad quizás haya sido en el Imperio del Sol Naciente. Algo nos olíamos: no en vano, el actual primer ministro del Japón, Shinzo Abe, se ha visto obligado a lanzar un ambicioso programa para incorporar a la mujer nipona al mercado laboral. Ante el progresivo envejecimiento de la nación —y por qué negarlo, la disminución en la misma proporción del sueldo del pater familias, acostumbrado a ser la única fuente de ingresos de la unidad familiar— la tradicional y patriarcal superestructura se resquebraja. Pero aún en el supuesto de que la mujer pueda incorporarse decisivamente —ya no digo en condiciones de igualdad: ¿en qué país lo está?— a la fuerza de trabajo… ¿está dispuesto el macho de ojos rasgados a dejar de disfrutar de sus prebendas? ¿Es de esperar cierto grado de generosidad sin un marco legal que proteja y ampare a las más débiles? ¿Lograrán liberarse del onna-daigaku, esa obediencia ciega a todo lo masculino, herencia directa del confucianismo?
Happy Hour (Ryusuke Hamaguchi, 2015) podría haber sido un panfleto efectista y directo. Lleno de razón, pero demasiado obvio en la elaboración de un discurso alrededor del descontento y la frustración de todo un sexo. Con heroínas tremendas tomando decisiones trágicas pero justas. Con hombres malotes ejerciendo de antagonistas incapaces de trascender su mera condición de personajes de ficción. Cuatro mujeres con realidades bien diversas. Maternidad y trabajo, planteadas casi de manera excluyente: he aquí la madre a tiempo completo, la enfermera curada de espanto, la organizadora de saraos culturales, la obrera en una fábrica conservera. Una está divorciada, la otra lo estará pronto y las otras dos… también se hallan en vías de cambiar las reglas de un juego en el que han comprobado que siempre pierden.Y no es de extrañar. El machismo en la sociedad japonesa se manifiesta a través de cuatro actitudes que distan mucho de ser arquetípicas; sofisticadas formas de ejercer la opresión. Son bastante extrapolables, así que pasamos a enumerarlas:
1.- El marido salaryman. Como es él el que trae el dinero a casa (¿os suena el argumento, tan de la generación de nuestros padres?) exige que la ama de casa a perpetuidad le planche las camisas, acueste al niño y le tenga la cena preparada, llegue a la hora que llegue. En su defensa podríamos argumentar que este hombre carpetovetónico no ha conocido ninguna otra realidad y que posiblemente fuese su propia madre la que le educase en el ejercicio del terror. Sólo que aquí será la suegra —en casa del hijo de manera temporal— la que le enseñe a la aprendiz de esclava que el déspota puede no tener razón. Y que quizás haya que recordárselo a base de collejas.
2.- El posesivo legalista. Si te ampara la ley —tanto da si esta es o no justa— lo tienes mucho más fácil. No importa que seas un eminente científico capaz de deslumbrar a la audiencia con tu sensibilidad o tu capacidad para el pensamiento abstracto: jamás se te ocurrirá poner en tela de juicio un sistema que te proporciona el bastón de mando, el poder absoluto. Ella permanecerá a tu lado, te ame o no. ¿Por qué? Porque se lo puedes imponer.
3.- El marido obsesivo / progresista de boquilla. Este hasta parece que escuche, oye (sólo lo parece). No tardarás en tener la desagradable sensación de que lo único importante en su vida es su trabajo: sólo empatiza con la gente en tanto y cuanto le puedan servir para incrementar su prestigio social.
4.- El comeollas impenitente. Fornicador vocacional —tanto da con quién— que utiliza las perniciosas herramientas que proporciona la autoayuda para convencerte de que es él a quién necesitas… no se sabe muy bien para qué.
Estos cuatro necios (culturales o autodidactas) se las apañan a las mil maravillas para hacer aflorar la infelicidad en sus respectivas parejas. Unas mujeres que se descubren un buen día teniendo que pedir permiso para ir de fin de semana con sus amigas, ser todavía más excelentes en sus trabajos, tener celos, no tenerlos o… o salir huyendo.La hora feliz. El irónico contrapunto a una existencia programada por unos usos sociales cuya pervivencia ya nadie entiende… excepto los hombres –petulantes, quisquillosos, ladinos- a los que les permite seguir disfrutando su fantasía de superioridad.
Pero preferiría concluir con alguna razón para la esperanza. Y la encuentro en la mejor película de las que he podido ver estos días en el D’A: Kaili Blues (Bi Gan, 2015). Una cinta fabulosa donde un hombre ama, pierde y retorna de entre los muertos justo a tiempo para sanar a sus vecinos y asumir la paternidad a la que parece renunciar su propio hermano. El médico de Kaili Blues se despide del macho (del gángster por compromiso que en otro tiempo fue) y se reencarna en hombre comprometido con su tiempo y sus semejantes. Y… y qué envidia, oye.