Alicia | aicilA
De la Alicia empequeñecida y melancólica de Tom Waits (una Alicia como sombra de cementerio o estación de tren deshabitada) hasta la Alicia psicótica y terrorífica de Švankmajer. Las Alicias soñadas, las lisérgicas y las fantasmagóricas, las que nos sueñan y las que nosotros soñamos. La Alicia de James Bobin que es la que hoy traemos a colación, es aquella que dormita entre las páginas de un libro de Henri Bergson e hilvana entre sus dedos la esfera de un reloj/telaraña que es, a la vez, movimiento.
Verán, Bergson por algún lado planteó —en una tesis que todavía no hemos pensado lo suficiente— que no hay nada más distante a nuestra experiencia del tiempo que el propio tiempo cinematográfico. A riesgo de resumir mucho, para Bergson el tiempo no podía ser una sucesión de instantes —una suma de ahoras, por así decirlo—, tal y cómo el cine construye un segundo mediante la suma ordenada de 24 frames. El tiempo tenía que ver con la manera en la que se trenza el movimiento y nuestra disposición a sumergirnos en el mismo. De ahí que cuando Deleuze comienza a pensar la imagen cinematográfica tiene que empezar por el tiempo, o al menos, tenerlo en la recámara como un eje básico para entender cómo se modifica la relación entre relato y construcción visual.
La Alicia de Burton era de todo menos una película filosófica. Plomiza, profundamente aburrida, llena de lugares comunes, rodada con una falta de inspiración alarmante y, ante todo, absolutamente ajena a cualquier problemática intelectual de cierta altura. Lo que nadie esperaba era que Bobin, en su secuela, se tomara muy en serio el hecho mismo de hacer a la imagen digital pensar y desplegarse en torno a dos ejes fundamentales: la familia y el tiempo.
El rostro de Alicia, que es casi el rostro de Mia Wasikowska, es un rostro de madurez en el que no cabe la propuesta de la nínfula de Carrol ni de la heroína del cine de acción postmoderno a-lo-Jennifer-Lawrence. Muy al contrario, la Alicia/Wasikowska de Bergson/Bobin es una niña envejecida con una relación íntima con la locura —está sugerido, escrito en el texto casi a la contra, y sin embargo, Dios mío, y sin embargo si Alicia hubiera estado realmente loca…—, lo que la salva de ser un simple arquetipo. La cinta tiene una pátina feminista que se marchita ante las lecturas voluntariamente conservadoras del relato, pero se atreve a formular con claridad una pregunta clave: ¿cómo experimentamos —en tanto seres dotados de historia— el paso del tiempo?
En esta idea, la Alicia de Bergson/Bobin pone imágenes a la mayor certeza, la certeza terrible que se encuentra escrita en el envés de Carrol, por mucho que nunca quede formulada: Alicia debe crecer. Como lo hacía, por lo demás, Wendy. Pero mientras en Wendy su crecimiento se interpretaba como traición, en Alicia su crecimiento retorna como catástrofe, como fin-del-mundo. “Si te encuentras contigo mismo en el flujo del tiempo, todo se destruirá”. Ese es el mantra, la amenaza que puntea todo el metraje. El enemigo no es, como en la primera parte, un aburrido dragón en 3D. Ni siquiera la propia reina de corazones. El enemigo en Alicia a través del espejo es, descarnadamente, el hecho de encontrarse consigo mismo en el devenir del tiempo. Toparse, descubrir, acceder —y aquí la metáfora del espejo se hace brutal— lo que uno ha sido.
Ciertamente, Alicia pone el ribete sangrante al paradigma lacaniano. Si el sujeto se construye a través de la mirada proyectada contra el espejo, al pasar el umbral de la infancia y de la adolescencia, el espejo se convierte muy pertinentemente en un mecanismo salvaje en el que las faltas cometidas retornan una y otra vez. Aquello que nos ha construido, que nos ha permitido tener una cierta subjetividad, de pronto se torna en mecanismo de terror puro y de angustia inagotable.
Esto —que no deja de ser una idea más o menos excitante en términos estrictamente filosóficos—, tiene sentido en tanto Bobin la encarna —literalmente, la hace carne— en el cuerpo, aquí nada deseable, de la Wasikowska. No hay sexualidad en esta Alicia precisamente porque todo lo que hay es un vacío que gira en torno al tiempo. Y, además, un vacío que tiene una construcción cinematográfica eminentemente precisa. El Tiempo también está encarnado en un Sacha Baron Cohen imposible de descifrar, a la vez verdugo, robot, villano, víctima, y finalmente, sabio vencedor de todo. La cosa tiene su miga, precisamente porque lo que Baron Cohen encarna no es un arquetipo, sino antes bien, la complejidad misma de la experiencia de estar en el tiempo —o si lo prefieren, de ser tiempo—. Ciertamente, ser tiempo es amar, fracasar, enfurecerse, pero sobre todo —¡y qué inmensa belleza visual la de esos planos digitales llenos de relojes colgados sobre la nada!—, ir coleccionando muertos, ir coleccionando pacientemente la muerte de los otros, nombre tras nombre, ausencia tras ausencia, recuerdo tras recuerdo.
El palacio del tiempo, situado en el centro de un inmenso reloj, es el espacio de la soledad pura. La reina de corazones grita una y otra vez, desgarradora, ridículamente: “¡Nadie me quiere!”. Pero no es del todo cierto. Si leemos con atención la cinta, veremos que al único personaje al que nadie quiere, ciertamente, es al Tiempo mismo. Nadie puede quererle, y sin embargo, nadie puede existir sin someterse a su ser tiempo. Extraña paradoja que se anuda en ese cuerpo mecánico, a veces ridículo y a veces terrorífico, que Bobin ha creado para pasearse por un escenario portentosamente diseñado precisamente por inhabitable. A medio camino entre una catedral gótica deshabitada y un palacete romántico, la casa del Tiempo es una fórmula impresionante para dejar escrita la imposibilidad de la permanencia: nada queda, salvo el ejercicio mismo de subir esas escaleras interminables, leer los nombres de los ausentes o reposar en un despacho lleno de polvo y sombras.
Ciertamente, la segunda parte de Alicia supera hasta lo bochornoso a su antecesora. Resulta casi dolorosa la urgencia y la rapidez con la que apila las buenas ideas, las sugerencias, los pequeños detalles llenos de contenido y de potencia textual como si tuviera prisa por contarlo todo. De hecho, se enfrenta quizá sin saberlo a todas esas posiciones cinematográficas que defienden que las grandes ideas y los grandes estremecimientos del pensamiento únicamente se pueden encontrar en las propuestas autorales más exquisitas, los planos largos y metarreflexivos, los márgenes de los márgenes de los márgenes. Su peor lastre es su propia sombra, y su mayor acierto, funcionar sin miedo a fracasar miserablemente.
La Alicia de Bobin/Bergson no necesita enamorarnos porque es, contra todo pronóstico, sabia, anciana y brutal hasta el colmo del espanto. La pregunta es si estaremos a la altura de su baile de pirómana filósofa. La pregunta es, por otro lado, si tendremos el tiempo suficiente para ser capaces de mirar cara a cara, directamente, a su espejo.