Dos buenos tipos, de Shane Black

Vivimos en tiempos donde el refrito pesa más que la novedad. Siempre estamos volviendo sobre referentes, influencias, ecos del pasado, pero ya no para crear algo nuevo a partir de esas fuerzas vivas capaces de rebasar su presente para personarse en nuestros días, sino para imitarlas, con gracia desigual, en un pastiche artificioso que se pretende de otro tiempo cuando, en realidad, no representa ni siquiera al nuestro. Eso que Simon Reynolds tuvo a bien llamar retromania. Algo que se puede apreciar cada vez que alguien prefiere hacer el enésimo reshoot, porque incluso llamarlos remakes o continuaciones resultaría insultante, antes que producir guion alguno que pueda contener ideas o diferencias. Ese es nuestro zeitgeist: volver sobre nuestros pasos, añorar el blockbuster de los años 80’s repitiéndolo una y otra vez, cada vez más vacío, cada vez con menos significado, hasta convertirlo en una parodia de sí mismo sin forma ni fondo que lo justifique.
Y entonces llega Shane Black. Llega y nos ofrece Kiss Kiss Bang Bang (Shane Black, 2005), tomando de inspiración las buddy movies de los 80’s —que si bien él no invento, sí las llevo a su cenit: no por nada es guionista de las dos primeras entregas de Arma Letal (Lethal Weapon, Richard Donner, 1987)—, no imitándolas ni siquiera en sus hitos emocionales o puntos de giro, sino actualizando la idea en sí para, utilizando esos materiales narrativos con los que el público está familiarizado (por extensión, que no suponen un riesgo inadmisible para el departamento de marketing), inventar algo nuevo. Hacer cine del siglo XXI. Algo similar repetiría en Iron Man III (Shane Black, 2013). Donde Marvel ha encontrado su campo de batalla ideal en la repetición de formas industriales que sean la imitación más o menos elegante de la narrativa spielbergiana, sea sólo en forma de ecos estructurales, Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, James Gunn, 2014) o contratando a un heredero de aquellas formas, Capitán América: el primer vengador (Captain America: The First Avenger, Joe Johnston, 2011), Iron Man III renovaría el tropo de «héroe con niño» que encontraríamos representado a la perfección en El último gran héroe (Last Action Hero, John McTiernan, 1993) —de nuevo, guion de Black—, haciendo una relectura del superhéroe no como aquel con poderes más allá de lo humano, sino alguien capaz de hacer lo que es correcto. Algo siempre presente en su cine.

¿Qué ha ocurrido con su vuelta a la dirección sin injerencias marvelitas? Que ha regresado a lo que mejor sabe hacer: las buddy movies posmodernas donde nunca nada es lo que parece, incluso si desde los primeros compases está todo explicado. Porque la narrativa debe ser siempre más ingeniosa que las expectativas del espectador.

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Dos buenos tipos podría parecer, en primera instancia, un ejercicio de retromania de manual: transcurriendo en los 70’s, habiendo implicados drogas, hippies y conspiraciones, no resulta difícil ver si no la alargada mano de cierta clase de cine de acción —que, en realidad, nunca existió como tal—, si al menos la paródica influencia de un Thomas Pynchon capaz de reinventar cualquier época a imagen y semejanza de su propia inventiva. Pero no es el caso. Black toma todas las hebras de sus obras y las pone juntas para, con la cuerda resultante, hilar un perfecto ejercicio de buddy movie que no se conforma con imitar o parodiar las producciones de esta clase, sino que las hace evolucionar hacia un nuevo espacio de representación.

«Diálogos brillantes, ritmo ágil, acción constante. Nunca paran de ocurrir cosas en pantalla. Incluso cuando no ocurren. ¡Y no paras de reírte!». Ese podría ser el resumen perfecto de Dos buenos tipos, si es que no toda toda la carrera cinematográfica de Shane Black: un ejercicio de exaltación constante. Eso no significa que sea una resignificación de sus tropos más habituales en otro contexto. O no sólo. Cada detalle, cada paralelismo que remite hacia algún otro guión suyo, no sólo no resulta una celebración vacua, sino que sirve para construir todo un paratexto por el cual, lejos de dejar a la vista las costuras de su autor, permiten entender hasta que punto todo está imbricado de forma sutil. Son pequeñas piezas de un puzzle que, al ir conformándose en un segundo plano, no sólo sirven para entender la propia película, sino también las reglas internas del cosmos que supone la mente del propio Black.

Todo eso sería inútil sin actores capaces de conseguir hacer creíble esa relación de colegas. Pero aquí descubrimos no sólo que entre Russell Crowe y Ryan Gosling existe química, sino que este segundo tiene una bis cómica, una facilidad para el humor físico, por la cual nadie hubiera apostado dado sus abundantes papeles de galán hierático. Con todo, no son esos dos quienes acaban llevándose el gato al agua. Quien mejor sintetiza toda la película, todas sus virtudes y la capacidad de Black para hacer que el guión salte de forma constante del lugar más inesperado, es Angourie Rice, de sólo catorce años, que acaba dotando de una interesante segunda lectura de la relación de sus protagonistas: los colegas como matrimonio heterosexual, ahora también con hija de por medio.

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En cierto sentido, podríamos decir que Shane Black ha inventado las buddy movies contemporáneas. Y para hacerlo ha necesitado volver hasta finales de los 70’s. Aquel tiempo donde la gente podía decir «debemos hacer a América grande de nuevo» sin que sonara a amenaza fascista, donde el despertar político era al mismo tiempo vibrante e ingenuo, la época donde ocurrieron tantas cosas contradictorias entre sí que no nos cabe sino romantizarla: fue la última vez que no estuvimos bajo el influjo total del poder neoliberal. Fueron los últimos coletazos de un mundo más cómodo, más naïf, al cual ya no podemos volver. Algo que ha decidido retratar entre los infinitos pliegues de su película, pero no sólo eso.

Reinventa la buddy movie deshaciéndose de lo naïf (Kiss Kiss Bang Bang) y del idealismo (Iron Man III), retratando un carácter extemporáneo: dos embebidos en su propia existencia, ignorantes de la situación sociopolítica en la que viven, cuyo final feliz es que sus vidas se conviertan en un sumidero todavía peor que en el que estaban, pero ahora acompañados. En suma, retratar nuestro tiempo a través de lo que ya se inició en los 70’s y se dirige imparable hacia nuestra destrucción.