El poder de la creatividad
El director camboyano Rithy Panh visitó Sevilla el pasado 20 de junio para presentar la película El papel no puede envolver la brasa (Le papier ne peut pas envelopper la braise, 2007), cinta que no tuvo estreno en nuestro país en su momento. El filme es totalmente coherente con la trayectoria que ha seguido el realizador desde principios de su carrera. Por desgracia, parece que esta coherencia aún hoy sigue siendo algo incomprensible para muchos, ya que su filmografía continúa generando (estériles) debates sobre si pertenece más al género documental o a lo que se entiende comúnmente como ficción. Al fin y al cabo, la categorización casi siempre ha sido el camino fácil a la hora de pensar y escribir sobre un autor que nunca se ha guiado por lo cómodo a nivel creativo. Desde que se hiciera un nombre entre la crítica y la cinefilia gracias a S-21, la machine de mort Khmère rouge (2003), se ha intentado vender a Panh como el director oficial sobre las consecuencias del genocidio perpetrado por los Jemeres Rojos, como una especie de Claude Lanzmann en clave camboyana. Por supuesto, este encasillamiento está bien lejos de la realidad y de los propósitos artísticos del propio Panh, que afirma que le encantaría terminar su carrera filmando comedias, el primer género que probó en su carrera, aunque la copia de esta película se extravió hace tiempo.
Sí que es cierto que parte de su filmografía ha estado marcada por las consecuencias del horror perpetrado por Pol Pot y sus seguidores: a veces de forma muy directa —S-21, la machine de mort Khmère rouge, La imagen perdida, Duch, le maître des forges de l’enfer— y otras de forma más indirecta (Neak sre, la propia Le papier…). Pero querer introducir todas estas películas en un mismo saco creativo es un error. Si Panh destaca por algo no es por hacer visible a nivel internacional estos daños históricos mediante la denuncia audiovisual, sino en cómo utiliza el lenguaje cinematográfico para conseguir estas reflexiones. En este sentido, su obra es difícilmente inteligible para aquellos incapaces de comprender que las fronteras entre el documental y la ficción son cada vez menos rígidas, más relativistas.
En Neak sre (1994), que podría enmarcarse dentro de lo que se conoce como una “obra de ficción” (personajes ficticios, recursos narrativos clásicos, escenas de gran intensidad dramática, etc), la narración no sólo está al servicio de contar la historia en tres actos de una familia de campesinos que cultivan arroz en la Camboya pos Jemeres Rojos, sino también en la descripción de cómo es su día a día en el campo. En este sentido, Panh utiliza elementos formales vinculados al llamado cinéma vérité, con una exposición muy realista y de tintes documentales del cultivo del arroz, de cómo el temporal azota a la siembra, de la dureza de la jornada laboral. Es una película que, como más adelante en su carrera, practica la ambivalencia en el uso del lenguaje y los géneros. Esto no es una práctica banal, sino un arma creativa, una apuesta artística que el director de Exil (2016) considera como la mejor forma para dar voz a los personajes de su filmografía.
Filmes como S-21 o La imagen perdida (2013), que fueron acogidos tranquilamente como documentales entre la crítica y cinefilia (el propio Panh cuenta que La imagen perdida no fue nominada al Óscar a Mejor Documental porque los académicos no tenían claro si era un documental o no; finalmente, la película fue nominada en la categoría de Mejor Película de Habla no Inglesa), también son una demostración de cómo el realizador experimenta con la ambivalencia genérica. El dolor, el sufrimiento y el recuerdo de las víctimas del genocidio camboyano no se presentan a través de un estilo a lo Shoah (Claude Lanzmann, 1985) —prioridad de la palabra por encima de las imágenes, protagonistas hablando a cámara, ningún uso de imágenes de archivo—, sino de forma muy diferente: como no existen imágenes de los hechos, el cine cuenta con soluciones para recrearlos o exponerlos con algo más que palabras. Esto conlleva a que las personas/personajes que participan en sus películas se presten a regenerar esa memoria, ya sea a través de la visita de los guardias del S-21 a los lugares donde se cometieron asesinatos y torturas; o a través de figuras de arcilla acompañadas por voces que representan a las víctimas del régimen de Pol Pot.
En este sentido, Le papier… no se aleja del trato habitual de Panh hacia sus protagonistas, pero con el genocidio camboyano sólo sugerido a través de cómo ha afectado al país con el paso del tiempo. El filme se centra en un grupo de prostitutas de Nom Pen que viven casi recluidas en un edificio ruinoso e insalubre donde las drogas campan a sus anchas. La deshumanización que provocaron los Jemeres Rojos y la globalización extrema de nuestros días han dejado al país en una especie de tierra de nadie (moral, humana, política) donde la carne de cañón está representada por estas chicas: adolescentes y mujeres de familias desplazadas por la destrucción del campo que se sitúan entre lo urbano y lo rural, pero sin pertenecer a ninguno de los dos entornos, totalmente desarraigadas. Esta especie de purgatorio demográfico, además, impide a mucha gente —sobre todo mujeres— poder acceder a una educación. Y donde las terribles condiciones económicas son otro clavo en el ataúd que facilitan que estos perfiles puedan caer en manos de un/una proxeneta que les prometa beneficios económicos a cambio de prostituirse. Una decisión que las discrimina socialmente, ya que, como afirma una de las protagonistas, la mayoría de la gente cree que ellas son las únicas culpables de su situación: “haber estudiado” o “haber hecho otra cosa en vez de prostituirte” es el argumentario recurrente a la hora de demonizar y marginar a estas chicas. Para ellas, la prostitución es la única solución posible para poder paliar sus deudas urgentes, para ayudar a sus familiares enfermos, para poder sobrevivir. Panh no explota estas penurias, sino que apuesta por exponer las historias de estas chicas a través de las armas que permite el lenguaje cinematográfico, y además con la participación directa de las prostitutas protagonistas (que escribieron buena parte del guión, según afirma el propio director).
Le papier… pertenece a lo que el propio Panh llama “documental ficcionado”. Las personas filmadas se comportan, durante gran parte del metraje, como personajes de una ficción: salvo en uno de los planos finales, las protagonistas jamás miran a cámara; y en varios momentos la narración introduce voces en off de procedencia desconocida y escenas musicales e incluso cómicas. Pero la ambivalencia formal de Panh no se deja vencer por derivas ficcionales que algunos podrían entender como frívolas, sino que hay un respeto total por la dignidad de las protagonistas, como se aprecia en varios detalles de puesta en escena: los clientes nunca se muestran al espectador, al igual que la madame; y para exponer la cantidad de clientes que ha tenido una de las prostitutas durante su jornada no recurre al morbo fácil o a la declaración llorosa, sino al número de los cepillos de dientes de los hoteles y hostales que ha visitado durante el día. Además, el conflicto entre las dificultades diarias de las chicas y cómo la capital del país sigue su curso impasible se aprecia, por ejemplo, en un plano donde, desde el techo del destartalado bloque donde reside, una chica observa una universidad totalmente nueva, icono de un progreso artificial que no tiene en cuenta lo terrible que sucede justo delante de sus narices.
Pero Panh, como en la mayoría de sus trabajos, no pretende dar pena con los ejemplos de las personas a las que da voz: no cae en la miserabilidad facilona ni en lo truculento, no intenta aprovecharse del complejo de culpa occidental ni soltar proclamas en contra o a favor de la legalización de la prostitución. Dentro de las complicadas circunstancias expuestas muestra a sus protagonistas como supervivientes, como personas con coraje que no se rinden pese a las adversidades. Ellas, a su manera, son muy parecidas a otras víctimas políticas, económicas y sistemáticas tratadas por el autor a lo largo de su carrera. Y no sólo las reales, también las ficticias: como la protagonista de Neak sre, machacada por el hecho de ser una mujer con responsabilidades en un entorno dominado por los hombres (el sector agrario posterior a los Jemeres Rojos); o la Isabelle Huppert de Un barrage contre le Pacifique (2008), una viuda francesa azotada por las complicadas condiciones naturales de sus terrenos y por las injusticias administrativas de los gestores coloniales en la Indochina de los años 30. Todos estos personajes podrían caer en el victimismo, pero no lo hacen: su pretensión es la de sobrevivir con la mayor honra posible en el mundo que les ha tocado, proteger a sus hijos y allegados. Y Pahn consigue esta exaltación del pundonor gracias a su valentía como creador, a no temer a censores e intransigentes que sólo asumen una forma de contar las cosas, de exponer los temas “importantes”. La creatividad como arma de resistencia, como se aprecia en estas palabras del propio director:
«¿Cómo resistir cuando estás en una situación extrema?, ¿cómo superar lo inadmisible? Y luego pensé en la famosa frase de Adorno: «escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Pero yo pienso lo contrario, después de Auschwitz se necesita aun más poesía. La poesía, en el sentido griego, es la creación. Hay que crear para construir y no desaparecer. Fue mi punto de partida: cómo ha podido sobrevivir la gente, cómo he podido sobrevivir, gracias a ideas poéticas, alejadas de la ideología o del totalitarismo que nos aplasta. No hace tanto tiempo, los poetas soviéticos disidentes se aprendían poemas y libros de memoria en caso de que Stalin los quemara. Esa manera de resistir es genial. Prohibir la poesía es prohibir soñar. Un ser humano es un soñador, es lo que hace su grandeza y su progreso. Si se te prohíbe soñar o crear, te aprendes todo de memoria para la próxima vez. Es una bella manera de resistir».