Star Trek: más allá, de Justin Lin
“I’m ticking back in time/I wanna see if you can spot/You finally calm my head at night”
(M83, Solitude)

Creo que el cine ha tenido siempre una capacidad para transmitir una cierta nostalgia hacia las estrellas, algo así como una suerte de “no-poder-ser-nunca-más”, una aceptación del límite de lo humano —en el amor, en el descubrimiento, en la existencia— que quizá alcanzó su cénit en la imborrable secuencia de la biblioteca de Solaris (Solyaris, Andrei Tarkovsky, 1972). Solemos olvidar que la saga Star Trek arrancó —en su advocación estrictamente cinematográfica— apenas siete años después en una impresionante y confusa experiencia poética con interminables secuencias alucinógenas bajo la firma de nada menos que Robert Wise. Y me permitirán subraye ambas palabras: experiencia y poética. En sus mejores momentos, la saga Star Trek se ha permitido el lujo de acariciar la escritura experimental o de puntear pequeños estremecimientos nostálgicos. Detrás de las alambicadas tramas personales que se desplegaron en la Nueva Generación, el reboot parecía haber perdido —especialmente en su segunda entrega— esa suerte de sabor amargo y confortable, como un licor conocido y venenoso, que forma parte de la complejidad del universo trekkie.
Sin duda, Star Trek: Más allá (Star Trek: Beyond, Justin Lin, 2016) no recupera los estremecimientos originales ni sus reescrituras —estoy pensando concretamente en todo lo que supuso Star Trek: Generations (David Carson, 1994)—, y sin embargo, plantea algunas complejidades interesantes sobre lo que se puede esperar de la nueva saga. En cierto sentido, todo está planteado en los fantásticos primeros veinte minutos de película: la idea de frontera, de límite, queda engarzada a la vez en la narración en off del cuaderno de bitácora de Kirk (Chis Pine), y en esa especie de fresco rápido y poderoso de relaciones sociales, amores y desamores, camaraderías y cansancios, que enhebran la Enterprise. Uno quizá hubiera deseado una película íntima, la película de las conversaciones a media voz y los desencuentros, la película de lo cotidiano y lo invisible en casi todas las demás producciones de la saga.

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Luego, por supuesto, la enésima amenaza se cernirá sobre la tripulación de la nave y el malvado villano irredento con un plan infalible para destruir la humanidad modificará las reglas del discurso cinematográfico, pero antes. Antes está la delicadeza de la palabra, la promesa del gesto, la película que no pudo ser pero que se sugiere con toda su hermosura. La frontera y el cansancio. El más allá del título, que actúa aquí como una trampa mortal: es un más allá agotador, interminable, algo que trasciende la propia experiencia del cuerpo y que hace puro daño en su imposibilidad. No es de extrañar, a su vez, que el malvado villano irredento sea, en cierto sentido, un cuerpo mutante que atraviesa océanos (cósmicos) de tiempo, cuerpo casi-inmortal que reniega abiertamente de ese más allá y se queda en el más acá —pagando, por supuesto, el precio mismo de la locura—. Luego extraña paradoja: uno puede no morir (y enloquecer), o vivir a la búsqueda interminable de lo desconocido y desfallecer de puro aburrimiento (el caso de Kirk). Entre medias, comparece la opción de Spock (Zachary Quinto), que consiste en algo así como aceptar el peso de la herencia, cargar con el muerto (literal) de su rama genealógica y aceptar que no somos sino pequeñas esquirlas de tiempo, suspendidos en el estúpido paréntesis de un padre muerto y un hijo que no llega. No hay Más allá para Spock, en tanto su conciencia racional del presente le regala un lugar simbólico en el que enterrar su dolor: la fotografía de Leonard Nimoy, convertida aquí en un homenaje, una sábana santa espacial, un fetiche, una reliquia inteligentemente situada en el cierre del relato para garantizar los aplausos de la concurrencia al final de la proyección. (Y si, puedo confesarlo sin el menor pudor: yo estuve entre aquellos que aplaudieron, tomando la feliz opción vulcaniana de aceptar el reencuentro con mi infancia de niño trekkie y mi inevitable futuro de padre muerto que contempla a sus hijos, ahora sí, desde la foto/imagen de un más allá, esperemos que dentro de muchos años).

El problema de la película, por supuesto, es qué ocurre con el metraje más allá de esos primeros veinte minutos iniciales, su muy pertinente cierre y dos o tres bloques narrativos realmente notables. Tenemos algunos caramelos visuales de esos que, como decía al principio, podrían heredar el dulce sabor de la imagen-vanguardia (la idea no es mía, por cierto, les remito al podcast de Perros Verdes al respecto). La multiplicación de Kirks a bordo de una motocicleta tiene el sabor metálico y poderoso de los circos pobres de la infancia que jugaban a encerrar a protosuicidas en esferas de metal, y sin duda, funciona. La reivindicación del Sabotage de los Beastie Boys en la escena del enjambre es uno de esos momentos de emoción cinematográfica pura, una gozada a nivel de montaje que únicamente se puede apreciar en toda su belleza en una sala que se atreva a proyectar la película en buenas condiciones visuales y con un sistema de sonido exquisitamente alto. Carson podía haber jugado a citar en sordina la secuencia-paradigma de cualquier asalto a la estrella de la muerte de turno, y sin embargo, hay un reconocimiento al ritmo cinematográfico, y a la vez, una hermosa manera de permitirnos enamorarnos un poco del personaje de Jaylah (Sofia Boutella), que podría ser una gran baza de cara al futuro pero del que —ojalá me equivoque— tengo el pálpito de que acabará en la papelera de los eternos secundarios que-pudieron-ser-y-no-fueron.

Chris Pine plays Kirk in Star Trek Beyond from Paramount Pictures, Skydance, Bad Robot, Sneaky Shark and Perfect Storm Entertainment

Más allá —ahora sí, más allá— de esos momentos la película se deshace y no soporta el peso ni de su sentido del humor impostado ni de su falta de inspiración visual. Sin embargo, eso no la paraliza para abrirse paso, no nos obliga a mirarla con desprecio o a evitar recomendar su visionado. Muy al contrario, su falta de objetivos de largo alcance es tan honesta que casi dan ganas de abrazar a los guionistas: al contrario que todos esos productos que parecen responder a todas las preguntas y parecen una miss oligofrénica hablando de la paz mundial, aquí se propone un pequeño cóctel de elementos simpáticos, bien engrasados y deliciosamente correctos.

Por supuesto, como decía al principio, el texto siempre estará dominado por la inevitable nostalgia de aquella otra cinta fantaseada, la que no pudo ser, el drama íntimo de los protagonistas y que tal vez hubiera rodado como Dios, pongamos por caso, un Assayas o una Reichardt —pero claro, ¿quién pagaría semejante película?— Mientras tanto, por lo menos se ha diseñado una posible estrategia de intimidad, de poesía y de dignidad en la caracterización de personajes. Y créanme, viendo a veces cómo está el patio, no parece poco.