Modos y modas
23 Alternativa, el Festival de Cinema Independent de Barcelona
La gran oportunidad que cada año nos da L’Alternativa para contemplar propuestas distintas nos ha permitido no sólo disfrutar de ellas sino plantearnos ciertas dudas sobre la objetividad de nuestra mirada o sobre la estética de los autores.
Los modos, los premios
Behemoth (Zhao Liang, 2015) fue la ganadora del premio de la crítica. Obra sobre la relación (nefasta) de sociedad y naturaleza, se articula sobre una serie de secuencias que revisan el impacto de una inmensa mina sobre el territorio circundante. Arrancando con citas bíblicas y con los versos iniciales de La Divina Comedia, la cinta se desplaza del exterior al interior de la obra. Fuera, los pastos violados de la Mongolia interior, dinamitados, arrasados, habitados por una colonia de camiones y máquinas que van despojando, mecánicamente, a la Tierra de sus riquezas, de su valor. En el interior, imágenes del infierno cotidiano en el que malviven miles de trabajadores, taladrando, picando, recogiendo mineral. Behemoth es, en esta parte, una cinta tan fascinante por la doble lectura. A nivel social, por su denuncia. A nivel formal, por su abstracción. Como Dead Slow Ahead (Mauro Herce, 2015), bebe de West of the tracks (Tiexi Qu, Wang Bing, 2002) de manera innegable aunque en esta ocasión la fotografía en color permite contemplar un paisaje casi marciano. Cambia, sin embargo, en su segunda mitad, cuando la mirada se detiene en los seres humanos que rapiñan el carbón desechado y lo espigan para sus hogares. Espigadores que viven del mismo veneno que les mata y enferman y fallecen de neumoconiosis. Behemoth pierde entonces para mí su originalidad y se adentra en el reportaje de denuncia, aun sin entrevistas o enumeración de cifras. ¿Es por ello menos interesante? ¿Se devalúa la obra? Entramos en el terreno de la confusión crítica, de la subjetividad y la Alternativa no sólo pone a prueba el valor de lo filmado sino la opinión de quién lo comenta. Tal vez sea una suerte de esnobismo pero, aun así, reivindico el brillante final de la cinta en la que, de nuevo en silencio, vemos cómo el material arrancado a la Tierra se utiliza para la construcción de inmensas ciudades dormitorio que permanecen vacías, tan inertes como el páramo arrasado unos kilómetros más allá. Y me provoca ciertos escalofríos pensar que aquello que realmente me atrae de Behemoth es su capacidad por mostrar el vacío, por captar la sinrazón.
Y parece ser que en todo festival que se precie debe de haber dos jurados distintos aunque debe ser una medida de seguridad… ¡nunca se sabe qué van a votar los críticos! En esta ocasión el jurado oficial fue mucho más radical apoyando a Havarie (Phillip Scheffner, 2016), una obra basada en un único plano de imagen sobre el que se ilustra una tragedia mundial mediante múltiples elementos sonoros. Havarie sigue durante una hora y media las oscilaciones de un bote lleno de emigrantes. Son imágenes captadas por un turista que desde un crucero de lujo filmó a los emigrantes durante tres horas. Ahora podemos ver su oscilación que parece deberse a una deriva involuntaria, a merced de las olas, sin que lleguemos a distinguir quienes están a bordo de la pequeña embarcación ni si están lanzando gritos de auxilio o saludos. Sobre este fondo visual, se entrecruzan numerosos testimonios sonoros: comunicaciones de salvamento marítimo, comentarios de refugiados en Francia o España, declaraciones de deportados que desde Africa comentan el fracaso de su viaje o tristes relatos de refugiados que tuvieron mejor suerte. Havarie pone a prueba al espectador y nos echa en cara las injusticias de las que somos cómplices, muy especialmente cuando oímos los gritos de ánimo y de júbilo de un grupo que ansían llegar a Barcelona para divertirse. Desafortunadamente la patera desvió su ruta para conseguir asistencia para un diabético en riesgo mortal y varios viajeros acabaron encerrados o deportados. Los gritos de júbilo suenan entonces como acusaciones son la misma imagen de fondo, como una mancha indeleble en nuestro campo visual. Y, llegados a este punto, cansados de ver lo mismo durante 90 minutos, de sentirse responsables de la tragedia, cabe preguntarse. ¿De qué modo elegimos cuál debe ser la mejor película? ¿La que nos incomoda más? ¿La más original, a costa de la fuga del espectador, consiguiendo sólo el asentimiento de aquellos que ya estaban previamente convencidos? Sigo admirando la valentía de Havarie y su arriesgada puesta en escena, ese salto al vacío emprendido por su director, pero carezco de respuesta a mi propia pregunta.
Hubo otras cintas mencionadas por uno y otro jurado. The Illinois Parables (D. Stratman, 2016) fue, para mí, la más destacable de ellas. Obra basada en material aprovechado, fueran fotografías, portadas de periódicos, textos de discursos o libros, antiguos documentales, fórmulas de física, planos de instalaciones nucleares o viejos dioramas, The Illinois Parables revisa la historia del Estado de Illinois y sus diversas regiones. Curiosamente lo hace no sólo con una originalidad formal sino que basa su relato en destierros, condenas y expulsiones. La deportación de las tribus indias originarias de aquellas tierras, la de los mormones y los utópicos arcádicos, la de la ocultación bajo tierra de las ruinas radioactivas y las víctimas del racismo. Stratman utiliza materiales de segunda mano para narrar la historia que jamás fue contada o, como mínimo, que a nadie del lugar le gusta oír.
Las modas pasadas
Paula (Eugenio Canevari, 2016) fue la mención especial del Jurado de la crítica y, de nuevo, debo plantearme dudas sobre las modas de los modos y la persistencia de las fórmulas. La cinta de Canevari venía precedida de una aura que la vinculaba al cine de Lucrecia Martel. Tal vez fuera la voluntad de su autor. Lamentablemente veo en ella una búsqueda de las formas de un tipo de cine que estuvo en boga hace una década y que ahora se me antoja ya anticuado. Un cine repleto de silencios más que de diálogos, que gusta de desencuadres, fueras de campo y de planos secuencia en los que los personajes andan, atraviesan el paisaje, sin que nada suceda. Un cine que se basaba, en el caso de Kiarostami, por ejemplo, en su capacidad de evocación poética; en su densidad dramática en el caso de la referida directora argentina. Un modo de hacer cine que en manos de admiradores corre el riesgo de devenir un puro cliché. Paula es sin duda una cinta apreciable pero tiene los modos pasados de moda.
Y algo semejante sucedió con la cinta más esperada del festival, Mimosas (Oliver Laxe, 2016), obra precedida por diversos premios en otros festivales y que bebe a partes iguales de métodos de producción de Passolini y Jean Rouch, buscando la naturalidad en actores no profesionales y paisajes reales y la poesía en la Naturaleza misma. Mimosas se basa en la contraposición entre lo real (un Marruecos urbano, contemporáneo) y lo fantástico (un Atlas bellamente retratado por Mauro Herce, inspirado por el orientalismo de Fortuny y otros pintores del cambio de siglo). Laxe apuesta fuerte y atrapa inicialmente al espectador en su doble propuesta. Pero el giro argumental (que parece más sobrevenido durante el rodaje que previsto) traspasa lo fantástico a lo supuestamente real y deja empobrecida a la aventura hasta un final apresurado, improvisado. No estamos ante una revisitación de la aventura como hicieran Huston o Lang. Es una copia de las formas de las que ambos bebieron, es una copia de la estilización de las formas. Y, no habiendo un argumento potente tras las formas, pese a su indudable atractivo visual, Mimosas acaba por revelar certa impostura, cierto vacío.
Las sorpresas, en Paralelo
Hubo interés limitado en el caso de otras obras a competición. Actor Martínez (Mike Ott & Nathan Silver, 2015) era un peculiar docudrama que se basaba y a la vez se resentía de no definir el límite entre lo real (la elección de un obrero como protagonista de una suerte de reality en torno a él mismo) y lo elaborado (el casting para la búsqueda de pareja). Heart of a Dog (Laurie Anderson, 2015) era el ensayo catártico que la pareja de Lou Reed elaboró sobre su propia vida. Rica en anécdotas, salpimentada de reflexiones interesantes que vincula con su perro, Anderson no consigue unificar una obra llena de momentos visuales interesantes y reflexiones ingeniosas pero mucho más dispersa de lo que debería ser.
La sección Panorama, sin embargo, contenía dos de las mejores obras del certamen.
La substància (Lluis Galter, 2015) parte de la copia de Cadaqués que empresarios chinos llevaron a cabo para utilizarla como centro de un resort vacacional, uno de esos mundos copiados tan afines a la mentalidad oriental capitalista. Sin embargo no estamos ante un documental. Galter nos lleva de la copia al original y de éste a la copia con tal habilidad que consigue confundirnos. Obra que se alejó de la idea de documental, evita arrancar en la ciudad catalana y sin embargo parte de la historia (anecdótica) de una pareja interracial que poseen uno de los apartamentos del falso Cadaqués. Esta pequeña narración será mezclada con las imágenes del Cadaqués auténtico y su entorno natural. El juego de espejos se acentúa (siguiendo los modos del Documental de Creación de la UPF) con la aparición de un personaje peculiar que en el Cadaqués real se dedica a la copia y recreación de iconos visuales propios de la Costa Brava. La desorientación de la mujer china durante un paseo en la playa se entremezcla con la presencia de otro chino en el Cap de Creus. Pese a su sumisión a un modelo creativo que fuerza alguna situación, La substància constituye una pieza brillante y admirable por su modestia.
Y extremadamente modesta es Las más macabras de las vidas (Kikol Grau, 2014), una obra rebelde y antisistema que constituye uno de los mejores documentales sobre la transición española. Aunque centrada en la trayectoria del grupo Eskorbuto, la obra de Grau se sumerge en las imágenes y la realidad de la periferia urbana de Bilbao en los ochenta, utilizando material extraído de internet. Obra contracorriente, reivindicativa del acceso a las imágenes de cadenas públicas, es un potente documental musical y, a la vez, una vibrante crónica política. Grau recoge imágenes de publicidad y telediarios, de drogas, suburbios, manifestaciones y atentados, de ETA, el PSOE y la Guardia Civil. Una obra que alterna el pasotismo de los marginados a la lucha política abertzale, una película que alterna el humor con la más virulenta declaración política. Y todo ello sin perder el formato de musical. La edición del material en baja calidad funciona en consonancia con las grabaciones del grupo punk, sus actuaciones espasmódicas, sus comentarios sarcásticos y sus letras vitriólicas que puntúan no sólo las imágenes del grupo sino las de los telenoticias. Si la transición sigue siendo el falso mito de España, si no entendemos que nuestros males provienen de ella, ello se debe en buena parte a que no hay autores que la plasmen en imágenes, que la analicen y nos la traigan a nuestras retinas para que podamos juzgar ahora lo que entonces se decidió. Perfectamente emparentable con Venid a las cloacas, la historia de La Banda Trapera del Rio (Daniel Arasanz, 2010), otra crónica musical del extrarradio de aquellos años, habrá que preguntarse si tenemos una autocensura que sólo la música permite saltarse. Tal vez, si hubiera estado a concurso, esta libertad de formas, estos modos intempestivos, hubieran hecho de la obra de Grau la vencedora del Festival. ¿Qué cabe esperar, sino, de una película que incluye a Fraga vociferando a un realizador por que mueve la cámara al filmarlo? Toda una declaración de principios éticos y estéticos.