La 61 edición de la SEMINCI (Semana Internacional de Cine) de Valladolid —en los últimos años adjetivada innecesariamente como «de autor» quizá con el afán de especializarla oficialmente—, se ha saldado con un equilibrio razonable entre su grisura como certamen, enterrado por la profusión de festivales cinematográficos vecinos y la caída de la financiación, sumada a la falta de personalidad que impone la externalización comercial de su organización a una empresa de eventos (tanto da en este sentido que hablemos de un festival de cine, como de una pasarela de moda o un congreso político), y la quizá casual o no pero en cualquier caso apreciable selección de filmes entre los que se han podido ver un puñado de films notables, e incluso una obra maestra, firmada por el excelente Asghar Farhadi.
Si la sección oficial ha tenido como leitmotiv difuso la preponderancia de la mirada femenina (algo que ya ocurría el año pasado), y el análisis del papel de la mujer en muy diferentes sociedades y conflictos dramáticos, los ciclos paralelos han tenido este año como protagonistas al cine chileno, y a Richard Linklater —objeto de una retrospectiva completa un tanto injustificada, dada su ausencia y lo ampliamente conocido de su filmografía. Así mismo, el número de ciclos paralelos —como viene ocurriendo en los últimos años— se ha multiplicado en número, lo que —al margen del interés de alguna de ellas— hace expreso el refrán de que quién mucho abarca poco aprieta. Así, a los ciclos mencionados, se ha añadido un ciclo incompleto de homenaje a Abbas Kiarostami, autor imprescindible descubierto a comienzos de los 90 en España precisamente en la SEMINCI, el merecido homenaje insuficientemente ilustrado con una única película al veterano outsider Francisco Regueiro, autor de filmes de gran interés como El buen amor (1963) y Amador (1966), un ciclo de cine infantil, otro dedicado al cine y al vino, un homenaje incrustado a los cineastas indios Kabir Bedi y Bobby Bedi, una reivindicación del dimitido director de la Filmoteca, Chema Prado, y otro a la actriz Geraldine Chaplin, a los que se han sumado las secciones fijas de primeros realizadores, de cine documental, de cine documental español, de cine hecho en Castilla y León, de películas españolas del año y de cortometrajes. En definitiva, una muestra amplísima, interesante pero absolutamente competitiva entre sí, que aunque ha batido un récord de espectadores, se ha visto así mismo lastrada en su recaudación por la coincidencia con la Fiesta del Cine, provocando una razonable y sensata bajada del precio de las entradas.
Uno de los hitos más interesantes de la edición fue la presencia durante toda la semana, como presidente del jurado de la sección documental, del mítico cineasta y político argentino Fernando «Pino» Solanas, autor poco conocido en nuestro país, que atesora sin embargo una filmografía verdaderamente relevante tanto en el campo de la ficción como en el del documental. Lo llamativo fue la falta de atención que el festival le prestó. Quizá hubiese sido mucho más razonable plantear, aprovechando su presencia, algún tipo de encuentro o mesa redonda (inexistente) sobre su cine, o sustituir la innecesaria retrospectiva de Linklater por una de su obra, verdaderamente valiosa, tanto en términos estéticos como en planteamientos históricos.
La sección oficial: Los imprescindibles
Hablando ya en concreto de los filmes, la sección oficial estuvo, como es tradición, integrada por títulos representativos de diversas cinematografías mundiales, europeas, latinoamericanas y asiáticas, alternando obras de directores de reconocido prestigio y veteranía, con otras firmadas por autores jóvenes y desconocidos. En este sentido, parece claro la existencia de dos niveles en la liga: el de las películas con un interés real y una altura mayor, más allá de que su resultado sea positivo o fallido (y no necesariamente relacionada esta valía con la firma de las obras) y el de los títulos de relleno que basculan entre las películas adocenadas, con envoltura de calidad, y los experimentos vacíos generadores de tedio cuando no de irritación.
En el grupo de las películas imprescindibles vistas en el festival, luce con derecho propio, a gran distancia de las demás, The Salesman (Forushande, 2016), de Asghar Farhadi, que venía precedida por su éxito en Cannes. El director iraní, con mimbres similares a los de Nader y Simin, una separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011), entrega un film modélico y excelente que retrata con precisión de cirujano, pero con gran humanidad y atención al detalle, la vida de una pareja en Teherán. El matrimonio, sin hijos, se dedica al teatro y está inmerso en un montaje de La muerte de un viajante de Arthur Miller, que debe enfrentarse a las peculiaridades (tratadas casi cómicamente) de la censura iraní, al tiempo que vive un misterioso incidente cotidiano relacionado con una agresión, que permite la descripción de tipos humanos, conflictos personales e incluso políticos. Es difícil lograr un mejor encaje (y con mayor sutileza) de numerosos elementos soberbiamente tejidos: la idea general de imitación entre la vida y el teatro, la construcción de un suspense abstracto casi hitchcockiano a partir de la trama del agresor (un viajante real tan abyecto como patético o entrañable), el extraordinario diseño de la relación de pareja marcada por el amor, pero también por la desconfianza y la incomprensión; y en definitiva un retrato social de verdadera altura, tan implacable como humanista, que sin subrayados muestra un país encarcelado (no es casual la imagen final del film) en una moral tradicional por un lado, pero también en una hipocresía extensible a cualquier otro lugar. Farhadi se confirma con este film como uno de los únicos maestros verdaderos del cine contemporáneo. Curiosamente, y aún siendo de lejos el mejor film de la edición, la película se fue prácticamente de vacío en la Seminci 2016.
La otra gran película de la edición resultó ser El ciudadano ilustre (Gastón Duprat y Mariano Cohn, 2016), también saludada previamente en otro gran festival, en este caso el de Venecia. El filme argentino se erige en un trabajo excelente (salvo por el giro final algo artificial y efectista) que narra con una aparente sencillez visual incluso amateur, y un equilibrio tonal increíble entre drama reflexivo, humor costumbrista, humor negro y finalmente casi terror, una historia fenomenalmente escrita por Andrés Duprat, autor de un guión prodigioso que, junto con la interpretación de Óscar Martínez (premio en Venecia) se convierten en las bases evidentes de la grandeza de este pequeño film. La trama cuenta cómo un Premio Nobel de Literatura ficticio, consagrado escritor argentino alejado del mundanal ruido, decide regresar a Salas, su aldea natal en Argentina, escenario de sus novelas, y a la que no retorna desde hace cuarenta años. Lo que al principio resulta una sátira social de ida y vuelta (tan cáustica con el carácter rural y popular de los vecinos como con el elitismo ensimismado del escritor), va progresando hasta convertirse en un relato emocional y casi melancólico de la vuelta, que se ve filtrado constantemente por giros de humor casi absurdo, minimalista, hasta concurrir en una especie de pesadilla. Un film muy brillante, que obtuvo la Espiga de plata del Festival de Valladolid.
Finalmente entre lo más destacable del certamen estaría Clash (Eshtebak, 2016), de Mohamed Diab; un film egipcio muy notable y de elaborada concepción, que analiza con complejidad y gran aparato visual la frustrada revolución del país en 2012. La acción se sitúa justo después del golpe militar que depuso el gobierno de signo islamista egipcio, y la premisa, artificiosa pero bien ejecutada, plantea un único punto de vista y escenario a partir de que toda la acción está desarrollada dentro de un furgón policial. De este modo, paulatinamente en el coche celular van entrando un grupo variopinto de personajes: dos periodistas, un grupo de manifestantes contrarios a los Hermanos Musulmanes, un grupo islamista diverso y varios ciudadanos apolíticos encerrados de modo casual. El planteamiento que pasa por ser una especie de actualización claustrofóbica del relato Bola de sebo de Maupassant —luego inspirador de La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939)—, y también ambientado en una revolución (en este caso la francesa), permite construir un microcosmos matizado que refleja la situación sociopolítica de modo magistral, al tiempo que el caos, la intensidad y la angustia se van apoderando del relato. No son aquí los apaches, pero si el desorden más absoluto reinante en el que tanto militares como manifestantes constituyen un peligro.
La sección oficial: Entre lo interesante y lo fallido
En un segundo grupo de filmes, se encuentran propuestas más o menos apreciables, aunque claramente irregulares o menores, algunas interesantes pero fallidas y otras impecablemente sólidas pero convencionales y con tendencia al melodrama. Esta última adjetivación atañe particularmente al filme Las inocentes (Les innocentes, 2016), dirigido por la francesa Anne Fontaine, realizadora conocida particularmente por el biopic de Coco Chanel interpretado por Audrey Tautou, de pastoso título castellano: Coco, de la rebeldía a la leyenda de Chanel (Coco avant Chanel, 2009). La película que Fontaine presentó en Valladolid es un drama franco-polaco, escrito por Pascal Bonitzer, ambientado en la inmediata posguerra en Polonia en un momento de giro entre la derrota de los nazis y la influencia soviética, en que la Cruz Roja asiste a los heridos, y una enfermera francesa (Lou de Laâge) se convierte en la matrona de las monjas de un convento, muchas de ellas embarazadas por las violaciones de los nazis. El conflicto nace de la oposición de la madre superiora a asumir los hechos lo que provoca una progresiva aceptación de la situación por parte de la comunidad, en una trama que podría recordar al drama de personajes del último film de John Ford, Siete mujeres (Seven Women, 1967). El filme, que se basa en hechos reales, es distanciado y gélido en su naturaleza polaca —la mejor—, estática y apuntalada por una excelente fotografía (paisajes nevados, el grisáceo convento) y una puesta en escena que podría recordar, aunque en clave mucho más convencional, a la atmósfera de la excelente Ida (íd., 2013) de Pawel Pawlikowski. En su parte francesa el film es más académico y relamido, resultando en conjunto digno pero algo pesado y con un trasfondo que aunque camuflado en cierta dureza no deje de ser un relato crítico de buenos sentimientos, con enfermera abnegada, monjas, y niños indefensos.
Si este filme es un melodrama sólido y convencional, Las furias (2016), plato fuerte del certamen como obra inaugural y ópera prima del reconocido director teatral Miguel del Arco, es un filme con interés aunque claramente fallido; una suerte de tragicomedia bastante artificiosa e intensa sobre los desequilibrados miembros de una familia que se reúnen en una casa de campo. La primera parte, desarrollada en Madrid, es muy artificial e incluso ridícula y pomposa en diálogos y puesta en escena, pero en la segunda, desarrollada en la casa y en la costa, el film reflota gracias a un notable elenco actoral (mención especial para Mercedes Sampietro). El director, consagrado director teatral, entrega su ópera prima con un exceso de pretensiones y un escaso ajuste en el manejo del lenguaje cinematográfico. Si el film funciona es exclusivamente por algunos intérpretes y por la brillantez técnica (véase la excepcional fotografía de Raquel Fernández), siendo la historia un melodrama intenso y un tanto forzado de emociones familiares mezcladas con una culminación un tanto rocambolesca, que lo convierte en un artefacto fallido aunque con determinados golpes de gracia y con bastante atractivo.
Simpática aunque inofensiva y claramente menor, resulta la propuesta del veteranísimo cineasta japonés Yoji Yamada, Maravillosa familia de Tokio (Kazoku wa Tsuraiyo, 2016), repetición en clave cómica, utilizando a los mismos actores de su previo film Una familia de Tokio (Tokyo kazoku, 2013), revisión-homenaje en clave contemporánea al clásico de Yasujiro Ozo Cuentos de Tokio (Tokyo Monogatari, 1953). Este nuevo título se articula también como un homenaje explícito a Ozu, más bien agradable y con momentos destacables, pero sin profundidad. El evidente guiño al maestro nipón (emulación de la estética, temática familiar), se hace expreso cuando el abuelo, al final del filme, se proyecta en dvd el citado film Cuentos de Tokio y los créditos de aquel sirven como fin para este. La historia mezcla la teórica ruptura entre los abuelos con los diversos enredos de hijos, nueras y nietos desarrollando casi una sit-com más o menos eficaz y con algún momento intenso, pero en general lineal. Casi puede destacarse como elemento de alarde el plano secuencia final con grúa en que desde fuera de la casa se observa en las distintas estancias (y de forma muda) el desenlace de cada una de las subtramas.
En este grupo de films intermedios, podría incluirse también Tormenta de arena (Sufat Chol, Elite Zexer, 2016), un modesto film israelí con ciertos hallazgos, que traza con sensibilidad la historia de una joven palestina (Lamis Ammar) de una familia de beduinos, que debe consentir en casarse por un acuerdo de su padre con un amigo, pese a estar en la universidad y enamorada de otro joven. Es algo tópica en su temática (siempre valiente en cualquier caso), pero reflota el interés gracias a algún hallazgo visual y al dramatismo más complejo del personaje de la madre. La escena de la joven perdida entre los paños de colores tendidos al viento, o el metafórico final casi circular, otorgan al film un mayor interés dentro de ese carácter menor, que hace a la película mostrarse simpática, también por su brevedad y sencillez. El film causó alguna polémica por tratarse de una producción israelí hecha por israelíes que refleja las vivencias en el seno de una comunidad palestina, lo que a efectos del valor cinematográfico de la película resulta accesorio y sin la menor relevancia.
La sección oficial: entre lo convencional y lo irritante
En un estadio progresivamente más flojo se sitúan dos films franceses, bien acabados, pero que aunque con diverso tono, perfectamente podrían pasar por mediocres dramas de sobremesa envueltos con cierto esmero. El primero, realizado por la joven directora Katell Quillévéré, Reparar a los vivos (Réparer les vivants, 2016), es un peculiar, aunque más bien ramplón, convencional y académico melodrama que podría entrar en la corriente de vidas cruzadas con los trasplantes de órganos como eje de la trama (literal en tanto en cuanto el aspecto clínico y el sentimental giran totalmente en torno a ello, y llegamos a ver casi en tiempo real la operación con el corazón desconectándose de un cuerpo para ser cosido en otro). La historia es casi un díptico que presenta primero la muerte cerebral de un adolescente surfista en un accidente de coche, el sufrimiento de su madre y la labor asistencial y de consuelo de un joven médico, para pasar después a contar la historia de una mujer madura, madre de dos adolescentes y lesbiana, aquejada de una afección cardiaca, que termina recibiendo el corazón del chico. Es un film cuya corrección política casi irrita, aunque se trate de un título correcto que se sigue sin mayor problema. Lo mejor, una verdadera pieza magistral, aislada en la narración que a veces se entrecorta para ofrecer saltos al pasado, es el relato (casi un pequeño cortometraje truffautiano) de como el adolescente fallecido liga con una compañera de instituto adelantando con su bici al tranvía y besándola al llegar a la estación.
El otro filme, que sirvió como clausura amable del festival, es El hijo de Jean (Le fils de Jean, Philippe Lioret, 2016), una comedia dramática franco-canadiense más bien intrascendente aunque realizada con cierta solvencia técnica sobre un joven ejecutivo francés (Pierre Deladonchamps, protagonista de El desconocido del lago [L’inconnu du lac, Alain Giraudie, 2013]), hijo de madre soltera ya fallecida, que un día recibe desde Canadá la noticia de que su padre (del que ignoraba su identidad ha muerto). El chico decide viajar a Montreal para el funeral y es acogido por un médico (un excelente Gabriel Arcand), viejo amigo de su padre que le insiste para que desista en su actitud de destapar la verdad ante la familia del fallecido. El enredo narrativo esconde una trampa emocional, bastante previsible a los pocos minutos de metraje, pero el filme no asume ningún tipo de riesgo dentro la corrección política de buenos sentimientos, quedando como un título entretenido y agradable, pero que en el fondo no deja de ser un telefilm de lujo bastante tópico.
Pese a su belleza visual, resulta también muy poco apreciable, la aportación del serbio Goran Paskaljevic, autor de cabecera del festival, que en esta ocasión con su incursión india Tierra de dioses (Dev Bhoomi, 2016), entrega una obra, explicada como experiencia de relajación espiritual del cineasta, filmada con cierta precisión y una gran fotografía, pero más bien ramplona en su historia y ejecución un tanto superficial, folclórica y de postal. Cuenta el viaje a su aldea originaria en el Himalaya de un escritor —Victor Banerjee, protagonista en su día del filme postrero de David Lean Pasaje a la India (A Passage to India, 1984)—, que se está quedando ciego y que quiere recuperar sus raíces. Allí se dará cuenta del problema básico del choque entre tradición y progreso, así como de la dificultad para lograr una relativa independencia de la mujer con respecto a los designios familiares. Es un filme poco trascendente (pese a su intención claramente trascendental) que pasa efectivamente sin pena ni gloria. No cabe duda de que el director parece encontrarse más cerca de la brillantez cuando se ocupa de conflictos dramáticos más cercanos a la problemática y las costumbres de su país.
En el campo de lo irritante, nos encontramos con la aportación al certamen de Deepa Mehta, obra probablemente seleccionada a ciegas dado el (discutible) prestigio de su autora. Anatomía de la violencia (Anatomy of Violence, 2016) es un engendro lamentable y tramposo que se aprovecha de un loable discurso de denuncia de las violaciones en la India, para devenir en una descuidada recreación absurda de la biografía de varios violadores con oportuna coda documental. A partir del caso real de una mujer violada colectivamente en un autobús (noticia escandalosa que trascendió fronteras en su día), la cineasta india reconstruye la vida de los seis violadores en episodios independientes. Cada uno de ellos está interpretado por el mismo actor que reproduce su infancia y adolescencia (en una especie de happening teatral), siempre compleja y llena de situaciones terribles (violaciones por parientes, miseria, delincuencia). Todo este aparato medio improvisado y descuidado culmina con un epílogo de reportaje que no puede si no llamar la atención sobre el problema —que incluye, lo mejor del film, el testimonio real de uno de los violadores encarcelados realmente escalofriante—. Este final que impele al aplauso no esconde una hora y media previa absurda y oportunista que difícilmente —en esos términos narrativos—visibilizará el problema en su país, quedando como un ejercicio de aristocracia cultural pretendidamente vanguardista, pero en realidad barato y oportunista.