La La Land, de Damien Chazelle

No business like show business

Entre el fervor de sus exégetas y el desprecio de los hater casi parece necesario valorar qué grado de reconocimiento merece La La Land. Sin embargo, habida cuenta de que su existencia sólo parece justificarse en función de las obras con las que se autoreferencia, habrá que valorar qué relación mantiene con la historia del género y qué sentido tiene en la actualidad tratar de repetir la fórmula de los musicales clásicos.

La comedia musical

Hace casi un siglo en que Hollywood descubrió el sonido y lo integró perfectamente al show business. La historia (y la leyenda) es sabida. El cantor de jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland &Gordon Hollingshead, 1927) fue un éxito abrumador y abrió la puerta a una nueva concepción de negocio. Artistas y directores se encumbraron y otros se desvanecieron como bien cuentan Donen y Kelly en Cantando bajo la lluvia (Singin’in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), obra cumbre del género que, por otro lado, es homenajeada/copiada en diversos planos y secuencias de la película de Chazelle). Diversas productoras apostaron fuerte por el género en los 30 dónde inicialmente triunfaron las obras basadas en musicales de Broadway o números de cabaret, de La calle 42 (42nd Street, Lloyd Bacon, 1933) a las Vampiresas (Goldiggers, Mervin Leroy, 1933) y las consecuentes ediciones de las Melodías de Broadway (1929, 1935, 1937, 1940). Más adelante la comedia musical se fue identificando con unas estrellas muy determinadas sobre las que lucía el duo sin par que constituyeron Fred Astaire y Giner Rogers en sus interpretaciones para la RKO. En los 40 y 50 es MGM quien ejerce el liderazgo y consigue atraer a los más destacados profesionales, bailarines, escenógrafos y directores del género. Algunos son auténticos maestros en diversos ámbitos, como George Cukor, Vicente Minelli o el propio Donen, otros son estrellas que brillaron con fulgor en este firmamento como Busby Berkeley, Gene Kelly o Judy Garland y algunos consiguieron grandes obras aunque se desplazaran entre diversos géneros como serían los casos de Robert Mamoulian o George Sydney.

Las mutaciones del musical americano

Fue una auténtica edad de oro que fue desvaneciéndose en los 60 con una ola de musicales en los que los bailes eran substituidos por un scope más amplio dónde cupiera un abundante coro que arropaba a actores que no bailaban y que en algunas ocasiones tampoco cantaban. El color y el vestuario pasaban por encima de la coreografía y la vocación de cine familiar daba paso a unas obras pretendidamente más maduras, más serias. Era la época de West Side Story (íd., Robert Wise & Jerome Robbins, 1961), My Fair Lady (íd., George Cukor, 1964), Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music, Robert Wise, 1968), Hello Dolly! (Gene Kelly, 1969), El violinista en el tejado (Fiddler in the Roof, Norman Jewison, 1971) o Jesucristo Superstar (íd., Norman Jewison, 1973). Eran obras que luchaban contra la televisión y que sólo tenían del género musical las canciones, mayormente originadas en shows teatrales. Sólo Bob Fosse mantiene alto el estandarte más clásico del gran baile con actores y actrices cantantes, aunque con temática más adulta, con Noches en la ciudad (Sweet Charity, 1969), Cabaret (íd., 1972) y, más tarde, All that Jazz (íd., 1979). Erase una vez en Hollywood (That’s Entertainment, John Halley Jr. 1974) y Hollywood, Hollywood (That’s Entertainment, Part 2, Gene Kelly, 1976), mastodónticos collages y emotivos autohomenajes a/de los clásicos de la MGM constituyen el epitafio del género clásico musical.

¿Muere pues el musical americano, como se argumentó en los ochenta y cómo algunos textos consideran ahora? En absoluto. Desapareció una época y con ella una concepción de la comedia musical, algo que ya hace plantearse por qué resucitarla ahora, como si tuviéramos los cromosomas para revivir un diplodocus. La comedia musical se adapta a la época y se hace más ácida (en todos los sentidos), más gamberra, un punto (sólo un punto) antisistema. Recordemos Los productores (The Producers, Mel Brooks, 1967), El fantasma del Paraíso (The Phantom of the Paradise, Brian De Palma, 1974) y The Rocky Horror Picture Show (íd., Jim Sharman, 1975). Y, en la década siguiente, más adocenada, más lejos del flower power y de Vietnam, otro tipo de musical aparecería, esporádicamente, poniendo al día las historias de chico conoce a chica, chico pierde chica, chico recupera chica… con algo más de sexo (no demasiado) y sarcasmo. Son los años de Grease (íd., Randal Kleiser, 1978), Flashdance (íd., Adrian Lyne, 1983), Footloose (íd., Herbert Ross, 1984) o Dirty Dancing (íd., Emile Arlodino, 1987), entre las más famosas.

¿Queda algo de la comedia musical clásica? Sin duda, su melodía pervive en grandes obras. Hay ecos musicales, canciones, glamour y historia de triunfo y derrota en New York, New York (íd., Martin Scorsese, 1977) con la mirada puesta en Minnelli. Hay canciones, bailes, mucha ironía y buen humor en la encantadora Dinero caído del cielo (Pennies from Heaven, Herbert Ross,1981) que consiguiera aunar homenaje y distanciamiento con el género. Y está, por supuesto, Corazonada (One from the Heart, Francis Ford Coppola, 1981), un elegíaco canto al musical clásico de bellísimas melodías y soberbia puesta en escena, con dos intérpretes que no destacan ni por el baile ni por la voz pero que deslumbra con su triste historia en la que chico y chica no tienen más opción de seguir juntos. Pese a poder codearse con Donen, Minelli, Kelly y Mamoulian, ni Tom Waits, ni Vitorio Storaro, ni Dean Tavoularis, ni la magia de Nastassja Kinski salvaron el hundimiento de la Zoetrope y de Coppola.

La La Land

Mientras el musical pervive en el cine europeo bajo muy diversas formas (desde las óperas rock de Ken Russell al musical social de Jacques Demy o Alain Resnais, de las cintas de/con cantantes rock a obras pseudo-documentales, de las crónicas de Michael Winterbottom a los experimentos de Lars Von Trier…), Hollywood sólo luce en las cintas de Disney, que no dejan de seguir buena parte del patrón de la comedia musical, muy concretamente en la época en que le compositor fue Alan Menken. Finalmente, con el cambio de siglo, el género se reinventa con apariencias muy diversas: el aggiornamento elegante de Todo el mundo dice I love you (Everyone Says I Love You, Woddt Allen, 1996), los extraños Trabajos de amor perdidos (Love Labour’s Lost, Kenneth Branagh, 2000), el amargo y brillante sarcasmo rock de Hedwig and the Angy Inch (íd., John Cameron Mitchell, 2001), el pastiche postmoderno en Moulin Rouge (íd., Baz Luhrman, 2001), el uso de los Beatles para musicar una crónica de los sixties en Across the Universe (íd., Julie Taymor, 2007)…

Sirva tan larga (y a la par incompleta) revisión para tratar de entender el porqué de la mera existencia de una cinta como La La Land. La respuesta no es simple pero sin duda se origina en la coincidencia entre un director con afición por llevar el ritmo a la pantalla y una afortunada apuesta de producción con vistas a obtener un éxito seguro. Recordemos, there’s no business like show business… ¿Invalida esta motivación los valores que pueda tener la obra de Damien Chazelle? Sin duda no. La búsqueda del éxito, profesional o financiero, están en la raíz de las grandes obras del género a las que la propia La La Land alude. Y, sin duda, la extrema campaña de fans y la ristra de premios (que irá in crescendo) no benefician la valoración que podamos hacer de ella… Pero ¿qué pretende Chazelle?

Vayamos por partes. El argumento remite sin reparos a los clásicos. Sin embargo el final amargo se acerca más bien a las obras neo-clásicas de Scorsese y Coppola. Las suaves (y pegadizas) melodías rechazan volcarse en el jazz furioso que reivindica el protagonista (free jazz que no suena ni aparece en ningún momento en pantalla) o en el rock que aparecía en los musicales de este siglo. Las coreografías arrancan con voluntad de deslumbrar ya desde el primer instante pero se van desvaneciendo a medida que transcurre la acción. Las referencias a Donen y Kelly, a Minnelli y Kelly, son frecuentes, pero la construcción de toda la obra, con la irrupción de la música en torno a unos personajes que prosiguen su paseo o su tarea sin evidenciar grandes dotes para bailar o cantar nos acercan más a Demy o Resnais. Da la impresión, pues, que La La Land tata de quedar bien con todos y se erige en una suerte de festín que evoluciona de un pica pica del musical clásico al musical de los setenta, pasando por Europa. ¿Es ello censurable? No en sí mismo. Chazelle conoce bien el género, es músico y es cineasta, y tiene el dominio suficiente para colocar la cámara dónde debe estar en cada momento. Damien Chazelle tiene sentido del ritmo y mediante travelling, grúas y edición otorga a su película algo inherente al género musical, el movimiento. Se pueden hacer buenas secuencias musicales con una buena canción. Pero si no sabes plasmar el ritmo en las imágenes nunca conseguirás un buen musical, te limitarás a reproducir en pantalla una obra teatral como sucedió con el género en los sesenta y como aun sucede hoy en día (una lamentable prueba de ello es Los miserables, Les misérables, Tom Hooper, 2012). Chazelle aprovecha la combinación de algunas coreografías, mucho color, una notable banda sonora y su conocimiento del tema para exprimir unos recursos limitados. Ese es, sin duda, el mérito de La La Land.

No obstante, hay otros puntos a considerar. Por una parte, habría que recordar aquello que alguien dijo de Fred Astaire: no sabía cantar, no sabía actuar y era calvo, mejor que se dedicase a otra cosa. Por suerte para todos, Astaire no hizo caso del comentario y el musical se elevó con él a las más altas cimas de la belleza. Desafortunadamente, el comentario serviría para Ryan Gosling. No sabe cantar, no sabe bailar y no sabe actuar. Gosling, actor ideal en su inexpresividad para Winding Refn, no suple sus déficit con su sonrisa y es un cero a la izquierda para la película. No es sin embargo el mayor lastre de la película. A la postre, tal vez tenga yo tan poca visión como quien dijo aquella sentencia sobre Astaire y el flequillo caído, la media sonrisa y los tímidos pasitos de baile sean producto de las grandes dotes interpretativas de Gosling. Tenemos, por otra parte, el auténtico quid de la cuestión. El auténtico problema de la cinta de Chazelle es que La La Land carece de identidad. Tantas idas y venidas entre Hollywood y Francia, entre Donen y Coppola, entre Minelli y Scorsese sitúan a la obra en un terreno de nadie. No importa la banalidad argumental. El musical clásico, la comedia musical a la que parece querer imitar (dejemos de lado el concepto homenaje) ya era así en su mayor parte. El problema radica cuando no sólo cambia de estilo visual, de puesta en escena, sino cuando cambia de tono. La La Land se muestra enérgica en su primera mitad, despreocupada en una banalidad que asume. Pero en el momento en que trata de aumentar la densidad de su trama ya es demasiado tarde. El drama que contiene New York, New York es evidente desde su primera secuencia, con el continuo desencuentro entre Francine y Jimmy. La pareja protagonista de Corazonada, Hank y Frannie, no tiene un futuro feliz, está muy claro desde el inicio. Sin embargo, tras una hora de felicidad ajena a todo mal, Chazelle quiebra brusca, injustificadamente, a golpe de guion, la feliz convivencia de Mia y Seb. El tour de force final, la vida alternativa, es contradictoria con toda la asumida intrascendencia y no hace sino poner en evidencia el vacío dramático que la precede. Sea decisión de Chazelle o de producción, La La Land salta entonces, no de Donen a Minelli, sino del clasicismo a la postmodernidad y rompe, abruptamente, el tono. Es una decisión que parece más calculada que vocacional, más forzada que creíble, y mucho menos atrevida de lo que cabría pensar. Una opción que deja entrever unas costuras que se antojan tan calculadas, tan poco espontáneas, tan de despacho de producción, como fueron las de The Artist (Michel Hazanavicious, 2011). Podemos reivindicar un par de números musicales, la interpretación de Emma Stone imitando en la decisiva audición a Liza Minnelli en el número final de New York, New York o dejarnos llevar por la melodía de City of stars… pero comprenderemos que Chazelle nos ofrece un pastiche que no alcanza la potencia de obras que han planteado, con ritmo y energía visual, la fidelidad al género desde una ruptura en pos de nuevas formas de expresión.

i Y permítanme una reivindicación, ya que puestos a plantear roturas amorosas en favor del bolsillo, prefiero el elegante, sentido, final de la infravalorada Café Society (íd., Woody Allen, 2016)