La frase de Alfred de Musset que, a modo de rótulo, da comienzo a Los amores imaginarios (Les amours imaginaires, 2009) define sintéticamente una de las razones profundas del cine del autor canadiense: «La única verdad es el amor irracional». Y no me refiero a la importancia del sentimiento romántico como motor de sus películas —que también— sino, sobre todo, a la irresoluble tensión que se produce entre términos antitéticos como «verdad» e «irracional»; no me cabe duda de que si por algo se caracteriza el cine de Dolan es por lo que podríamos llamar “hiperrealismo emocional”, un clima de extrema violencia en el choque de sentimientos contradictorios, bajo cuya apariencia de melodrama desatado permanece un poso genuino que habla sobre la verdad de la vida.
Además, este joven talento del séptimo arte logra aquello que pocos logran: una perfecta coherencia entre forma y contenido. Así, los choques desgarradores entre las diversas emociones que se producen en sus filmes llegan al espectador gracias a decisiones técnicas llenas de sentido y que —aunque casi siempre incómodas— definen a la perfección la atmósfera en la que conviven sus personajes. De todas las películas de Dolan, Solo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016) es donde esto queda más claro.
La decisión de rodar el filme mayoritariamente en primeros planos muy cerrados configura un espacio cinematográfico asfixiante en el que el espectador sobrevive esforzadamente durante la hora y media que dura la película, como trasunto del ambiente irrespirable en el que transcurre el reencuentro imposible de una familia rota. La muerte próxima del protagonista, que solo conoce el espectador, revolotea como relato no narrado que quizá descubran el resto de personajes, funcionando así como elemento de tensión permanente entre las expectativas y la realidad; a esta tensión que el guión sostiene de principio a fin y a todos esos primeros planos que apenas dejan respirar, hay que sumar un clima de calor insoportable que reconocemos en el sudor y las quejas de los personajes y, por supuesto, ese estallido en gritos por mutua incomprensión entre los miembros de la familia que es “marca de la casa” del cineasta. Todo ello compone su película más angustiosa y, quizá, la más definitoria de su estilo y de sus temas.
En Mommy (íd., 2014), todo esto queda de manifiesto en uno de los mejores momentos del cine de Dolan —y del cine contemporáneo—, cuando, superada la mitad del metraje, el protagonista estira sus brazos y, con ellos, el propio formato de la pantalla, convirtiendo una incómoda proporción casi cuadrada (más estrecha que el clásico 4:3 al que ya no estamos acostumbrados: sentimos que los personajes se encuentran encerrados, constreñidos) en el estándar actual (16:9); tras ese gesto, ya en un plano general amplio y con abundante aire a ambos lados, el protagonista respira mirando hacia el cielo en un momento de catarsis que permite oxigenar otra trama violenta —en este caso con heridas que van más allá de lo emocional— y que, de nuevo centrada en el ámbito familiar, nos cuenta la relación de amor/odio entre un adolescente y su madre. Este magnífico momento no será el único en el que cambie el formato de pantalla de Mommy, en lo que constituye un perfecto ejemplo de la obsesión del canadiense por adaptar sus procedimientos cinematográficos a la esencia de sus relatos.
La violencia que late en todo el cine de Dolan se manifestó con brutalidad en el videoclip que realizó en 2013 para la canción College Boy de la banda francesa Indochine. En blanco y negro, en formato cuadrado como buena parte de Mommy y con el mismo actor, la pieza está protagonizada por un adolescente que sufre acoso escolar y cuyo vía crucis se materializa en una crucifixión literal, tras la cual es cruelmente ejecutado por sus compañeros mediante una serie de disparos cuyas consecuencias son mostradas en pantalla con una crudeza poco habitual en trabajos destinados al consumo de masas. Sujeto a la letra de la canción, el vídeo musical no entronca directamente con sus temas —excepto por el protagonismo de un joven— pero sirve para entender el poso de violencia, aquí mostrada muy explícitamente, que recorre toda su filmografía:
El otro videoclip de Dolan, realizado en 2015 para el tema Hello de la solista Adele, nos acerca a una de las características más asombrosas para un cineasta de poco más de veinte años: la madurez en la dirección de los intérpretes. Limitado por el género del vídeo musical y bajo la servidumbre de la canción, el cineasta lleva a cabo todo un estudio matizado del rostro de Adele que, más allá de la emoción de la propia música, es lo que ofrece vida propia al trabajo visual. Esta cuestión es también muy destacable en Solo el fin del mundo, puesto que no hay nada más arriesgado en un filme compuesto al noventa por ciento de primeros planos que el mal gesto de un actor o toda una interpretación ligeramente desviada del objetivo principal; en el último filme de Xavier Dolan los cinco protagonistas (Gaspard Ulliel, Nathalie Baye, Vincent Cassel, Marion Cotillard y Léa Seydoux) no solo están impecables en la ejecución, sino que resulta muy difícil destacar a uno sobre el resto, lo que demuestra una indudable maestría en el complicadísimo ejercicio de gestionar los egos y los vicios de actores y actrices. Es una muestra de gran talento que Dolan haya conseguido armonizar en este último filme un conjunto de personalidades tan extraordinarias (la veteranía de Baye, la testosterona de Cassel o el divismo de Seydoux) de modo que no solo borden sus trabajos sino que se complementen a la perfección en un tour de force interpretativo permanente durante hora y media.
Este dominio técnico fue puesto encima de la mesa contundentemente por primera vez en Laurence Anyways (2012), en mi opinión su mejor película y una de las más destacables de la década. Allí, durante más de dos horas y media que descansan completamente sobre los hombros de Melvil Poupaud (Laurence) y Suzanne Clément (Fred), los rostros de ambos intérpretes dibujan con precisión, en medio de la tormenta emocional, una evolución psicológica repleta de matices que —el hiperrealismo, de nuevo— nos pasarían desapercibidos incluso en nuestra realidad cotidiana, y que resultan valiosísimos para definir sentimientos y actitudes. Laurence Anyways comparte argumento —una historia de amor más allá de las identidades de género— con la interesante La chica danesa (The Danish Girl; Tom Hooper, 2015), pero el visionado de ambas películas deja clara la diferencia (a favor de Dolan) entre superficialidad y profundidad, entre complacencia y radicalidad, entre comodidad y riesgo. La audacia es una de las señas de identidad de un cineasta valiente que se deja ver en otro de los mejores momentos de su cine: los dos protagonistas se reencuentran en medio de un paraje nevado donde llueven ropas de color; el exuberante contraste entre el frío del hielo y el calor del encuentro, entre el blanco del paisaje y los colores de las prendas, nos hace olvidar el artificio escenográfico y nos sentimos en medio del abrazo cálido y frío de dos personajes llenos de amor y de dolor.
El dolor es el sentimiento que vertebra todo el cine de Xavier Dolan, ese dolor que se muestra con crudeza en la metáfora final de Solo el fin del mundo, un final en el que, como en otros de sus finales, simplemente un personaje se va. Si el dolor es el sentimiento predominante, la familia es el tema por excelencia. Diríase que la familia como paradigma de las convenciones sociales es la causa del dolor en el universo de este joven canadiense, tal como se muestra más claramente en Tom en la granja (Tom à la ferme, 2013), su película menos lograda pero no por eso carente de interés. La homosexualidad (o la transexualidad, como en Laurence Anyways) es en todas sus películas un componente que suma dolor al dolor del choque entre la necesidad de huir de la familia y la necesidad de pertenecer a ella.
Resulta insoslayable, en todo análisis de este singular director, su trayectoria y su edad. Autor con veinte años de su primer largometraje (Yo maté a mi madre / J’ai tué ma mère, 2009) —donde ya estaban su esencia temática y parte de su estilo—, cumplirá en marzo los veintiocho con siete películas —The Death and Life of John F. Donovan, la séptima, está en posproducción— y dos videoclips, uno de ellos para una de las cantantes de mayor éxito del momento; pero es que además Dolan ha logrado con sus siete películas más de cien premios internacionales y, lo que es más relevante, nueve de ellos en el Festival de Cannes, el más prestigioso del mundo. De hecho, todas las películas suyas que han participado en Cannes (que han sido todas excepto Tom en la granja) se han ido a casa con algún premio, mayor o menor.
Y digo que esta parte del análisis resulta insoslayable porque Dolan, como toda persona que no ha cumplido los treinta, es un ser humano en construcción. Eso quiere decir que estamos ante el principio de su mundo, de una forma de ver la vida que está aún en fase temprana. Por tanto, el futuro de su cine es una enorme y fascinante incógnita para quienes vemos en él un creativo brillante con ideas visuales deslumbrantes, con un asombroso dominio técnico para su edad y con un indiscutible universo propio que, en función de su evolución personal, podría derivar hacia caminos que le convirtieran en uno de los grandes del séptimo arte. Lo que es seguro, ya a estas alturas, es que para algunos amantes del cine recorrer ese camino personal y profesional junto a Xavier Dolan va a ser uno de los mayores placeres de los próximos años.