La cara que te mereces
Hay un tiempo para las intuiciones y otro para las certezas. El primero, tal vez, lo asociamos a nuestros pasos iniciales durante la infancia, cuando el mundo no es mucho más amplio que las modestas dimensiones del hogar familiar. O de esa calle que atravesamos cada día. O de los rostros que se apelotonan en el aula del colegio. Momentos, todos ellos, de una forma de ver las cosas que, muy poco a poco, empieza a tomar contacto con la vida. En Moonlight (íd., 2016), Barry Jenkins refleja esa etapa inicial de su protagonista, Chiron, en un entorno que forma parte de su memoria: Liberty Square, una barriada empobrecida de Miami. En las mismas paredes de un blanco descascarillado, los mismos tendederos colectivos y el mismo ambiente pesado de un hogar señalado por la adicción al crack de la madre. En esa brusquedad con la que la cámara de Jenkins se acerca a su criatura, pegado a su espalda, a sus silencios, absorbiendo cada detalle de un paisaje, en apariencia, desolador para un niño, que sin embargo contrasta con los espacios abiertos y la calidez de la luz de Miami, en la que parecen convivir dos miradas diferentes sobre la vida: la de la infancia de su director y guionista, y la del adulto que observa en retrospectiva fragmentos de su pasado para intentar hilvanar con ellos ese necesario instante de cambio, cuando comenzó a fraguar su identidad.
Moonlight no deja de ser una reflexión sobre cómo forjamos nuestra identidad, el tiempo que nos lleva aceptarla y aprender a vivir con ella. Lo que la hace especial es, precisamente, la decisión del director y su guionista, el dramaturgo Tarell Alvin McCraney, de saltar entre diferentes etapas en la vida de Chiron, entre la infancia, la adolescencia y su llegada al mundo de los adultos. Sin que cada salto, ya de por sí amplio, olvide o deje atrás las huellas de los años vividos, de manera que cada episodio del filme enganche, uno con otro, los asuntos de su protagonista: la relación tormentosa con la madre, su sexualidad y su convivencia en una sociedad demasiado limitada si perteneces a las clases bajas. Y sin que cada salto no evidencie ese instante imborrable de aprendizaje, como un rayo que nos parte en dos desde dentro, que nos arranca de la rutina de los días que pasan sin más para enseñarnos la belleza de las pequeñas cosas. En el primer segmento de la película, Jenkins plasma esa sensación en la escena en la que Chiron, apenas un niño, conoce la playa de la ciudad. El reflujo de la marea, el sabor salado y la satisfacción inigualable de flotar en mitad del mar, que la cámara de su director retrata como si de un bautismo se tratase; en parte, quizá, por la autonomía, por la minúscula conquista personal que concede a su personaje central. Por esa brizna de libertad sobre su opresivo entorno.
A Jenkins le apasiona capturar esos episodios aparentemente insignificantes, los juegos infantiles o la soledad que proyectan sus pequeños cuerpos sobre la hierba del campo, para reflejar en ellos la pausa, el sentido de pertenencia, que la otra vida —en el aula o en el hogar— les niega. De ahí que su cámara se mueva nerviosa, casi frustrada, cada vez que su protagonista sale de su refugio interior, inerme ante la violencia de un mundo que todavía no ha aprendido a entender. A una madre a la que no sabe cómo querer. A un amigo al que no entiende por qué debe amar. En ese sentido, sorprende la brutalidad con la que afronta el primer encuentro sexual de Chiron, resguardado por la noche y esa playa de recuerdo imborrable. El sonido de las olas, la respiración de los cuerpos, los músculos tensados mientras la mano de Kevin le masturba, la arena con la que se limpian después del momento. La intensidad con la que sus personajes aprenden qué es el deseo, qué la intimidad, dejando que sean sus cuerpos, y el silencio que embarga a la escena, los que se internen en ese paisaje desconocido de la vida. La economía de gestos es tan precisa, desprende tal grado de vulnerabilidad, que prácticamente parece sacada de la memoria de su guionista, como un recuerdo del pasado que conservamos intacto, preservado al cambio, para explicarnos a nosotros mismos cuándo empezó a transformarse todo. Cuando la vida se abrió camino.
Lo interesante de Moonlight es el debate al que somete a su protagonista para interrogarle acerca de sus elecciones vitales. Por esa madurez esculpida en un cuerpo musculoso repleto de heridas emocionales; por ese trabajo de traficante que cierra el círculo abierto durante su infancia; por esa rutina de hielo y agua fría con la que aplacar unos impulsos, unos sentimientos, para los que no encuentra una dirección. Un sentido. Otra persona. Porque Barry Jenkins siempre interroga, a veces también compadece, con su cámara. Arropa a su personaje mientras llora ante la madre consumida por sus adicciones, tras esas lágrimas que no sabe si responden al perdón, al amor o a la vulnerabilidad. O en esa otra escena, cuando Chiron y Kevin se reencuentran años más tarde, casi varias vidas después, en la que los movimientos de cámara —inspirados, según propia confesión, en Tiempos de amor, juventud y libertad (Three Times, Hou Hsiao-hsien, 2005)— juegan con las miradas, con los silencios y titubeos de ambos. Lentamente, como en una balada; penetrando, como la voz de un cantante de góspel, en ese territorio íntimo en el que sus protagonistas encuentran el cobijo necesario para volver a desnudar sus sentimientos.
En Moonlight, Jenkins y McCraney persiguen sus respectivas memorias, a través de una cámara pegada a las espaldas de sus actores y un texto que escarba en lo pueril, en las heridas, en los miedos y los anhelos. Y de ese diálogo entre ambos, de la melancolía y la infelicidad, de los gestos marcados en la piel y las exigencias de una madurez precipitada por el puro instinto de supervivencia, surge una de las imágenes/reflexiones más bellas de la película: la de ese niño que vuelve, una y otra vez, a la playa en la que encontró los primeros trazos de su identidad. El tiempo de amor y de libertad, pero también el vértigo incontrolable de ambos sobre su vida. Los titubeos cada vez que una expectativa parece a punto de cumplirse, cuando casi la rozamos con los dedos. La certeza de que todo ese dolor, todas esas heridas, todas esas lágrimas derramadas frente a la cámara configuran el rostro final de Chiron. El tríptico construido en varias épocas, en las que, más que los cambios, advertimos de qué manera se asienta una mirada sobre las cosas. Cuán profundamente penetran los sentimientos en el interior de las personas. Pero, sobre todo, en el que no dejamos de contemplar en el rostro final del actor Trevante Rhodes la expresión de ese temor ante la vida de Chiron. La fragilidad, la franca desnudez con la que las emociones se abren camino cada vez que tiramos del hilo de nuestro pasado; cada vez que nos contamos historias para intentar salvarnos del olvido. O del dolor, el éxtasis y la primera madurez que provoca la irrupción de nuestra identidad.