Hollywood negro
El gesto artístico y su dimensión política. Hay cineastas conscientes de las implicaciones de abrazarlo en un momento concreto, y otros que prefieren dejarse llevar. Y hay momentos en los que el gesto adquiere un verdadero estatus de subversión, una aspiración a romper la norma y abrirse paso en un mundo que permanece temeroso al progreso. Hay momentos en los que, simplemente, ese mismo gesto se diluye en la conveniencia. Se acomoda en la corriente o, mejor dicho, en la contracorriente a una oficialidad a la que en realidad pertenece.
Pongamos nombres. Otto Preminger se empeñó en violentar a ese Hollywood racista y condescendiente. Y lo hizo de manera brillante, convirtiendo a Dorothy Dandridge en la Carmen de Mérimée y haciendo de la ópera de Bizet un musical cargado de erotismo e íntegramente negro en Carmen Jones (íd., 1954). Toda una bofetada a los parámetros ideológicos (que no formales) del género, un desaire a ese mainstream blanco y feliz, a ese limpiabotas negro que un año antes bailaba con Fred Astaire en Melodías de Broadway (The Band Wagon, Vincente Minnelli, 1953) mientras le limpiaba los zapatos. El gesto, entonces, resultaba enormemente significativo, desafiante incluso. Un equivalente a esa conversión al negativo de la imagen que el artista pop Richard Hamilton había llevado a cabo con un fotograma de Navidades blancas (White Christmas, Michael Curtiz, 1954) con Bing Crosby en su centro. Hoy, la importancia de la propuesta de Preminger se vería atenuada en un contexto en el que la representación racial ofrece un abanico mucho más amplio y complejo. Amplio porque la era Obama creó un caldo de cultivo idóneo para toda una corriente de cine consagrado a la reivindicación o la denuncia, a la descripción de la épica del oprimido. Complejo porque la multiplicidad de esas representaciones da pie a serias dudas en torno a cómo Hollywood ha incorporado ese discurso antes marginalizado y que ahora necesita ser integrado en las estructuras discursivas del mainstream.
El resultado, en líneas generales, dista de ser prometedor. Una parte de ese cine permite esa integración en la oficialidad desde la peor de las actitudes posibles, esta es, la condescendencia. Películas como Precious (íd., Lee Daniels, 2009) se acercan a la marginalidad desde la pornografía emocional y dejando a un lado cualquier matización. Eliminan, desde el momento que toman esa opción, cualquier posibilidad de desarrollar una complejidad que supere el estereotipo hiperbólico. Otros títulos no han vivido de esas estridencias, pero se han apresurado a adherirse a una escritura canónica que les sirve de salvoconducto para esa visibilidad y aceptación pública. El propio Lee Daniels templó los ánimos en El mayordomo (The Butler, 2013) y apostó por un academicismo apolillado e inane, pero al fin y al cabo válido para ganarse un puesto digno en las quinielas de la temporada de premios. 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, Steve McQueen, 2013) le adelantaría en esa carrera, quizá con menos acartonamiento y una mayor personalidad por parte de su director, pero el triunfo de McQueen representaba el modelo perfecto para entrar en ese discurso oficial: una revisión de un cruel episodio de la época de la esclavitud, una denuncia con carácter redentor y mimbres para despertar la compasión. Y pasar a otra cosa. Un tercer grupo escapa a esa ansiedad de confirmación y permite apuestas más liberadas del contexto, de su correspondencia con el gran público. La desfachatez pop de Quentin Tarantino en Django desencadenado (Django Unchained, 2012) y Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015) escupe a la cara cuestiones de raza, juega con ellas del mismo modo en que fagocita referencias y pervierte géneros o a la Historia misma. Barry Jenkins, en Moonlight (íd., 2016), aborda su propia historia para hablarnos de cómo se construye la identidad. El estereotipo, o mejor dicho su riesgo, está en el enunciado pero no en el texto. Su mirada es personal, íntima, y construye personajes sobrecogedores por humanos e imperfectos. Nos conmueven por quiénes son, no por lo que representan.
Los dos primeros tipos descritos vienen a participar de lo que el crítico Armond White ha descrito como un cine egocéntrico y al estilo de Hollywood en plena era Obama. White es uno de los casos más interesantes de la crítica estadounidense actual, un crítico por lo general vehemente en sus textos y siempre comprometido con una evaluación de la representación racial en el cine. Detrás de lo anecdótico de episodios tan estrambóticos como los insultos vociferados durante la entrega de un premio a Steve McQueen —precisamente, por 12 años de esclavitud—, la militancia de White revela una coherencia crítica y un discurso siempre presto a denunciar apasionadamente la institucionalización del tema. Uno de los ejemplos más significativos es su crítica de Selma (íd., 2014), la película de Ava DuVernay sobre la marcha liderada por Martin Luther King de Selma a Montgomery en 1965. El título que avanzaba la crítica no podría ser más indicativo, For Whites Only —Solo para blancos—, mientras que una frase del texto ilustraba el gran problema de la cinta: «it’s a Hollywood movie at heart» —«en su corazón, es una película de Hollywood»—. En realidad, estaba señalando el problema de una parte importante de ese Hollywood negro emergido en los últimos años y de presencia constante en la gala de los Oscars. ¿Cómo puede funcionar una obra comprometida con la denuncia de la injusticia desde los esquemas y la lógica que redujeron ese discurso a la invisibilidad? Se hace necesaria una ruptura de ese orden representacional para poder aspirar a algo más que a revisiones de episodios históricos que perpetúen dialécticas condescendientes y, por tanto, todavía subyugantes. Y no es posible contemplar esa alternativa sin un espíritu combativo. Sin acordarnos de Carmen Jones u Oscar Micheaux. Sin pensar en el Spike Lee de Haz lo que debas (Do the Right Thing, 1989) y Malcolm X (íd., 1992).
Sobre el papel, El nacimiento de una nación podría haber abierto una vía para arremeter contra ese modelo institucional. La doble implicación de Nate Parker, como director y protagonista, y la elección de retratar la revuelta liderada por Nat Turner en 1831, apuntaban a un proyecto tanto intransferible en su dimensión personal como incómodo, pues se trataba de recuperar uno de los capítulos más sangrientos de la lucha negra y preludio de la batalla definitiva que se libraría bajo la Guerra de Secesión y la abolición. A esto debemos añadir el desafío implícito en el título. Este posiciona inmediatamente a la película como respuesta al monumental filme homónimo de David Wark Griffith, clave en el asentamiento de un modelo narrativo y de montaje sobre el que se cimentaría el relato Hollywoodiense. En lo político, El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915) no dejaba lugar a dudas. Vehículo para la exaltación del Ku Klux Klan y apología de unos Estados Unidos blancos, la película de Griffith implicaba, por otra parte, y como también ha detectado White, un examen de la idiosincrasia de la herencia racial de una nación, cargada de miedos y luchas intestinas. En el enfrentamiento a esa postura abiertamente racista pero compleja del clásico de Griffith, la obra de Parker fracasa al ser incapaz de dotar de profundidad tanto a la construcción de una comunidad en la resistencia como a la de su protagonista, cuya dimensión psicológica es reducida a la mínima expresión. Para todos ellos, el único argumento que parece trazar su evolución es el sufrimiento y las humillaciones subrayadas hasta lo insoportable, acumuladas hasta el estallido que supone el levantamiento final. Frente a Griffith, Parker es terriblemente ingenuo y confía toda la fuerza de su réplica a lo furibundo de esas imágenes. De nada sirve. Su fuerza se diluye en la ausencia de una identidad esculpida, su épica desaparece tras el enunciado. Y su discurso acaba resolviéndose por la vía fácil, con la religión como hilo conductor en la experiencia del héroe y luego catalizador de su transformación en líder revolucionario. De predicador de Dios a brazo ejecutor de su ira.
Aclaremos que, a diferencia de algunas de las citadas, no hay nada condescendiente en el modo en que El nacimiento de una nación (2016) habla de injusticia y raza. En ese sentido, es la antítesis del crowd-pleaser que representa Figuras ocultas (Hidden Figures, Theodore Melfi, 2016), en constante búsqueda de la complicidad del palco. Incluso, la energía reactiva que manifiesta el trabajo de Parker sería de admirar si no fuera porque una y otra vez se da contra el mismo muro: la revolución vive en la superficie de sus imágenes, pero no dentro de ellas. Su violencia descarnada responde más bien a la ansiedad de una respuesta contundente, a la necesidad de perturbar posicionamientos que, hoy más que nunca, no pueden encontrar sitio en nuestra sociedad. Lo que falta aquí es una verdadera militancia que la respalde, y esa carencia a su vez pone la película en un lugar extraño, el de un agresivo grito de guerra que está llamado a incomodar más por su intensidad que por su capacidad movilizadora. Su esterilidad política queda más que confirmada en sus minutos finales, cuando su vehemencia acaba plegándose sin oposición a un modelo épico y mainstream que podría mirarse en el espejo de la populista Braveheart (Mel Gibson, 1995). Es entonces cuando pierde definitivamente su batalla y descubre el Hollywood canónico que late en su corazón. Aquel que ofrece dictámenes, formas para restringir voces vindicadoras a una visibilidad inocua. Que permite revoluciones controladas. Que limita la transgresión de la norma a su mero (y premiable) espejismo. Y en tiempos como los que se avecinan, se hace más necesario que nunca que las imágenes comparezcan para resquebrajar estructuras, romper moldes. Ofrecer resistencia.