Jackie, de Pablo Larraín

Show business, fantasmas y cuentos de hadas

En una escena de Jackie, la protagonista describe los instantes inmediatos al asesinato de John F. Kennedy como una lucha incansable por mantener en su sitio, con sus propias manos, el cráneo despedazado de su marido. Esa imagen mental es el espíritu del film y es Jackie Kennedy en todo su esplendor: un espejismo escurridizo; una ilusión perecedera; unos dedos desesperados por controlarlo todo, ya sean los órganos de su esposo o su estatus político. Según el director Pablo Larraín, al menos. Lo suyo no es una biografía fiel ni un retrato intimista, sino más bien el anti biopic. Jackie es una experiencia sensorial, un carrusel de emociones extremas que se estrellan contra la realidad al ritmo de una frase lapidaria —«La gente quiere creer en cuentos de hadas»—, que sale de la boca de la misma mujer que sostuvo el cuerpo acribillado de su marido mientras las cámaras la disparaban a ella.

En este parque de atracciones de duelo y éxtasis no hay lugar para el personaje en su faceta humana. Casi no hay Jackie antes de la tragedia; no conocemos su pasado y solo podemos deducir cómo era la relación con su marido o sus hijos antes del atentado. Tal vez Larraín confíe en que el público conozca los trapos sucios de los Kennedy. O puede que no esté interesado en ellos. Es significativo que el principal flashback pre-disparo sea el del tour que organizó la primera dama por la Casa Blanca, una pantomima televisada y calculada al milímetro que solo pretendía lavar la cara de la realeza estadounidense para asegurar su perduración a través del tiempo. “No dejéis que nadie olvide que una vez hubo un lugar, por un breve y brillante momento, conocido como Camelot”; la canción de Richard Burton se repite como un mantra en la película, en la mente perturbada de Jackie, que somos nosotros. Jackie es la reina Ginebra y también es Lady Macbeth; es la reencarnación de las ambiciones de sus antepasadas que, despojada en un segundo de todo poder, se niega a dejar su trono.

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La señora Kennedy vaga ahora por los pasillos de una casa vacía, creyéndose un zombie pero siendo en realidad un poltergeist que da sus últimas sacudidas para manifestarse ante los vivos, el pueblo americano, antes de desvanecerse para siempre. La fotografía, de colores grises y luz blanquecina, y el ritmo lento, estancado en el tiempo, refuerzan esta idea del poder como espíritu fantasmagórico. Incluso la interpretación de Natalie Portman, cuyo desbordante trabajo parece fruto de una posesión, ayuda a profundizar en ese nexo con el más allá. Por un lado, la sonrisa perfecta del poder en vida, reflejado en flashbacks majestuosos como el tour televisado, las fiestas en sociedad o los conciertos exclusivos. Por otro, la mirada perdida de su versión mortecina, cuyo clímax llega precisamente al ritmo de “Camelot” y lleva al personaje al borde del colapso en una de las escenas más espeluznantes del film, a medio camino entre lo real y lo fantasmagórico. Como es habitual en el cine de Larraín, Jackie explora a sus personajes desde el punto de vista de quién tiene el control. En No (2012), el dominio de la opinión pública en la televisión es indispensable para ganar el plebiscito en favor de la democracia chilena. El Club (2015) explora las catacumbas de la Iglesia católica, que mantiene a sus curas criminales enclaustrados en una isla remota. Con Neruda (2016) el director plantea un ambiguo juego del gato y el ratón en el que los roles parecen intercambiarse constantemente.

En Jackie, la primera dama define su objetivo con una lucidez heladora: controlar el discurso visual y escrito que transmiten los medios de comunicación de masas para crear una determinada imagen de los Kennedy que perdure en el imaginario colectivo. Jackie no quiere ser olvidada y decide que la forma de evitarlo es ofrecerle al público un último gran espectáculo; un funeral faraónico que acompañe al féretro de JFK por las calles de Washington DC, como en su día se hizo con el cuerpo de Abraham Lincoln. El film adopta aquí elementos del género de suspense, con la constante incertidumbre de si Jackie logrará llevar a cabo con éxito su ansiado plan y con un giro final: la confesión a un sacerdote de que no hace lo que hace por el legado de su marido, sino por el suyo propio. La obsesiva lucha por el reconocimiento de Jackie Kennedy recuerda al de Riggan Thomson, la vieja gloria del cine de superhéroes interpretada por Michael Keaton en Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (Birdman; Alejandro González Iñárritu, 2014), que montaba una obra en Broadway para obtener el aplauso de la crítica. En Jackie, la Casa Blanca es el backstage donde se gesta el gran show y las calles de Washington, el escenario del mundo.

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Jackie, como Thomson, tiene que lidiar con todo tipo de obstáculos hasta llegar al aplauso eterno de las masas. Es un triunfo que se confirma en un plano de ella mirando por la ventanilla del coche de camino al funeral, deleitándose con la multitud que se refleja en el cristal. Este recurso vuelve a repetirse una vez más, en una inquietante secuencia en la que la ex primera dama, ya lejos de su vida en la Casa Blanca, ve cómo los escaparates de las tiendas de ropa se llenan de maniquíes con su aspecto. Al igual que en Birdman, el éxito del plan no ofrece necesariamente el resultado esperado. Si en Birdman Iñárritu representó la lucha por la atención mediática mediante un único y frenético plano secuencia, aquí Larraín ha optado por un montaje descompuesto que recuerda a films como ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind; Michel Gondry, 2004) o Alabama Monroe (íd.; Felix Van Groeningen, 2012); un puzle de recuerdos cuyo nexo no responde a un criterio temporal o temático, sino que da saltos dependiendo de las emociones desequilibradas de la protagonista. Las emociones extremas se comen a Jackie y no parece que la protagonista encuentre la paz que ansía. Aunque la inmortalidad del fantasma del poder, que resucita de sus propias cenizas como el ave fénix, está garantizada. Eso lo sabe el público y lo sabe Larraín. Tal vez por eso para Larraín no exista el personaje antes del disparo; porque Jackie Kennedy no pertenece a un momento en el tiempo, sino a un ahora en el recuerdo colectivo. El realizador únicamente nos explica que fue ella, sin la ayuda de nadie, quien logró alcanzar su propia eternidad.