Kong: La Isla Calavera, de Jordan Vogt-Roberts

Vogt-Roberts nos presentó el deseo de aventura en su encantadora The Kings of Summer (2013). Aquella historia de adolescentes fugados de casa a un lugar más lejano en la mente que en el ámbito geográficamente mesurable (tan lejano como es el bosque de Swiss Army Man; Daniel Kwan, Daniel Scheinert, 2016) nos presentaba el aura de la aventura, el deseo que despertaba en todos los chicos y el gozo de disfrutarla. Vogt-Roberts nos divirtió y nos emocionó en aquella ocasión haciéndonos recordar, tal vez, pasajes de nuestra infancia o, tal vez, haciéndonos añorar aquella escapada a mundos ignotos que nunca llegamos a hacer.

En Kong: La Isla Calavera, Vogt-Roberts no llega a emocionarnos pero si consigue divertirnos. Da la impresión que compiten en ella dos películas. Por una parte, la que Warner y productoras asociadas diseñan con la intención de consolidar una saga fílmica basada en un universo de monstruos, un Monsterverse, que compita y derrote en taquilla las sagas de superhéroes. una saga iniciada con Godzilla (Gareth Edwards, 2014) con éxito moderado, ahora continuada y que tal vez enfrente a ambos personajes en un par de años. Pero está, sin duda, la película planteada por el director que, a diferencia de Edwards en Godzilla, parece mantener su personalidad. Parece que parte de la crítica y pública no quieren perdonar el saqueo de la mítica historia de la bella y la bestia descomunal, algo que ya sucediera cuando Jackson elaborase su versión (que de hecho era una suerte de digitalización hipertrofiada de la original de 1933 sin su encanto poético). No obstante, Kong: La Isla Calavera no es tanto un remake de King Kong como una suerte de spin-off, una historia colateral u otra versión de la historia de Kong en la cual el gorila gigante no se enamora de la chica ni abandona la isla.

Tras un vibrante prólogo en 1944 en el que dos pilotos derribados sobre la isla topan con el gigante, la narración salta a 1973, momento en que el sueño americano empieza a desmoronarse. Se pierde Vietnam, Nixon empieza a ser desenmascarado y la Guerra Fria aumenta de temperatura. En este contexto, Randa, director de Monarch, una organización secreta (John Goodman), consigue fondos estatales para financiar una exploración en una isla ignota y desconocida. La constitución del grupo es variopinta (un rastreador, un grupo de técnicos, una fotoperiodista… y una escuadrilla de marines aerotransportados, encabezada por un militar asqueado por la retirada de la guerra) y se presenta con gran eficiencia de recursos, agilidad narrativa y atractivo visual, situando a cada uno de los personajes en un entorno especifico y genuinamente cinematográfico. A la presentación de Packard, suerte de Coronel Kilgore de Apocalipsis Now (Apocalypse Now, Francis Ford Coppola, 1979) ansioso por descargar napalm al compás de Wagner, se contrapone la de James Conrad, presentado en un antro del sudeste asiático como un tipo capaz de moverse en zona bélica, en la selva o entre criminales y de salir indemne de cualquier situación.

Si la escuadrilla es derribada con fiereza por el gorila gigante no es tanto por estulticia de pilotos o inoperancia de guionistas sino por decisión de productora conforme el grupo debe caer a la selva. Ciertamente, con caer uno o dos había suficiente pero sin duda la productora opta por bigger the better, en cuanto a tamaño del gorila como a luchas de colosos. A partir de ese momento, podemos entender que pese a su título no estamos ante un remake de King Kong sino a una nueva versión de El mundo perdido de Arthur Conan Doyle (de la que hay diversas versiones cinematográficas) y en la que los intereses de un par de personajes (investigación a cualquier precio en el caso de Randa y venganza catártica tras la derrota de Vietnam, en el caso de Packard) arrastran al grupo a un éxodo lleno de peligros. Pese a sus continuas referencias visuales a Apocalipsis Now (soles inmensos sobre los que helicópteros y Kong resaltan sus siluetas, napalm, grupos indígenas guiados por un blanco llamado Marlow (con guiño a La isla del tesoro), extraños buques surcando ríos tropicales) no estamos dirigiéndonos al corazón de las tinieblas sino al corazón de la aventura. Cada década tiene su estilo y nos situamos tan lejos de King Kong como de Indiana Jones o Los Goonies. Siguen las inconsistencias históricas o políticas pero la inocencia del Hollywood clásico de la que ahora nos podemos reír es substituida por la hipertrofia comercializante que puede molestarnos. Es difícil juzgar si una u otra opción es más acertada. Tal vez ambas son coherentes con la época en que las películas fueron producidas. En cualquier caso Vogt-Roberts recupera con el personaje de Conrad el carisma del impertérrito y sabio Allan Quatermain de Las minas del Rey Salomón (King Solomon’s Mines, Compton Benett, Andrew Marton, 1950), del esforzado capitán Nelson de Objetivo Birmania (Objective: Burma, Raoul Walsh,1945) o del tenaz profesor Lindenbrook de Viaje al centro de la tierra (Voyage to the Center of the Earth, Henry Levin, 1959 ). Kong: La Isla Calavera tiene energía en el ritmo y en el interior de sus imágenes pese a sus gratuidades o incoherencias argumentales, así como buen número de secuencias memorables: el ataque de la araña camuflada, la muerte en off de un soldado, el reiterado uso del encabezamiento de la carta al hijo (Dear Billy…), la aparición del búfalo gigante, los reptiles monstruosos o la aparición de los gigantescos esqueletos, uno junto al otro, en los que habrá que buscar refugio…

Kong: La Isla Calavera va un paso más allá del remake de Godzilla o el reboot de Parque Jurásico. Es una cinta que se reivindica por si sola, que se alinea con obras clásicos de mayor y menor calado y que confirma a Vogt-Roberts como un director a seguir. Pero, sobre todo, es una cinta a disfrutar sin prejuicios. Podemos creer que, por fortuna, siguen quedando islas por explorar.