Generación X
El fluir de los años ha terminado convirtiendo a Trainspotting (íd.; Danny Boyle, 1996) en referente generacional, lo que apelando a la rapidez con que consumimos nuestras vidas en la recientemente inaugurada Edad Digital ya es un valor en sí mismo; ¿Quién lo iba a decir? Los que la visionamos en el momento de su estreno con la misma edad —año arriba, año abajo— que Renton, Sick boy y compañía no podíamos ni imaginar que el paso del tiempo le conferiría estatus de espejo deformante de nuestra(s) existencia(s), infinitamente más veraz que aquellas inocuas peliculitas que, con la agradecible etiqueta de cine independiente, pretendían reflejar el ser y no ser de nuestra generación: ¿Dónde han quedado Bocados de realidad (Reality Bites; Ben Stiller, 1994) y celuloide similar?
No es que todos estuviéramos enganchados al caballo, ni mucho menos; aunque las vacaciones químicas ya enseñaran sus colmillos, y de esas noches eternas maceradas en éxtasis hubiera quien no despertara ya… con las neuronas en su sitio. Independientemente de las experiencias de cada cual con la droga de elección, el poso nihilista, desesperanzado de Trainspotting ejercía de modélico banderín de enganche para una cohorte desnortada, arrojada al abismo de la falta de referentes sólidos en plena resaca del hedonismo autocomplaciente de la década anterior. Un ideario tan vendible como el del disfrute del momento sólo podía ser comprado masivamente por una juventud ávida de encontrarle sentido a la vida por la vía más corta, poblando los barrios obreros de las grandes ciudades de muertos vivientes, añadiendo más leña al fuego de la impronta finisecular de los noventa. Del carpe diem al no future en tan sólo un puñado de años.
La plasmación verosímil de este caldo de cultivo, pues este era el paisanaje social en el momento de su estreno, insufla relevancia a un filme vástago de tres padres: sin la prosa de Irvine Welsh (original) y John Hodge (adaptada) carecería a buen seguro de la contundencia expositiva que se enseñorea de la pantalla desde el primer minuto de metraje, pero la parte del león corresponde, como no podía ser de otra manera, a Danny Boyle. Tras sorprender a propios y extraños con una ópera prima macerada en violencia y mala baba —Tumba abierta (Shallow Grave, 1994)— el director británico confiere a su segundo largometraje un ritmo irresistible, a tono con las frenéticas vivencias de sus protagonistas, que encaran su deprimente cotidianeidad como si no hubiera un mañana.
A esta cualidad, que por sí sola subvierte las convenciones representacionales ligadas al realismo social británico —el de Mike Leigh, sin ir más lejos— se superpone una puesta en escena vibrante, subversiva en su sentido más reivindicable, que es el de movilizar al espectador a través de unas imágenes que le interpelan, golpeándole con saña cuando se considera necesario. En Trainspotting se apela a hedonismo, crudeza o mal gusto para reflejar en profundidad, con todo lujo de detalles, la experiencia misma de las drogas, que es lo que redefine en su totalidad la existencia del drogadicto; a este respecto, y de modo coherente con el punto de vista de Mark Renton (Ewan McGregor) —nuestro cicerone—, el discurso audiovisual alterna la mítica del estado alterado de conciencia con la escrupulosa plasmación de la sordidez circundante. Dos realidades que se simultanean, pinchazo a pinchazo, y a las que la potentísima B.S.O. otorga continuidad: convocar a Iggy Pop —o, ya puestos, la Velvet Underground— remite inequívocamente a la épica de los paraísos artificiales, aunque sea huyendo de la policía a todo correr.
20 años no es nada
Resulta muy fácil despachar T2:Trainspotting (íd., 2017) como un sesgado ejercicio de nostalgia, pues en gran medida lo es; que Boyle, Hodge, Welsh y compañía anhelaban recuperar personajes tan emblemáticos de sus respectivas carreras resulta tan comprensible como que millones de seguidores ansiaran saber que había sido de sus atribuladas vidas; pero si existen diferentes maneras de echar la vista atrás, también las hay de levantar acta del implacable paso del tiempo, aunando a la mirada humedecida el ajuste de cuentas, cuando no el inmisericorde patetismo: 20 años, estaremos de acuerdo, deberían resultar suficientes para enderezar el camino, pero desde los primeros compases del metraje resulta evidente que los supervivientes de Trainspotting, sólidamente instalados en la cuarentena, siguen siendo juguetes rotos incapaces de erigir existencias funcionales más allá del lumpen, las drogas o la cárcel. Para ser un título pretendidamente nostálgico, el brutal determinismo de T2 resulta, cuando menos, inesperado.
Máxime atendiendo a que Mark Renton vuelve a ser nuestros ojos, recién regresado a Edimburgo empujado por el desarraigo y, se diría, el complejo de culpa. Incapaz de regalarse en plena madurez esa “vida normal” de la que renegaba en su juventud —pese a poner millas de por medio— su retorno conlleva la constatación definitiva de que, sin sus colegas y la toxicidad que desprenden, la condición de paria es más difícil de soportar. Los cachorros desclasados de entonces siguen pagando, a modo de penitencia social, la decisión de vivir al margen de la sociedad, y por eso su reencuentro en una ciudad de postal que ya no es la suya no escatima en territorio conocido: trapicheos con el sexo y las drogas, camaradería de pub sin perder de vista el bolsillo propio, carencia total de sentido del ridículo… y violencia marca de la casa; cuanto más enfática mejor.
Dos décadas sí que le han bastado a Danny Boyle para conseguir instalarse en las colinas de Hollywood, alternando bienintencionados dramas oscarizados —u oscarizables— con expeditivas piezas de género, aunque uno tiene la sensación de que entre Christopher Nolan y Guy Ritchie, a la sazón compatriotas suyos, le están dando un fraternal abrazo del oso. Pretender en esta tesitura que Mr. Boyle pusiera el contador a cero, posibilitando el regreso a las esencias de un cine libre, virginal de puro asilvestrado, es negar la evolución de un estilo, una manera ideosincrática de entender el audiovisual que, si bien ha perdido potencia subversiva, ha ganado en cualidad cinematográfica. Toda vez que en T2: Trainspotting el nihilismo ya lo pone, como acabamos de detallar, el nada condescendiente retrato de personajes, la labor de puesta en escena va por libre jugando a placer con los recursos expresivos que la técnica pone al servicio de cineastas inquietos, abundando en sobreimpresiones, juegos de cámara, guiños cinéfilos y aluvión de formatos de imagen.
Si bien el tempo narrativo es más medido, de modo coherente con las correrías de unos tipos que ya no están para tantos trotes, la labor de montaje vuelve a marcar el tono, sustituyendo el cromatismo lisérgico del original por una sucesión de viñetas tragicómicas, entre las cuales despuntan por su belleza esos fogonazos del pasado que otorgan una cualidad elegiaca a la añoranza del protagonista por una juventud que, sesgada desde el mortecino presente, a la fuerza será recordada con (comprensible) complacencia. Si a estos hallazgos visuales, ciertamente estimulantes, añadimos el inteligente uso de la B.S.O., que dosifica los primeros acordes de los emblemáticos temas de Iggy Pop o Underworld —jugando con las expectativas del respetable— para estallar en secuencias tan brillantes como la que antecede a los títulos de crédito, convendremos que esta secuela, que carga con el pesado epíteto de innecesaria prácticamente desde su preproducción, constituye cuando menos, pese a sus diversas inconsistencias, una estimulante digresión sobre el paso del tiempo. Volviendo a la espinosa cuestión nostálgica, o sea generacional: si alguien puede espetarle a la novia de su amigo del alma Simon (Johnny Lee Miller) —con la que terminará, de buen rollo, acostándose— una encendida diatriba contra esos nuevos paraísos artificiales a los que dan acceso nuestros smartphones es el bueno de Mark; «elige la vida», definitivamente, no era esto.