Doña Clara, de Kleber Mendonça Filho

Derecho a la memoria

Doña Clara es una reputada ex­-crítica musical de 65 años, última residente de un viejo edificio de Recife, combativa superviviente capaz de superar un cáncer, de recuperarse tras la muerte de su marido y de hacer frente a la corrupción y falta de escrúpulos de las empresas constructoras. Podríamos decir que Doña Clara no es más que la protagonista de una película, un simple personaje de ficción, pero caeríamos entonces en un gran error. El de destacar que, en estos tiempos en los que la omnipresente crisis ha servido a unos cuántos (probablemente a los de siempre) para enriquecerse un poco más si cabe a costa de los más desfavorecidos, personajes como este pueden convertirse en un emblema, mostrar que es posible un cuestionamiento del sistema y una lucha contra los descomunales engranajes que mueven y alimentan el neoliberalismo, la especulación inmobiliaria o el crecimiento descontrolado del consumo capitalista.

Tras las sonoras protestas del director y los protagonistas de la película en el Festival de Cannes en contra de la polémica destitución de Dilma Rousseff, el Ministerio de Cultura de Brasil decidió que el filme de Kleber Mendonça Filho no optaría a los Oscars; otro ejemplo más de esas decisiones tomadas en base a intereses propios y/o como reprimenda a los modos de creación artística que se muestran críticos con el sistema. Porque Doña Clara (Aquarius, 2016) es una crítica, sin duda, aunque también es cierto que es algo más: una amarga aunque esperanzadora reflexión sobre el paso del tiempo, sobre el valor de los objetos como acumuladores de experiencias e historias, sobre la libertad y la capacidad que puede mostrar un ser humano para reponerse ante los reveses de la vida.

El flashback que da inicio a la película nos muestra a una Clara joven, con el cabello corto y recién recuperada de un cáncer de mama que ha amenazado su vida, celebrando el 70 cumpleaños de su tía Lucía, espejo en el que en cierto modo veremos reflejada a Clara muchos años después. Ambas, mujeres valientes, con iniciativa, con talento, con capacidad para cuestionar el sistema y salir adelante ante la admiración de los demás.

Años más tarde, el mismo apartamento que acogió la multitudinaria fiesta de cumpleaños de la tía Lucía se ha quedado casi vacío. Tan solo Clara y su criada Ladjane permanecen en él. Los años han pasado y el cuerpo de Clara ha envejecido, pero su frondosa melena demuestra que ha sido capaz de ganarle la partida a una enfermedad devastadora. El personaje protagonista interpretado por Sonia Braga pertenece a la clase alta: nunca ha pasado hambre y siempre ha tenido un techo sobre el que cobijarse. Posee, de hecho, varios apartamentos a los que podría mudarse en cualquier momento. Podría hacer como hicieron sus vecinos, podría abandonar el edificio Aquarius y permitir que la empresa constructora que se está quedando con todas las viviendas del bloque materializase su proyecto de apartamentos de lujo. Podría adaptarse a la corriente y dejarles hacer; evitaría así todos acosos, el mobbing inmobiliario, las presiones, todos los problemas que le están oscureciendo la vida y la cotidianidad, causados no solo por la empresa en cuestión sino también por sus vecinos o sus propios hijos, que consideran su actitud de resistencia como una extravagancia pasajera, como un excéntrico capricho de anciana, o tal vez de niña pequeña. Podría marcharse y dejarlo todo, pero no está dispuesta a hacerlo, ya que perdería, al ceder su apartamento, el derecho a los recuerdos. El derecho a permanecer en la casa que la vio formarse como mujer y como crítica musical. Una casa que atesora no solo sus recuerdos sino también los de su familia, los de sus tres hijos, los de su fallecida tía Lucía o los de su criada Ladjane, que también conoce todos los rincones de la casa como la palma de su mano. Y ese derecho, Doña Clara no quiere perderlo. Aunque viva en el presente, aunque tenga claro que la vida transcurre siempre hacia delante y los problemas están para hacerles frente.

En Doña Clara, la música actúa como uno de los principales estructuradores de la memoria, como elemento terapéutico, como agente liberador y catártico, como catalizador de emociones. Escuchar música se convierte para la protagonista en una pasión, en una necesidad imperiosa, en algo que va mucho más allá de una mera cuestión laboral. A pesar de que la desmaterialización digital inherente a nuestra época esparza sonidos en mp3 por todas partes, Doña Clara se aferra a su colección de vinilos y al ritual que ha desarrollado en torno a ellos: copa de vino, minutos de relajación y escucha; nada más. ¿Cuánto tiempo hace que no nos sentamos a escuchar simplemente una canción sin sentir la necesidad de hacer tres o cuatro cosas más (consultar el e-mail, mirar el whatsapp, postear una foto en las redes sociales…) al mismo tiempo? No se trata de una pregunta retórica, me gustaría que todo aquel que esté leyendo este texto tuviese la honestidad de responderse a sí mismo. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos años? ¿Cuatro? ¿Tal vez más? ¿Podría acaso el hecho de detenerse simplemente a escuchar una canción acabar convirtiéndose en un acto de resistencia frente al sistema? ¿Hemos perdido la capacidad de reflexionar respecto a ciertas cosas? ¿O acaso esta capacidad solo está en un estado de hibernación indefinida? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Hasta que colapse el sistema? ¿Hasta que aparezcan las primeras grietas?