La sonrisa de la madre
En Fin de poema, Juan Tallón evoca, entre otros, los últimos días de Cesare Pavese antes de quitarse la vida. Perdido en su casa de Turín, el tiempo pasa mientras observa desde la ventana cómo se derriten las calles al calor del bello verano. O los postreros fragmentos de una realidad que ha perdido su sostén, en la que el autor de El oficio de vivir no encuentra asideros para tratar los problemas de su corazón. Tan solo el silencio de todas esas vidas que han pasado de largo, la certeza de que vendrá la muerte. Quizá esa inquietud es la misma que impregna los primeros compases de Felices sueños (Fai bei sogni, 2016); acaso un discreto acceso de melancolía que explica el tono agridulce, salpicado por el temor a una muerte cercana, con el que el maduro Massimo (Valerio Mastandrea) recuerda a su madre. En esos momentos recogidos en el sofá del comedor mientras ven el serial de Belphégor con los ojos entrecerrados de la impresión. O en aquellos otros en los que juegan al escondite. Instantes de una felicidad fugaz, en los que palpamos esa amargura secreta que la madre trata de disimular.
Con la ayuda de su director de fotografía, Daniele Cipri, Bellocchio confiere al Turín de finales de los 60 una luz especial; esa tan propia de las últimas horas de la tarde, cuando todo parece a punto de oscurecer. En la que los colores, los ambientes, expresan plásticamente el sentimiento de parálisis emocional que embarga a su protagonista. La sensación de que cada lugar, ya sea la puerta de la habitación o la calle junto al estadio del Torino, es un umbral infranqueable sin la presencia de la madre. Lugares para los que hace falta una contraseña secreta, un ánimo distinto. Cada vez que las palabras no son suficientes para describir la profundidad de ese vacío que se ha asentado en su interior; un vacío que no responde solo a la muerte de la madre, sino también a la velocidad con la que debe adaptarse a una vida algo menos infantil, prematuramente adulta. A la que se llega demasiado pronto o demasiado tarde, nunca en el momento justo.
Así, Bellocchio visa la infancia de su protagonista en las canciones napolitanas de Domenico Modugno, en aquel fantasma del Louvre al que Massimo se encomienda en las situaciones de apuro o en la pasión por un Torino que trasciende lo puramente futbolístico. En esa línea similar a la del cine de Nanni Moretti, que hace de las pequeñas historias de la cultura popular señales de una devoción especial. De un refugio para hallar el cobijo que la religión, la familia, el amor o cualquier otra cosa no consiguen colmar. De ahí, pues, ese sentimiento de fracaso que surca la película cada vez que Massimo trata de acercar, ni que sea un poco más, los misterios que envuelven a la muerte de la madre. Cuando se encomienda a una religión que, en cambio, le devuelve demasiadas preguntas sin resolver. Cuando la asistenta contratada por su padre renuncia al cariño maternal que sabe que no podrá proporcionarle. O cuando las victorias del Torino amplifican el eco del desastre aéreo que acabó con la columna vertebral de la selección italiana de 1949.
Felices sueños navega entre diferentes momentos de la vida de Massimo, entre su juventud y la primera madurez. Entre esa casa familiar preparada para celebrar la Nochebuena y esa otra, cerrada y silenciosa, a la que se regresa para interrogar a la memoria. Para abrir las heridas y dejar que las lágrimas expresen aquello que las palabras, por sí solas, no saben decir. Y mientras todo ello sucede, Bellocchio retrata a una Italia ensimismada en su condición de nueva burguesía —ese amigo de Massimo que parece descuidarlo todo mientras repasa su colección de discos de King Crimson y los Rolling—, en la parálisis religiosa —qué delicada la conversación con el maestro sobre el origen del universo y el papel de Dios en él— o en la falsedad que transmiten los medios de comunicación —que el cineasta traslada a los años de la Guerra de los Balcanes—. Una Italia en la que no cuesta advertir la figura desencantada del padre de Massimo, golpeada también por una tragedia familiar que adquirió una dimensión diferente. Otra clase de silencio. Una Italia en la que más vale un avemaría que todas las canciones de Modugno, en la que Belphégor ya no puede sacarnos las castañas del fuego. En la que los accesos de ansiedad son tan fuertes que apenas dejan sitio a una pizca de alegría entre tanta soledad. Una Italia como aquella que Pavese contemplaba derretirse desde la ventana de su casa.
Siempre se tiene la impresión de que nos preparamos demasiado para las cosas prácticas de la vida, pero, en cambio, nadie nos enseña nada a propósito de sus asuntos emocionales. Y es curioso cómo, durante todo su metraje, Bellocchio nos retrotrae a la tristeza, a la frustración infantil de Massimo, para tratar de explicarnos la melancolía que le embarga tantos años después. Cuando, tal vez, los recuerdos de la madre son tan pálidos como la luz que baña las calles de Turín. Apenas unos fogonazos recortados en el tiempo, presagios de aquel instante fatídico que, como tantas otras cosas, nunca se llegará a entender completamente. Y es que Felices sueños no trata tanto del recuerdo de la madre como de ese otro mundo que descubrimos al acceder por la puerta trasera. El mundo normal, lleno de tribulaciones y responsabilidades, que contrasta con las fantasías infantiles de Massimo. En el que hemos de construir un refugio sólido para sobrevivir. Por eso, en el gesto más compasivo del filme, Bellocchio nos transporta una última vez al pasado de su personaje para enseñarnos ese refugio que tuvo y que sigue buscando incansablemente. En el que todavía puede escuchar la risa de su madre. Es ahí donde empieza todo.
Hay en el temperamento creativo de Bellocchio (ya presente, por ejemplo, en su Bella addormentata, 2012) una sensación de cercanía, de familiaridad que nos contagia la intimidad de su protagonista. Y quizá todo eso transmite una reflexión de fondo sobre la dificultad de hallar un punto de encuentro, en el arte o en el proceso de una ficción, que nos comunique con el interior, con el mundo, entre el arte y lo humano. Y es inevitable pensar que el deseo de Bellocchio es el de arrancar a su criatura de esa soledad, de ese recuerdo que tan silenciosamente surca su madurez (cuántas veces sobrevuela ese sentimiento de que tal vez sea la última ocasión en la que escuche la voz de la madre). Y construir, con ello, un lugar en el que volver a vivir.