La Guerra Civil, según los hermanos Grimm
No hay en Incierta gloria (Incerta Glòria, Agustí Villaronga, 2017) una voluntad de narrar las atrocidades de la guerra civil española, más allá de su cruda secuencia inicial. El film, ambientado en el frente de Aragón, se desarrolla en un tiempo muerto en el que los personajes sobreviven como insectos a los pies de un castillo que es frontera entre dos bandos. La guerra se respira pero no es personaje principal —a diferencia de films como Las trece rosas (Emilio Martínez-Lázaro, 2007) o La voz dormida (Benito Zambrano, 2011)—, sino trasfondo imprescindible para entender las acciones individuales de unos personajes que se debaten entre la razón y el instinto animal. La lucha por el control de las pasiones sexuales es un elemento que acerca a Incierta gloria a los cuentos góticos europeos. Y no es el único: el espíritu de los hermanos Grimm vaga por las paredes del castillo derruido de la viuda Carlana y por el campo de amapolas que lo rodea; está en el personaje de Lluís, príncipe encantador que acaba vendiendo su alma al diablo; en la candidez de Trini, damisela en apuros que aguarda el rescate de su amor; y en la vaca muerta a los pies del castillo, pasto de los buitres y símbolo de la miseria de un pueblo que sufre bajo la mirada de los poderosos.
El centro gravitatorio de esa magia gótica reside en los poderosos personajes de Juli Soleràs y la Carlana, interpretados por los espléndidos Oriol Pla y Núria Prims. La Carlana es la madrastra malvada, mitad bruja, mitad araña, que domina el pueblo —tanto a un bando como al otro— confinada en su torre y ondeando una enigmática mantilla negra que simboliza el luto y la sexualidad reprimida, y que recuerda a la madrastra de Blancanieves (Pablo Berger, 2012) de Maribel Verdú. La Carlana seduce, manipula y luego abandona a su suerte a los súbditos que habitan su dominio. Sus motivos, como todo en el film, están escondidos bajo los horrores de la guerra: Villaronga únicamente los insinúa con delicados primeros planos que recorren miradas de dolor y cicatrices en el pecho.
En el extremo opuesto de la Carlana se encuentra Juli, pícaro arlequín que sirve como elemento humorístico pero es sobre todo un espejo anárquico que refleja el sinsentido de la guerra. Juli simboliza la pasión más salvaje por vivir, por ser joven; una pasión arrancada de cuajo por una guerra que no es suya y que lo llevará a la locura. Su personaje es el máximo exponente de la influencia gótica de la película, pues él mismo es el Juan Sin Miedo del relato de los Grimm Historia de uno que hizo un viaje para saber qué era miedo. Si, en el cuento, Juan Sin Miedo pasaba tres noches solo en un castillo poblado de fantasmas, esperando al miedo que nunca llegaba, en Incierta gloria Juli se exilia desnudo a una iglesia abandonada, con la compañía de auténticos espíritus —esqueletos calcinados vestidos con hábitos— y, a medida que abandona la cordura, muda de piel, desdibuja bandos, subvierte normas y desafía a la propia muerte. No será hasta que Trini esté en peligro cuando Juli se obligue a sí mismo a enfrentarse a la Carlana, es decir, a sus miedos y a la realidad de la que tan desesperadamente huye. En una escena apoteósica entre Juli y la Carlana, Juan Sin Miedo bailará con el demonio y demostrará que se ha ganado el nombre por algo. Pero el clímax del film es otro: para salvar la vida de aquellos a quien ama, Juli realiza el sacrificio final y abraza la muerte como a una vieja conocida, mientras se enfrenta a su amigo de la infancia, al amor y a la propia existencia.
A pesar de que hay un claro carácter rococó en sus símbolos y personajes, Incierta gloria se amedrenta a la hora de enfrentar sus aspectos formales. El film está contado con un estilo crudo y realista que no termina de encajar con la trama. Puede que el motivo sea que aún hoy hay cierto pudor en el cine al tratar la guerra civil, un sentido de la obligación de contar las historias desde una perspectiva formal veraz y respetuosa. Esta responsabilidad histórica hace que Villaronga abra y cierre su película con dos sendas apuestas por acercar al espectador a lo que fue la guerra. Por un lado, la primera escena del film es un flashback de la Carlana —el asesinato del señor del pueblo a manos de los republicanos— que rompe su apuesta por la sutileza narrativa de no mostrar los horrores directos de la guerra ni el pasado de los personajes. Por otro, el film termina con unos créditos acompañados por imágenes verídicas de la guerra. El director quiere enfatizar así que todo lo que el espectador ha visto, todas las locuras y todos los llantos, fueron reales y lo siguen siendo en todas las guerras. Es una decisión respetable pero la desgarradora tragedia de la hija del Cagorcio merecía un tratamiento a su altura, un giro formal hacia la fantasía que ya tiene antecedentes de éxito tanto comercial como de crítica: la grandiosa El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006), que no solo apostaba por contar la postguerra como si fuera un cuento sino que además daba un giro al puro género fantástico.