Logan, de James Mangold

Superhéroes mutantes en la era post-Trump

Hay un detalle que define la voluntad subversiva de Logan respecto al resto de cine de superhéroes: a diferencia de lo visto hasta ahora, la motivación de los protagonistas en este film no es confrontar al villano para salvar el mundo, sencillamente porque ya no queda mundo por salvar. Las pocas fuerzas que les quedan a Lobezno y el Profesor X se concentran aquí en huir de los malos, simple y llanamente y sin eufemismos. América ya no es un lugar seguro para la gente diferente y esta vez no existe antídoto secreto o resquicio sobrenatural que puedan hacer volver la paz y la seguridad —y, aunque los hubiera, los personajes no están dispuestos a perder el tiempo en buscarlos—: Lobezno echa carretera y manta y parte rumbo a un refugio en Dakota del Norte que, casualmente, se llama Edén. ¿Y luego? Luego solo queda cruzar la frontera por las montañas y escapar a Canadá con el resto de los mutantes que quedan vivos. Rodada antes de la victoria de Donald Trump en las elecciones de EEUU, Logan no podría haber sido más apropiada para la América del muro contra México y las normas anti-inmigración aunque hubiera querido, y acaba siendo política sin proponérselo.

La propia campaña de marketing de la película parecía decir que ahora sí, iban en serio. El primer cartel promocional mostraba la inconfundible mano de Lobezno sacando sus garras e incluía un elemento que, por primera vez en un film de superhéroes, no sugería la lucha contra alguna terrible amenaza apocalíptica, sino que apelaba directamente a las emociones del espectador. Se trataba de la mano de un niño —o una niña—, que agarraba la del mutante con la misma ternura que un hijo lo haría con su padre. Todo esto, encabezado por un título de una sola palabra: Logan. Con el posterior lanzamiento del tráiler, el hype pasó a ser todo un órdago a las reglas imperantes del género: colores amarillentos, atmósfera melancólica, un Lobezno enfermo que viaja en coche con un decrépito Profesor X y una misteriosa niña que observa la destrucción a su alrededor mientras de fondo suena la desgarradora voz de Johnny Cash. ¿Estábamos ante el primer film de superhéroes de estilo indie? Después del estreno, ya hay críticos que hablan de un western moderno y mutante, y la propia película parece ser consciente de ello, con constantes referencias al film de vaqueros Raíces profundas.

Las ganas de darle un giro al género es algo que la crítica y los fans de los comics llevan tiempo pidiendo a gritos. En general, las colaboraciones de Marvel, la firma de los comics originales, con diferentes productoras cinematográficas han destacado por sus altibajos cualitativos —tal vez solo se salve el universo compartido de Disney y las adaptaciones televisivas— y la 20th Century Fox, propietaria de los derechos de X-Men, es famosa por la falta de respeto la continuidad narrativa entre entregas. Sin embargo, cuando parecía que la compañía era incapaz de liberarse del estigma y hacer algo que gustase a crítica, comunidad fan y público generalista, llegó Deadpool, que se saltó a la torera las reglas tradicionales del género y consiguió, con su incorrección política y un despreocupado gamberrismo, el beneplácito de los tres sectores y hasta dos nominaciones a los Globos de Oro. Lo arriesgado de su propuesta le llevó a ser la primera película de superhéroes con calificación R (mayores de 18) y abrió camino para que la Fox se animase a hacer la Logan que tenemos hoy, la más violenta de la saga.

Aunque completamente opuesta a Deadpool en tono y trama, Logan comparte con ella la voluntad de romper con lo hecho hasta ahora y la convicción con la que narra una historia que sabe que no necesita de mil artificios para funcionar, porque es buena en sí misma. Hay peleas y tiros y persecuciones y mutantes, por supuesto, pero también hay unas ganas locas de explotar las secuelas psicológicas que las historias anteriores de X-Men, tanto las que se han adaptado al cine como las que no —la trama está situada en 2029 y hace alusiones a unos trágicos acontecimientos que jamás se han visto en pantalla—, han dejado en sus protagonistas. Así, la película presenta la melancolía de un un Travis Bickle con garras de adamantium que, en su trabajo como chófer de limusinas, ve cada noche pasar ante sus ojos al ser humano en su más extrema decadencia. También nos muestra la culpa del doctor Charles Xavier, que vive recluido, incapaz de controlar sus poderes y con el proyecto idealista de la escuela mutante convertido ahora en cenizas. En este paisaje post-apocalíptico, en la que la extinción de mutantes persigue a los protagonistas y parece condenarlos a una muerte segura, la irrupción de una niña con poderes obligará a las dos viejas glorias a lanzarse a la carretera para realizar un último acto heroico.

A pesar de su esencia innovadora, la película presenta carencias propias de los films más chapuceros de X-Men, como X-Men: Apocalípsis o X-Men Orígenes: Lobezno. Son detalles tan asentados en la saga que pasan por características propias del género en lugar de fallos con posibilidad de mejora. Por un lado, está el retrato maniqueo y facilón de los villanos del film. Los malos son malísimos, punto, y no tienen motivaciones más allá de acabar con los protagonistas, por lo que el conflicto se soluciona con su destrucción. Esta tendencia, a la que el público está acostumbrada y que a priori no tiene por qué ser algo negativo, chirría con la profundidad psicológica con la que Logan trata a sus héroes. Algunas batallas irrumpen en mitad de las escenas más intimistas y parecen estar hechas por miedo a aburrir al público, obviando que este ha crecido con Lobezno: es capaz de apreciar la relevancia de los silencios, de las emociones. Por otro lado, la carga social que esconde la trama de los mutantes que emigran al norte resulta superficial y se echa de menos una mayor implicación. Tal vez sea pedirle peras al olmo por tratarse del género que es, pero hace unos años pocos hubieran soñado con que Hollywood apostaría por un X-Men con una subtrama cruda y realista sobre la frontera con México y con una coprotagonista latina que, a pesar de no saber pronunciar una palabra de inglés, se presenta libre de estereotipos. Este aspecto, junto con la escena de Lobezno conduciendo la limusina, en la que vemos todo tipo de situaciones nocturnas de la América actual, y el carácter alegórico de defensa de las minorías que es sello de la franquicia, suponen pequeñas pinceladas sociales que, de tener una mayor explotación en futuras entregas, podrían dotar a X-Men de un realismo estremecedor y levantar su status de mero entretenimiento palomitero.