Así en el boxeo como en la vida
No es por casualidad que el boxeo sea el deporte más cinematográfico. Su historia es la de la vida misma simplificada: dos cuerpos luchando por someterse, dos tratando de sobrevivir a un golpe tras otro. Seguir en pie, revolverse. Caer o hacer caer. Su lírica es descarnada, sin sutilidades, y sin embargo el objetivo puede entenderla de muchas maneras. Cada combate es un nuevo escenario para una vida que se rebela, una ocasión para crear héroes y villanos. O, como en Redención (Southpaw, 2015), una excusa para trazar uno de los relatos favoritos del cine, aquel que ve caer a su protagonista para levantarse por última vez o una vez más. El camino del ring es también el camino de la expiación, un sendero escarpado y terrible que es el único que Billy Hope (Jake Gyllenhaal) conoce, como antaño el Jake LaMotta de Toro salvaje (Raging Bull, Martin Scorsese, 1980). Son animales furibundos que solo saben hacer lo que saben hacer, y que no tendrán otra opción para abrirse paso en la vida. Magullados y destrozados, al final de su vida se mirarán en el espejo y este les devolverá una sonrisa llena de sangre. La satisfacción del guerrero después de la lucha.
Decíamos que la de Billy Hope es una de las historias favoritas del cine. Hope, que solo existe para la ficción, es la encarnación de la lectura más básica en la que el boxeo se equipara a la vida. Y Redención es una construcción espectacular de ese relato que no tiene ninguna intención de matizar, solo hacerlo más grande y más furioso. Cuando Michael Mann mira a Muhammad Ali (Will Smith) desde sus texturas digitales, hay una exploración de la poética y la complejidad de uno de los últimos héroes verdaderos del siglo XX. Cuando Sylvester Stallone es Rocky Balboa, de lo que se trata es de entender la épica del luchador desde una mirada romántica. Y cuando este, ya viejo y desamparado, se encuentra en su camino con Adonis Creed (Michael B. Jordan), entonces advierte que esa lucha no tiene caducidad, que debe legarse y continuar en el tiempo. Antoine Fuqua desdeña esos temas y prefiere quedarse con la esencia pedestre del boxeador, aquella en la que no es más que una figura revolviéndose en el cuadrilátero hasta que le dejen. Su película parece la traducción de un temprano borrador que no ha sido pulido, que exhibe tópicos inmediatos de padres que quieren recuperar a sus hijas, entrenadores torturados por el pasado, rivales que son también villanos y managers sin escrúpulos. Su guion ya lo conocemos, incluso los propios personajes lo conocen. Jordan (50 Cent), antiguo manager de Hope, reaparece para proponerle un combate millonario contra Miguel Escobar (Miguel Gomez). Inmediatamente, su entrenador (Forest Withaker) le advierte de que lo venderá como una venganza, de que lo está utilizando con fines mediáticos. Hope, en cambio, parece aceptarlo sin problemas: sabe que el combate se presenta ante él como un clímax perversamente perfecto de su redención, sabe que el relato lo empuja en esa dirección. Y lo acepta, porque su sino como personaje es el de pelear por última vez. Hasta que sus músculos dejen de responder. Hasta que su cuerpo o el de su contrincante descanse sobre la lona.
La de Billy Hope, también, podría ser la historia de Fuqua en Hollywood. Una historia llena de magulladuras, pero también de éxitos. Un director que practica un cine por lo general tosco, pero al que nunca se le puede reprochar su falta de energía. Al principio de la cinta, Billy Hope es un animal desbocado. Iracundo, incontrolable, impredecible como el Alonzo (Denzel Washington) de Día de entrenamiento (Training Day, 2001). La primera batalla a la que asistimos en el ring es quizá de las más sucias que hayamos visto en el cine sobre la lona, un intercambio desmedido y acelerado de golpes en el que la sangre lo baña todo. La cámara acepta el caos y se zambulle en él, se infiltra entre la carne fugaz y machacada, imprime velocidad a los movimientos e incurre en planos subjetivos que nos meten de lleno en ese violento torbellino. En esos momentos Hope es el cine a tumba abierta de Fuqua, el de Asesinos de reemplazo (The Replacement Killers, 1998) o el de Objetivo: La Casa Blanca (Olympus Has Fallen, 2013). Cine sin sutilezas, que no pasará a la historia por sus hallazgos formales, pero que exhibe orgulloso su músculo a sabiendas de que de vez en cuando le proporcionará algún tanto a favor. Luego, Hope caerá, tocará fondo y volverá a levantarse. Pero esta vez ya no puede ser el boxeador frenético y salvaje. Para sobrevivir debe convertirse en uno técnico, trabajar su danza sobre el ring y mantener la cabeza fría si quiere doblegar a un boxeador indomable como Escobar. Es entonces cuando vemos al Fuqua medido, menos abrupto y más artesano de películas como Los siete magníficos (The Magnicifent Seven, 2016), intentando seducir al público con formas más controladas, tratando de recuperar el terreno perdido con títulos como El rey Arturo (King Arthur, 2004) o El tirador (Shooter, 2007). Cuando el gran combate llega, el luchador ha aprendido a manejar su ira y protege su cuerpo de los golpes indiscriminados. La pelea es, en principio, más limpia y depurada, una física partida de ajedrez que se prolonga indefinidamente. La cámara sigue recogiendo toda la dureza del intercambio, pero lo contempla sin éxtasis, con serenidad. Aterna planos generales del ring con primeros planos de los cuerpos ejecutando bloqueos o atacando cuando el otro baja la guardia. Tras muchos asaltos, el desgaste hace mella en los combatientes y entonces priman los planos más próximos, llamados a meternos de lleno en el clímax incluso, de nuevo, con ráfagas de planos subjetivos con los que encajamos los golpes en primera persona. Después de la campana la batalla se resuelve en la mesa y el ajustado final implica una insuficiente victoria en la ficción, pues al fin y al cabo Redención nunca deja de transitar los senderos previstos sin más talentos que el de su solvencia técnica y con una estimable ambición por forjar una caligrafía propia del ring que evoluciona con su personaje. Resulta, quizá, más interesante verla como espejo de la personalidad de su director y epítome de su cine. Siempre enérgico, casi siempre agreste pero siempre preparado para embestir una vez más. Dispuesto a intentarlo de otra manera, sí, pero consciente de que, en última instancia, es de sus tripas de donde nace el impulso de la lucha.