Comedia europea, entre buenrollismo oscuro y preocupación social
El año 2016 coronó a una película como indiscutible reina de la comedia europea: la alemana Toni Erdmann (íd., Maren Ade, 2016), que encantó en Cannes y estuvo a punto de llevarse el Oscar —se la llevó la iraní El viajante (Forushande, Asghar Farhadi, 2016) en una decisión de la Academia precipitada por la política xenófoba de Donald Trump—. Bajo su sombra han quedado eclipsadas dos nuevas propuestas europeas de la risa recientemente estrenadas en España, la italiana Locas de alegría (La pazza gioia, Paolo Virzì, 2016) y la sueca Un hombre llamado Ove (En man som heter Ove, Hannes Holm, 2015).
Aunque con tramas muy diferentes, ambas son sendas muestras de la tendencia del viejo continente a la hora de provocar la risa: hacer pasar un rato agradable sin olvidar por el camino la naturaleza dramática de la condición humana, por un lado, y las cuestiones sociales, por otro. La comedia florece de historias tristes, vidas complicadas y decisiones a contracorriente. En Un hombre llamado Ove, su protagonista, un señor mayor recién enviudado y sin trabajo, promete a su mujer fallecida que se quitará la vida para reunirse con ella, pero es constantemente interrumpido por los nuevos vecinos. Locas de alegría relata la huida de Beatrice y Donatella, dos mujeres internas en un centro psiquiátrico que creen tener una vida esperándoles al otro lado de la verja.
Ambas miran de frente a la soledad, el abandono y la depresión, y el humor no radica tanto en los chistes, los malentendidos o las situaciones hilarantes —que las hay—, sino más bien en la actitud que tienen los personajes a la hora de enfrentarse a las adversidades de la vida: actitudes opuestas pero igual de patéticas —y catárticas—. Por un lado está el viejo Ove, cascarrabias y cansado con la vida, que patrulla el vecindario vestido con un estrafalario traje azul mientras hace cumplir a gritos las normas de la comunidad. Por otro, Beatrice —interpretada por la magnífica Valeria Bruni-Tedeschi—, una condesa de la Toscana que vive la vida con un optimismo suicida y que planta cara con dignidad a momentos bochornosos generados por ella misma. El espectador acaba así divirtiéndose con unas historias que están tan solo a un traspié interpretativo de ser el drama más crudo, más salvaje, pero que son salvadas a tiempo por la fuerte personalidad de sus protagonistas.
Muy relacionado con los tintes dramáticos de las propuestas es su empeño por compatibilizar su voluntad buenrollista con un trasfondo social. Aquí es donde ambas cojean, pero es especialmente irritante en Un hombre llamado Ove, con una serie de recursos a lo largo del film que acaban agotando al espectador por forzados, vistos y algo inútiles. Los ejemplos más descarados son unos flashbacks que tratan de rebote el tema de la discriminación a los minusválidos, un “sí-pero-no” que se repite con la relación del protagonista con su vecina persa Parvaneh, en un intento fallido de hablar de racismo e integración que se queda en conversaciones ñoñas y falsa química. Es igualmente agotador el atropellado desenlace de la trama, que acaba con toda la comunidad feliz y contenta y unida en amistad eterna.
El caso de Locas de alegría es menos obvio. Gran parte del metraje mantiene con maestría un enfoque social que se basa en el conflicto de las protagonistas con su identidad y el entorno que las rodea. Las dos tienen un trastorno mental y viven internas en un centro psiquiátrico, pero “estar loca” no ha supuesto lo mismo para una o para la otra. Beatrice pertenece a un círculo de clase alta y disfruta de una serie de privilegios que no duda en reivindicar para salir airosa de los embrollos. En el otro extremo del estrato social se encuentra Donatella, que proviene de los bajos fondos, carece de los recursos de su compañera de fuga y esconde inseguridades y traumas bajo una decena de tatuajes. Los dos personajes, los dos mundos, acaban encontrándose el uno al otro en una icónica escena nocturna en la playa. Es ahí cuando muestran su cara más auténtica —irónicamente disfrazadas con vestidos de época, raídos a causa de la aventura—. Los secretos se revelan, las almas se desnudan y se consuma la amistad.
Es esta dicotomía “loca rica-loca pobre” uno de los puntos de mayor interés del film pues invita a dar un paso más, añadiendo el factor de clase, en la reflexión sobre la percepción que tiene la sociedad ante las personas con trastornos mentales. El film, sin embargo, no exprime del todo esta posibilidad tan interesante, y menos aún se atreve a añadir otro factor a la ecuación: la perspectiva de género, que asoma pero no termina de cuajar. Este pudor, del que peca de forma más palpable Un hombre llamado Ove, está relacionado precisamente con la prioridad de ambas propuestas por ser películas buenrollistas. En el caso de Locas de alegría, el recato se hace evidente en la escena final, con un regreso de las protagonistas al centro psiquiátrico del que huyeron: un desenlace circular tan conservador que resulta incoherente con un film que hasta entonces no ha tenido miedo de ser exagerado para hablar de la fina línea entre locura y liberación femenina.