La identidad fantasma
1. Fantasmas
El kilómetro cero de Personal Shopper resulta tan estimulante como el resto de su ficción. Maureen (Kristen Stewart), una joven que trabaja como personal shopper para una celebridad, trata de conectar con su gemelo fallecido en una casa de París. El acto es la respuesta a una promesa que los hermanos se hicieron, según la cual si uno de los dos abandonaba este mundo el otro confirmaría su presencia en el más allá. Maureen, por tanto, es una médium antes que una asistente de moda, trabajo que detesta y que no ve el momento de abandonar, como confiesa al chico con el que mantiene una vaga y desganada relación a distancia.
La mansión que recorre en la oscuridad de la noche bien podría ser la de Las horas del verano (Les heures de l’été, Olivier Assayas, 2008). Una casa vaciada de recuerdos y de sentimientos, abandonada a su decrepitud en la que solo quedan (espera ella) fantasmas. La huella del pasado se manifiesta allí de manera débil, insuficiente para Maureen. Ella tendrá su encuentro, sí, pero será un encuentro incompleto, que Assayas filma de manera juguetona como si de una vieja película de mansiones encantadas se tratase, invocando divertidamente un fantástico esencial y primigenio. El resultado, después de algunos grifos que se abren y de una silueta luminosa que aparece en el fondo de una habitación, es la insatisfacción de la protagonista. Su búsqueda no ha terminado, necesita una confirmación más rotunda del otro lado.
En los días siguientes, vemos a Maureen transitar capitales europeas con desidia, eligiendo ropa de manera rutinaria. Ella misma se postula como fantasma, un espectro agotado y redundante que repite los mismos gestos una y otra vez, algo que el rostro y el cuerpo de Kristen Stewart encarnan de manera impecable. La otrora cara de la adolescente angst e incomprendida hoy es la viva imagen de la ausencia transitando los no-lugares de Marc Augé, aeropuertos, estaciones de tren, habitaciones de hotel e inaccesibles boutiques de moda en los que no solo está de paso, sino que vive.
2. Deseo
En algún punto de ese recorrido aparece en el personaje el deseo. El deseo de ser otra cosa que un fantasma errante en busca de una conexión, el anhelo de restaurarse como ser entre los vivos. Es un proceso lento, que se produce progresivamente entre vestidores. Inicialmente, bien podría parecer que a Maureen le interesa poco o nada. Tanto sus comentarios como su propio vestuario parecen indicar que para ella se trata de una cuestión menor, y que solo su instinto para vestir a la estrella justifica su ocupación. Sin embargo, algo sucede cuando, tienda tras tienda, se le ofrece la posibilidad de probarse los modelos que va a comprar para otra persona. Ella recuerda a uno de los dependientes que no puede, él le replica que quiere hacerlo. A partir de ahí, la promesa de una identidad se ofrece diáfana, tentadora.
Y esa promesa tiene una voz que la guía. Una que parece pertenecer a ese mundo espectral con el que Maureen todavía trata de entrar en contacto. Los misteriosos mensajes anónimos que recibe en su móvil subrayan la tentación de lo prohibido y le invitan a traspasar esa barrera. Lo que primero se presenta como un fantasma acosador luego se transforma en un cómplice indefinido que le acompaña en su tránsito hacia otra identidad. Unos zapatos son el primer contacto con esa otra piel bajo la amenaza de ser descubierta. «No hay deseo si no está prohibido», escribe a su confidente anónimo en relación con el episodio. Poco después, ese deseo se concentrará en un modelo compuesto de arneses y mínimas telas. Sola en casa de la estrella, se desnuda y se lo prueba. El desplazamiento a otro cuerpo se completa en la oscuridad de la casa, y el deseo de ser se consuma con una masturbación clandestina en la cama.
3. Capitalismo e identidad
Los arneses o ese modelo de brillos metálicos son, por tanto, los objetos catalizadores que permiten ese éxtasis. El intercambio pasajero de identidades ha conferido un nuevo papel a Maureen dentro de una lógica consumista a la que era reticente. Antes, se definía desde la otredad, ocupaba un lugar subterráneo en busca de emociones esenciales y tomaba como referencia el misterio de Hilma Af Klint. Ahora, una identidad basada en el deseo se abre paso. Un deseo condenado a ser eternamente insatisfecho, a ser la materia misma sobre la que se construye la irreparable virtualidad del mundo. Y no es que la protagonista no perteneciera antes a ese contexto salvajemente capitalista. El tránsito no es de un sistema alternativo al dominante, sino de los márgenes en los que aún buscamos un sentido trascendente —aquí, cumplir la promesa de un hermano— al corazón mismo, donde la búsqueda ha sido reemplazada por la necesidad.
Quizá el gran hallazgo de Assayas esté en revelar la conexión entre el carácter espectral que ostenta ese fantástico primigenio al que alude abiertamente y el de ese presente terriblemente inasible en el que, como Maureen, nos integramos a la fuerza. Obligados a desear, obligados a subordinar la experiencia social a la abstracción tecnológica. El mundo que describe el cineasta francés es un gélido escenario en el que lo humano ha sido erradicado, absorbido por pantallas y reemplazado por su simulacro. Es ese espacio desesperado que quedaba fuera de la limusina de Eric Packer en Cosmopolis, y que aquí comparece con tanta sofisticación como banalidad. En él, la ansiedad por devorar la identidad del otro aquí se acaba cobrando víctimas literales, y cuando aparece la muerte lo hace de forma intrascendente a ojos del director: está en todas partes, pero en realidad no está en ninguna. A pesar del revuelo que origina, esta tiene poca importancia, pues lo relevante es el proceso de asunción del deseo que es motor de la narración. El cadáver es simbólico de la fagocitación de una identidad. La confirmación para el personaje del cambio de registro fantasmal. Si antes se buscaba en un más allá del que no obtenía réplica, ahora es muerta en vida, integrada en un sistema movilizado por el deseo para el que tanto las respuestas como las preguntas son anuladas.
4. Ausencia
Maureen abandona París. Empieza de nuevo en un país extraño, el espejismo de un oasis ajeno a lo vivido. Sin embargo, se trata de una huida fútil. Entre las sombras de una habitación, los fantasmas vuelven a acosarla, y el diálogo esta vez revela que el más allá es antes una necesidad íntima de la protagonista que una verdadera dimensión en la que esta pueda ampararse. No importa dónde se desplace, pues Maureen seguirá siendo ese espectro deseante que jamás hallará la paz. Consumado su viaje, lo que antaño aparecía en el horizonte como la promesa de una identidad ahora se confirma como la imposibilidad de esta, la condena a no-ser y a vagar no-siendo. Sola en esa habitación, entiende por fin la ausencia que se esconde tras el deseo. Las facciones de Stewart son entonces las de un mundo de emociones petrificadas, el abismo de un vacío ya permanente ante el que estamos indefensos. Assayas, implacable, acaba insinuando en una mirada y un fundido a blanco que no es posible ya otra alteridad que la que nosotros mismos alberguemos.