Bella durmiente, de Ado Arrietta

Adolfo Arrieta —que firma aquí como Ado Arrietta, sabido su gusto por modificar puntualmente su nombre artístico—, es una de las figuras más inclasificables del cine español (y francés) contemporáneo, representante de un peculiar cine a contracorriente de los cauces comerciales, que nace a partir de un espíritu vanguardista en la segunda mitad de los años sesenta —su primera obra, el cortometraje El crimen de la pirindola es de 1965—, y se desarrolla en el envidiable entorno cultural parisino de la mano, entre otros, de Marguerite Duras. Arrieta llega a la cumbre de su creación cinematográfica con Flammes (1979), obra magistral con un espíritu fantástico de cuento inocente y sutilmente perverso a la vez. Una película que en realidad tiene muchísimo que ver con Belle dormant, su regreso al largometraje después de los casi veinticinco años que han pasado desde Merlín (1991), aunque entre ambos títulos, Arrieta haya realizado múltiples obras de formatos y duraciones variadas.

Nos encontramos aquí con una personalísima y por otro lado fidelísima adaptación del famoso cuento de «La bella durmiente» trasladado a nuestros días, pero con un peculiar juego temporal, tan inocente y ligero, como finalmente complejo. La conocida historia está ambientada en un reino mágico del norte, llamado Kent, en 1900. El hechizo de un hada malvada (una recuperada Ingrid Caven, extraordinaria vocalista y actriz alemana, musa y brevemente esposa de Rainer Werner Fassbinder) provoca que la joven princesa y todos los habitantes del reino permanezcan dormidos durante un siglo, concretamente desde 1900 hasta el año 2000. El príncipe posmoderno y pijo (Niels Schneider), aburrido y dedicado a tocar obsesivamente la batería, hijo de un rey con mañas de ejecutivo (colaboración especial del cineasta Serge Bozon), llega hasta el reino encantado en helicóptero, guiado por una especie de consejero que en realidad es un ángel (Mathieu Amalric) y por un hada de especial atractivo (Agathe Bonitzer, hija del cineasta Pascal Bonitzer, y actriz de referencia en varios films independientes franceses).

Como otras obras de su autor, la factura casi amateur y con limitaciones de base encierra, también gracias a ellas, un espíritu delicado, naif, verdaderamente ingenuo y auténticamente infantil —idea que queda declarada incluso a partir de los créditos dibujados con pinturas de cera— que capta toda la magia del cuento original y atesora diversos momentos fascinantes. Uno de ellos, nos muestra al príncipe avanzando por el bosque hacia el reino de Kent. El autor logra trasladar de modo sutil pero auténtico esa idea de la vegetación encantada literal de las versiones del cuento de Perrault y de los hermanos Grimm, a partir de una suave paleta de colores verdes y ocres y un realismo peculiar —podría decirse hiperrealismo fantástico— que genera un indescriptible extrañamiento en el espectador. Y aquí, tiene lugar una de las secuencias aisladas más memorables del filme: el cántico del hada maléfica (la Caven entonando la «Canción de cuna» de Johannes Brahms en francés) pegada al cristal de una cabaña, mientras el príncipe rodea el lugar embelesado. Entramos en tono y en la mejor parte del film, en la que un planteamiento fantástico pero puramente feérico y (aparentemente) inocente se desencadena de modo total. El príncipe llega al reino en donde todos los seres vivientes llevan quietos cien años. Arrieta lo muestra en planos frontales, en una filmación distanciada y delicada, que no es retórica, pero que plantea un extraordinario juego de opuestos casi metafísico, en el que el único movimiento corresponde al príncipe. Las estatuas de los jardines se confunden así con las figuras humanas; una rana esculpida saltando en la fuente se da la mano con su reflejo en lo que resulta, en su irónica pero ingenua ambigüedad, una de las imágenes más potentes de la película por todo lo que sugiere. En realidad podría ser la metáfora del conjunto: una idea sencilla, transparente, pero cuya inocencia encierra ambigüedad, fantasía y una reflexión evidente sobre el tiempo y sobre la identidad.

El despertar del reino está filmado a partir de una idea notable: el paseo del príncipe por las estancias de palacio adquiere la impresión del recorrido por un museo de figuras de cera, a las que va sacando fotos —a veces selfies— con su teléfono móvil de alta gama. Resulta de inusitada brillantez; en su aparentemente sencillo juego de apariencias y espejos, entre pantallas y tiempos. Cuando la joven bella princesa durmiente, llamada Rosamunde, despierta por el beso del príncipe, el hechizo se rompe y todos retornan a la vida como si hubiesen dormido solo un breve lapso de tiempo. La idea de que un siglo pase como un suspiro para los personajes, como el despertar incómodo de una siesta pesada, resulta muy interesante. En realidad son cien años los que separan a los amantes, a la princesa clásica decimonónica y al príncipe desmañado y rebelde del siglo XXI. «Te has perdido todo el siglo XX», le dice él, pero no importa. Es un cuento. Ambos comienzan a bailar un twist.

Ado Arrietta resulta moderno, su mirada contiene la vanguardia del pasado, pero impermeable al tiempo, apenas filtrada por los elementos efectistas de la posmodernidad, como si atesorase el secreto picassiano por excelencia, el de necesitar toda una vida para lograr pintar (o filmar, en este caso) como un niño. Además, en la idea más romántica de la película, lo que el cineasta parece plantear de modo indirecto aunque evidente, es que el enamoramiento que más fuerza tiene en el relato no es el del príncipe con la bella durmiente, adolescente hierática dormida, si no el del príncipe con el hada buena, personaje cambiante según las épocas. La atracción fulminante entre ese joven aburrido que no disfruta en las fiestas —otro momento impagable es el de la conga del palacio al comienzo del film— con esa funcionaria mágica que va viajando por el tiempo pero manteniendo indeleble su belleza extraña. En el fondo se plantea otra suerte de amor mágico y metafísico, alternativo al del relato principal, pero mucho más interesante, cuyo aspecto etéreo y solo apuntado es precisamente su fuerte; su nebulosa posibilidad es su verdadero hallazgo, ante el que todas las demás historias, por felices que puedan resultar en apariencia, son una suerte de impostura mecánica. El amor sublime del filme queda en realidad frustrado.