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Si me propongo escribir un texto sobre las derivas, ¿es lícito que recurra a mis notas garabateadas en una libreta (que, por otra parte, son unas notas bastante mediocres, no como las que, en mis sueños, escriben en la oscuridad Xavi Sánchez Pons o Violeta Kovacsics)? Si alguien me pagara algún duro por escribir esto, supongo que sería más puntilloso, pero ante la certeza empírica de querer empezar a escribir y no tener conmigo la libreta en la que tomé aquellas notas —yo mismo soy un hombre a la deriva, supongo— he decidido prescindir de ellas y fiarme tan sólo de mis recuerdos. Me expondré, así, a momentos como aquél, en Céline y Julie van en barco (Céline et Julie vont en bateau, Jacques Rivette, 1975), en el que Julie (Dominique Labourier) se siente frustrada por haber olvidado lo que ha presenciado en su primera visita a la casa de la Rue Nadir aux Pommes. Luego, las dos amigas descubrirán la utilidad de los caramelos y empezará el viaje.
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Mientras Lady Macbeth (William Oldroyd, 2016) inauguraba el D’A Film Festival yo estaba repantigado en una butaca del Phenomena disfrutando, precisamente, de un viaje a la deriva, el que emprende Kowalski (Barry Newman) en Punto límite: cero (Richard C. Sarafian, 1971). De esa película trepidante y veloz, lo que más me interesa es la telepatía que, por montaje, termina por establecerse entre Kowalski, el conductor impenitente, y Super Soul (Cleavon Little), un locutor de radio ciego que se erigirá al mismo tiempo en narrador —tanto para nosotros como para sus oyentes— y guía de nuestro héroe, tratando de advertirle sobre el mejor camino para evitar a las fuerzas del orden. Al día siguiente, por los pasillos solitarios del barco en el que empieza la aventura de Sipo Phantasma (Koldo Almandoz, 2016), me toparé con otra invidente que, de alguna manera, se convierte también en uno de los hilos conductores de un relato que empieza bajo el influjo de David Foster Wallace y termina visitando la tumba de F. W. Murnau.
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Sipo Phantasma quiere ser un barco a la deriva, una digresión de digresiones, y el aspecto de la película que más me lo transmite es su uso de distintos materiales y formatos: el metraje filmado en el barco tiene un componente de documental observacional, que se mezcla con imágenes de archivo, fragmentos del Nosferatu (1922) de Murnau y hasta un breve interludio teatral animado. Su estructura en capítulos y el abundante texto en pantalla hacen que, por momentos, la experiencia me resulte algo pautada de más, lo que no le resta potencial lúdico y sugestivo a este ejercicio de vampirismo. Por contra, los impecables encuadres y el montaje prácticamente matemático de la argentina Kékszakállú (Gastón Solnicki, 2016) me sumen en una especie de ensueño, por el que desfilan rostros, siluetas de mujeres jóvenes que se pierden o no terminan de encontrarse en el intento de encauzar sus vidas, hallar una pasarela hacia el futuro. Deambulan por fábricas alienantes y tratan de huir de casas de veraneo, mientras deciden qué quieren estudiar y nosotros vamos atando algunos cabos de esta película elíptica y misteriosa que estuve a punto de dejar pasar (y me alegro de no haberlo hecho).
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Estuve a punto, también, de ir de Erasmus a Florencia, al menos esa fue mi primera opción cuando tuve que escoger hace ya más de una década, pero me terminó tocando la tercera, Coimbra, Portugal, y bien que me alegro de que así fuera. El destino Erasmus de la protagonista de Júlia ist (Elena Martín, 2017) es Berlín, ciudad de la que también entrará y saldrá de golpe, por corte, como se entra y sale de los sueños y de las experiencias transformadoras. Si a las protagonistas de Kékszakállú las carcome su angustia por no sentirse a gusto en los lugares que deberían habitar, una de las cosas a las que se dedicará Júlia, estudiante de Arquitectura, en Berlín será a discutir en una especie de grupo de trabajo como deben ser las residencias del futuro, sorprendiéndose también de que varios de sus amigos alemanes vivan ya independizados mientras ella (y, probablemente, muchos de sus amigos de aquí) sigue en el hogar familiar. El guión de Júlia ist está escrito a ocho manos por cuatro compañeros de clase que vivieron en sus carnes el vivir un tiempo lejos de casa, así que podría decirse que la protagonista de la película es como una proyección de ellos en aquél tiempo, y uno de los aciertos del filme es una mirada que, más que idealizar o abusar de una nostalgia inventada, muestra esos meses como un periodo bastante convulso e incluso oscuro, aunque la luz (de esa rave final en el bosque) termine por reaparecer.
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“Los niños son responsabilidad de sus padres”, advierte un cartel, junto al trampolín de una piscina, en el segundo o tercer plano de Kékszakállú. En un parque berlinés, la protagonista de Júlia Ist aparca su bicicleta junto a otro cartel que reza, en alemán: “Prohibido pisar el hielo. Peligro de muerte”. Se me ocurre que, siguiendo los textos de carteles, rótulos o quizá incluso calles o nombres de establecimientos vistos en las películas, podría hallar un camino. Pero luego pasan algunos días y desecho la idea.
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Y como si la incertidumbre y el malestar quisieran imponerse en el horizonte de estos días, quiso el destino que una tarde me metiera en el Teatre Tantarantana para ver Yo quería ser una chica Almodóvar pero dejó de tener sentido, un montaje teatral, cáustico a la vez que refrescante, sobre dos chicas (Laia Alberch y Paula Ribó) que llevan años, toda una vida, esperando que ocurra algo con sus vidas. Cómodamente plantadas en los lomos de una ballena, en algún lugar del océano. O eso se dicen a ellas mismas. Si Julie y Céline fantaseaban con conjuros mágicos, con casas siniestras y con países remotos, las protagonistas de este gag beckettiano parecen anestesiadas por el cruel espejismo de nuestro tiempo, en el que nos dicen que todo es posible y todo está a nuestro alcance y, sin embargo, estamos más perdidos y vencidos que nunca. Y además a veces se dan de hostias, de buen rollo, un poco como las que se daban Adrian Edmonson y Rik Mayall, que en paz descanse, en la genial serie británica Bottom (1991-1995).
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La pregunta insistentemente lanzada al aire o al mar en una botella de cerveza, sería: ¿Qué hacemos con lo nuestro? Por toda respuesta, de momento, nos contentaremos con habernos planteado la pregunta.
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O eso o nos encomendamos a los cimbreantes enredos que, de un tiempo a esta parte, viene proponiendo el argentino Matías Piñeiro. En ellos, la vida es un requiebro y respecto al amor, puede que se halle en el dorso de una carta o una postal, o en el continente de al lado. En esas está Camila (Agustina Muñoz), la protagonista de su último filme, Hermia & Helena (2016), que viaja de Buenos Aires a Nueva York para trabajar en una adaptación del Sueño de una noche de verano de Shakespeare; mientras anochece en la capital argentina, somos nosotros los que soñamos despiertos en la pantalla el futuro inminente de Camila, hasta que la furgoneta que la lleva en su último trayecto en Buenos Aires se detiene y la película termina con unas cuantas personas preparando la cena y mirando al cielo.
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También mira hacia el cielo, pertrechado con unos prismáticos, Fernando (Paul Hamy), el ornitólogo al que se refiere el título del último largometraje de Joao Pedro Rodrigues. La libre y desbordante fantasía aventurera que propone O ornitólogo (2016) es también una deriva en toda regla, aunque de ella Fernando saldrá siendo, literalmente, otra persona.
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¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!
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“En lo más profundo del Caribe, la isla Mêlée…”
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“Hola, me llamo Guybrush Threepwood, y quiero ser… ejem, ¿un santo?”
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Where does the camping trip end… and the nightmare begin?
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Como ni esto es un autodefinido ni yo tengo tanta tirada ni soy tan guapo como para pediros que esperéis hasta las soluciones de mañana para saber a qué viene esto de ahora, confesaré que estas son algunas de las cosas que se me pasaron por la cabeza mientras veía o después de ver O ornitólogo. 9: El chillido característico de los pájaros de La narración de Arthur Gordon Pym de Poe. 10 y 11: Todo el que haya jugado alguna vez al Monkey Island habrá reconocido esto. El 12 es un tagline de la película Defensa (Deliverance, John Boorman, 1972). Advierto que todo esto podría no ser más que otro triste caso de nostalgia inventada.
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En Malgré la nuit (2016), apenas algunos exteriores nocturnos de la ciudad de París nos permitirán respirar y pensar que nos hallamos en este mundo, en un lugar tangible. El resto, durante la mayor parte de las dos horas y media que dura el último largometraje de Philippe Grandrieux, son rostros, cuerpos atravesados por el ojo de la cámara (esto se lo cojo prestado a Marla Jacarilla, que dijo algo respecto a cómo atravesaba Grandrieux los cuerpos en un grupo de Whatsapp que creamos para el festival). Amor y muerte, si es posible. Muerte y amor, si es posible. Una búsqueda. Los nombres de las personas nos confunden. El Mal, fundiéndose con una pecera o con peces que nadan en una pecera. Como Hardcore (1979) de Paul Schrader, si tan solo quedaran la carne y el dolor. Un trip. Las fronteras entre el cuerpo y lo que no es el cuerpo, diluyéndose. Ese plano tan raro hacia el final, nadie sabe exactamente lo que es, quizá la entraña de un pollo mutante o de un animal mitológico. En realidad, no me interesó demasiado lo que cuenta esta película cuando la vi un mediodía del pasado mes de noviembre, en Sevilla. Se hicieron casi las tres y yo tenía ganas de comer. Aunque cabe reconocer que, a su manera, es bastante subyugante.
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Y entre tanto vaivén y tantos cuerpos en tránsito hacia lugares inciertos, un tetrapléjico que tiene muy claro hacia dónde va y lo que quiere hacer. En el momento de la película que estoy refiriendo, lo que quiere es meterle en la sesera a su viejo camarada que, para hacer la revolución, primero hay que resolver el problema del cuerpo. O dicho de otra manera, acercándome más a sus palabras, que el deseo es política y la política es deseo. No hay una sin el otro. Hablo de Vivir y otras ficciones (Jo Sol, 2016), un filme emocionante y, sobre todo, poseedor de un discurso valiente y necesario, que se llevó una merecida ovación del público del Teatre del CCCB.
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El deseo es también el motor de Le secret de la chambre noire (2016), primera excursión transcontinental de Kiyoshi Kurosawa, que, con dinero francés y belga, ha rodado un elegante cuento de fantasmas. Un cuento algo alargado y frío por momentos, que podría haber sacado más partido del asunto de los daguerrotipos, pero no es difícil dejarse seducir por la sibilina puesta en escena del director de Tokyo Sonata (2008), que nos obsequia con alguna que otra estupenda secuencia de suspense —véase la caída de Marie (Constance Rousseau) por las escaleras— o de puro terror: la escena del invernadero. En Le secret de la chambre noire, Kurosawa se mira en Hitchcock, mientras sus protagonistas masculinos se aferran al cuerpo de mujer que tienen más a mano para canalizar su necesidad de sentirse menos solos de lo habitual.
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Incluso estar menos solo de lo habitual termina siendo, a la larga, o de vez en cuando, lo mismo que estar solo. También se puede estar más solo de lo habitual.
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En Lisboa, si uno se baja en las paradas de metro de Anjos o Intendentes, da unas cuantas vueltas y sube algunas cuestas, es posible que vaya a parar al Miradouro de Graça, desde el que nos es dado contemplar una hermosa vista de la ciudad. También hay un tranvía que llega hasta allí. El mirador lleva el nombre de la poeta Sophia de Mello Breyner Andresen, cuyos poemas y las cartas que se escribió durante alrededor de dos décadas con su amigo Jorge de Sena, también poeta, constituyen la sangre y el músculo de Correspondencias (2016), la última película de Rita Azevedo Gomes. La correspondencia entre los dos poetas arranca cuando Jorge de Sena, perseguido por la dictadura salazarista, se resigna a abandonar el país, al que ya no volverá. También hay una calle de Lisboa que lleva el nombre del poeta, aunque se encuentra bastante lejos del centro de la ciudad, en el Bairro da Cruz Vermelha, junto al metro de Ameixoeira. Aunque Sophia de Mello y Jorge de Sena, por más que en ocasiones les pudiera la añoranza, tenían suficiente con saber el uno del otro, con poderse escribir cartas, para sentir un poco menos el peso del desamparo. Supongo que tiene sentido que, incluso después de muertos, la plaza y la calle que llevan sus nombres se hallen a cierta distancia. Y que a una distancia equivalente o superior o inferior en el espacio, en esa u otra ciudad, dos personas que se quieren o se necesitan sigan escribiéndose cartas o mandándose mensajes de voz, un recurso comunicativo que el cine tan solo está empezando a colonizar: recuerdo a Júlia (Elena Martín) contestando mecánicamente el mensaje que le manda una amiga barcelonesa, mientras deambula por un supermercado berlinés en plena crisis de no tener mucha idea todavía de qué suelo está pisando.
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“Resumiendo: la larga carta mecanografiada, fechada cuatro años antes, que Zooey se había llevado a la bañera aquel lunes por la mañana en noviembre de 1955, evidentemente había sido extraída de su sobre, desdoblada y vuelta a doblar en demasiadas ocasiones privadas durante esos cuatro años, por lo que ahora no sólo tenía un aspecto general unappetitlich, sino que estaba rota en varios puntos sobre todo en los dobleces. […] La carta era prácticamente interminable en extensión, de estilo recargado, didáctica, repetitiva, terca, regañona, condescendiente, embarazosa… y llena, hasta rebosar, de afecto. En pocas palabras, era exactamente la clase de carta que quien la recibe, quiéralo o no, lleva en el bolsillo del pantalón durante algún tiempo”.
Franny y Zooey, J. D. Salinger