Macron gana la presidencia de Francia. Un respiro para Europa…. ¿o tal vez no? Si miramos a nuestro alrededor no tenemos tantos motivos de alegría. Los partidos fascistas han dejado las sombras y compiten abiertamente en toda Europa, con posibilidad de victoria. El triunfo electoral del pasado diciembre en Austria estuvo muy cerca de ser una realidad y no quedó tan lejos en Holanda, aunque la combinación de diversos partidos lo impida. En Polonia, Rumanía y Hungría gobiernos con atisbos dictatoriales pervierten la democracia y sus conceptos de igualdad y solidaridad. De puertas afuera, la situación es aún peor. Trump a un lado, Brexit por el Norte y, más allá, la agonía de cientos de miles de desplazados que mueren en el mar. Europa les cierra las puertas, ignora la actitud de Hungría y paga a Turquía, otra democracia muy particular, para que les detenga, sin que reparemos en cómo lo hace. ¿Justifica todo ello el bienestar que vivimos supuestamente de puertas adentro? Tampoco, a juzgar por las cifras de desocupados, por los salarios insuficientes, por los malos resultados que tienen algunos países (el nuestro entre ellos) en las comparativas de educación, por los frenos que tiene el ascensor social, por la dificultad en el acceso a la vivienda, por las claras diferencias en resultados en salud entre barrios de una misma ciudad o por el limitado acceso a la cultura. Una cultura menospreciada por gobiernos venales, empeñados en seguir en un supuesto poder que, realmente, lo ostentan los bancos y otros lobbies financieros. No hay duda de que si miramos a uno y otro lado, de que si nos miramos en el espejo, nos sentimos indignados, frustrados, manchados…
Pero la indignación que recorrió las calles de Europa hace unos años, los movimientos populares y las mareas no consolidaron. Tal vez aun somos muchos los que tengamos mucho que perder. Tal vez el motivo esté en un diseño político y legislativo que refuerza a aquellos que ya tienen sus escaños asegurados frente a todo aquel que pretende cambiarlo todo según las normas establecidas. Tal vez a muchos de los supuestos nuevos partidos se les va la fuerza por la boca. Tal vez hay demasiado ignorancia, o demasiada inocencia, para competir en este marco. O, quizás, sea simplemente que el Sistema se ha blindado para evitar cambio alguno. Mantiene las apariencias, leyes y normas sociales, para poder dejar caer algún peón marginal o una pieza que ha perdido su valor, para cambiarlo todo para que no cambie nada. Y frente a tan férrea estructura, frente al laberinto administrativo, enfrentados a una hidra de múltiples cabezas, quizás la única solución sea romper las normas del juego. Recuperar un espíritu auténticamente revolucionario y reventar el sistema. Es lo que sugieren tres obras vistas en D’A aunque la conclusión de las tres está alejada del espíritu efervescente de las obras equivalentes de la Nouvelle Vague o del Free Cinema. Tres obras amargas por su lucidez, por una denuncia que no va tanto contra el sistema como hacia nuestra incapacidad por cambiarlo.
En Nocturama (2016) Bertrand Bonello plantea esta implosión, sus consecuencias a corto plazo y su posible impacto. Durante casi la mitad del metraje vemos un grupo de jóvenes de diverso origen y edad desplazarse por París, recorrer sus calles, los pasillos del Metro, intercambiarse algunas bolsas y saludarse con discreción. Algunos son magrebíes de la banlieue, otros burgueses. Alguno refiere buscar trabajo hace tiempo, otros empiezan a buscarlo, incluso alguno está muy bien conectado a nivel social. Sus edades oscilan, aproximadamente, entre los 13 años y los 30. Bonello demora en decirnos qué pretenden pero los vemos decididos, organizados, comprometidos con un objetivo que se nos revela, finalmente, en unos flashback.
En Ceux qui font les revolutions à moitié n’ont fait que se creuser un tombeau (2016) Mathieu Denis y Simon Lavoie arrancan con un cuarteto de jóvenes que asaltan un edificio para efectuar algún sabotaje. Van equipados con cuerdas, herramientas y material diverso y se mueven como un comando. Finalmente, apagan el letrero luminoso que hay en el tejado y luce sobre la autovía de entrada a la ciudad. Lejos del misterioso objetivo de los jóvenes de Bonello, el cuarteto revolucionario deja clara, en primera instancia, su misión, la derrota del orden social establecido y un asalto al poder. Pero su objetivo inicial es ridículo: una pintada sobre los carteles publicitarios alertando a la población de la situación de sometimiento en que se encuentra. Una acción inerte, un aviso ante el que la mayor parte de los conductores sumidos en el tráfico permanecen indiferentes.
No son relatos paralelos, pese a lo que podría parecer. A mitad de Nocturama, Bonello sitúa a los personajes, de los que desconocemos buena parte de su procedencia y motivos que les impulsan, frente a su objetivo. Y así lo hacen. Explosiones, disparos, tal vez muertos y heridos. El grupo anónimo cumple su objetivo. En contraposición, en la película canadiense, la cuadrilla revolucionaria se mueve en círculos, sin culminar una revolución mil veces demorada. Bonello traza una revuelta popular, con miembros de diversos estratos sociales, que luchan contra un enemigo indefinido pero que les es común. Hay muy discretas aunque certeras referencias al paro, a la educación y la corrupción. Se cita explícitamente a Sarkozy y al banco HSBC. Es un golpe de mano reactivo al hartazgo, a la mala gestión, al abuso de poder, al sometimiento injustificado… Ya ha caído la gota que hace derramar el vaso, ya no hay espacio para la paciencia o la resignación y el pueblo, más allá de procedencia o situación, se alza en armas. El grupo que vemos representa, en su heterogeneidad, toda una sociedad, la futura sociedad francesa.
A diferencia de la propuesta de Bonello, en la cinta de Denis y Lavoie llegamos a conocer (parte) de los antecedentes de los personajes. Son marginados o automarginados, sea por su condición transexual en un caso o por patología mental en otros. Se han enfrentado con compañeros, con la familia y con la sociedad en general pero no hacen sino moverse en un ombliguismo exacerbado. A pesar de que su día a día está puntuado por consignas revolucionarias, frases humanistas y soflamas, la suya es una revolución de opereta. Tras tres horas de película sus acciones se revelan fruto de la agresividad más que de un auténtico proceso revolucionario. Gamberradas o puros actos de delincuencia que dejan tras de sí un rastro de víctimas, propias y ajenas.
Sin embargo la apuesta formal de cada una de las obras es la que define su singularidad y la que da lugar al mayor impacto sobre el espectador. Bonello apuesta por una trama fluida, ágil, con cierto aroma de thriller que culmina en los atentados, a mitad de la película… sólo para transformarla en una obra claustrofóbica, con los personajes ocultos en unos grandes almacenes, abandonados a la deriva de sus pensamientos, a la incertidumbre del efecto que sus actos hayan podido tener y enfrentados a sí mismos, al producto de la sociedad con la que se ha rebelado. Uno tras otro, cada miembro del grupo saboteador, encuentra su oscuro objeto del deseo: un equipo de música, un escenario de lujo, una máscara tras la que ocultar los temores personales, unos juegos… Bonello deja claro que no son un grupo terrorista aunque actúen como tal. Son ciudadanos que toman al pie de la letra el himno (aux armes, citoyens!) y se rebelan contra las injusticias aunque no son ajenos al propio sistema. Denis y Lavoie, por su lado, exacerban el formalismo y la estética revolucionarias, alterando (un tanto gratuitamente) los formatos de proyección, sobreimpresionando numerosos discursos y aforismos políticos o filosóficos o recogiendo en imágenes sus diálogos o monólogos. La trama está salpicada con las performances que se representan a si mismos en un apartamento cuyas paredes son una exhibición de moral revolucionaria. El delirio culmina con los juicios sumarísimos y la autoinculpación a la que se someten, humillándose, golpeándose a sí mismos, por supuesta desviación de las consignas y el espíritu revolucionarios. Denis y Lavoie no tienen piedad alguna con estos rebeldes que se autolesionan proclamando su deseo de seguir integrando un grupo, presentándoles, exhibiéndoles tal vez, como un grupo de sociópatas que no alcanzarán nunca el estatus de terroristas sino, solamente, el de delincuentes.
En cualquier caso la conclusión es desazonante. Los desorientados ciudadanos de Bonello comprenden demasiado tarde que su revuelta es estéril, incluso contraproducente, tal vez impulsada por el propio sistema que usará su acción para autojustificarse sin escrúpulo alguno. El director francés acaba su película de modo inapelable, golpeando al espectador. Los directores canadienses, aun en su estética grandilocuente, no le van a la zaga. El férreo discurso antisistema se revela hipócrita cuando vemos con claridad que el cuarteto sobrevive a partir de la explotación sexual de uno de sus miembros y, fallando esta fuente de ingresos, se lanza al asalto más burdo y cruel. Su destino no será sino la inmolación más ridícula y más ignorada y la disolución.
Bonello, efectivo y eficiente, lamenta que la revolución popular no sea posible. Denis y Lavoie, efectistas pero rotundos, dicen lo mismo con otras imágenes. Podríamos argumentar que unos y otros fueran, en realidad, agentes del sistema que tratan de amedrentarnos, de convencernos de que no debemos ser malos chicos… Pero no parece ser así. Hay demasiada simpatía de Bonello hacia sus personajes como para que pasen por ejemplos de malas acciones. Hay demasiado conocimiento de la revolución por parte de Denis y Lavoie como para plantearnos que sean unos reaccionarios. Simplemente, cada uno con sus armas, nos recuerdan la dificultad de llevar a cabo la revolución.
Y, finalmente, casi como una coda, referirnos a Los decentes (Lukas Valenta Rinner, 2016), una peculiar coproducción austríaca-coreana-argentina que empieza como un comedia costumbrista y acaba en consonancia a las cintas antes comentadas. Historia de una empleada del hogar en una zona residencial exclusiva que compensa un entorno asfixiante con tiempo de relajación en un área nudista, situada al otro lado del muro que separa la urbanización del exterior. Historia individual y alegoría social, Los decentes salta del relato dramático, costumbrista, a la lucha de clases mediante un inesperado giro de guion. Tan sorprendente como simpática, tan agria como áspera, la comedia adquiere tintes muy negros con una revuelta final a cargo de un grupo armado que asalta, en pelota picada, la tranquilidad burguesa. Discreta en su apariencia modesta, concisa en su relato en comparación con las obras francesa y canadiense, la película de Rinner se aproxima a los resultados de las anteriores y parece recordarnos que la revolución es más necesaria que nunca pero que tal vez no sea posible.