Como cada año el Festival de Cine d’Autor, el D’A, nos trajo una oferta muy apetecible. Algunas obras venían de Cannes, Venecia, Málaga o Locarno, muchas otras eran auténticos estrenos, todas ellas interesantes.
La cuadrilla calavera que ha cubierto el D’A para Miradas de Cine (Jorge Mauro de Pedro, Marla Jacarilla, Toni Junyent i Antoni Peris Grao) ha decidido autogestionarse como una célula revolucionaria, inspirados por los personajes vistos en la pantalla (como mínimo no imitamos a los asesinos tiroteadores de Free Fire o los acosadores de Rester vertical o Malgré la nuit). El resultado son cuatro textos muy sentidos y libres, inspirados en las obras comentadas.
Dejamos para el momento del estreno comentarios sobre otras obras que no aparecen en los textos, como son el caso de La región salvaje de Amat Escalante (y que se acompañará de la entrevista que tuvimos con el director mejicano, objeto de una sección específica en el D’A), Personal Shopper, Estiu 1993 y The Woman Who Left.
…Yo soy el cine-ojo. Yo soy el ojo mecánico. Yo, máquina, os muestro el mundo como sólo yo puedo verlo. Desde ahora y para siempre, me libero de la inmovilidad humana, estoy en el movimiento ininterrumpido, me acerco y me alejo de los objetos, me deslizo por debajo, salto por encima de ellos, avanzo junto al hocico de un caballo al galope, me sumerjo a toda marcha en el interior de la muchedumbre, corro ante los soldados que cargan, me tumbo sobre mis espaldas, me elevo al mismo tiempo que un aeroplano, caigo y alzo el vuelo con los cuerpos que caen y que vuelan. Este soy yo, aparato, que me he lanzado a lo largo de la resultante, bordeando el caos de los movimientos, fijando el movimiento a partir del movimiento surgido de las más complicadas combinaciones.
Dziga Vertov, El cine ojo
Oliver, Leo, Stéphane, Axèle y Radu tienen varias cosas en común. Son personajes de ficción, protagonizan cinco de las películas proyectadas en este último D’A Film Festival (Demonios tus ojos, Rester Vertical, Le secret de la chambre noire, L’indomptée y Fixeur) y sobre todo, viven pegados a una cámara, ya sea de cine o fotográfica, convirtiendo las imágenes que captan constantemente en sus mayores obsesiones.
Los continuos avances tecnológicos han propiciado que vivamos en la era de la sobreexposición de imágenes, que producimos y consumimos sin cesar. Rodeados de pantallas por doquier, integramos en nuestra realidad todo lo que vemos a través de ellas, sin ser a veces conscientes del proceso de transformación que dichas imágenes han sufrido hasta llegar donde están. ¿Imágenes que reflejan la realidad o acaso que la conforman? Internet ha cambiado nuestro modo de mirar y de enfrentarnos a lo que nos rodea del mismo modo que en su momento lo hicieron la fotografía y el cine. Hay quien lo considera una amenaza, al igual que sucedió en su momento con la fotografía y el cine. La historia se repite, vivimos una sensación de eterno retorno, nos gusta darle vueltas a los mismos conceptos una y otra vez. Le cambiamos el collar a nuestros perros de toda la vida, para que así parezcan otros distintos y podamos tener la sensación de que las cosas cambian aunque en esencia sigan siendo igual. Vemos la amenaza en todo aquello que nos resulta desconocido sin ser conscientes de que la amenaza, en realidad, está en nosotros y en nuestras intenciones.
La vida, la muerte, la perdurabilidad de la imagen, la captación de una supuesta realidad cambiante, inasible e inabarcable, la asunción de retos irrealizables, la infructuosa búsqueda de una inalcanzable objetividad, la materialización del deseo, la constante muerte del arte. Conceptos, todos ellos, que asaltan con frecuencia nuestras mentes, nuestra producción artística y nuestras reflexiones posteriores y circundantes. Conceptos que nos obligan a detenernos para recapacitar, para observar el maremágnum de imágenes que nos rodea y preguntarnos cuál es el impacto real que estas tienen, tanto en nosotros mismos como en el resto de la sociedad.
Oliver es director de cine, vive en Los Ángeles y mantiene escaso contacto con su familia en España. Un día, tras encontrar de modo incidental unas imágenes de su joven hermanastra en una web pornográfica, decide regresar a su ciudad natal para acercarse un poco más a quién se ha convertido sin saberlo en su más (in)alcanzable y oscuro objeto del deseo. Sin tener en cuenta las consecuencias, Oliver se convertirá en un voyeur y observará, cámara oculta mediante, el comportamiento de su hermanastra en la intimidad, traspasando así las barreras que levantan los condicionantes morales de la sociedad en que está inscrito. Siendo consciente de su transgresión pero sin poder hacer nada por evitarla, transformando la relación con su hermanastra en algo ambiguo y temerario. Demonios tus ojos (Pedro Aguilera, 2016) es un título revelador que nos recuerda que la perversión —si es que resulta lícito utilizar dicha palabra en según qué ocasiones— no está presente tan solo en los ojos del que mira, sino también en los de aquel que, sabiéndolo, es observado y se deja observar.
Y si la obsesión de Oliver por las imágenes le lleva a desarrollar una absoluta dependencia de las mismas, la relación que entabla Léo con estas es bien distinta. El protagonista de Rester Vertical (Alain Giraudie, 2016) deambula por la vida cual situacionista sin rumbo definido, zigzageando a través del entorno de modo un tanto arbitrario, sabiendo que ha de preparar su próxima película pero sin tener del todo claro dónde exactamente detener su mirada: ¿en el paisaje? ¿en las personas que aparecen en su vida? ¿en los extraños hechos que le suceden? Responde a las continuas llamadas de su productor dándole largas o pidiéndole dinero, está demasiado ocupado con su vida como para preocuparse por su obra. ¿Acaso no hay ya, per se, una relación inevitable entre ambas? ¿Acaso no se confunden con asombrosa frecuencia? Léo improvisa con asiduidad, mantiene relaciones sexuales con aquellos que le rodean, interactúa con los desconocidos de modo imprevisible; buscando probablemente un inasible ideal de belleza, tal vez para capturarla con la cámara o tal vez, simplemente, para experimentarla de cerca. El disfrute que le provoca la observación se convierte, no ya en un medio para lograr otra cosa, sino en un fin en sí mismo. Y el cine, al fin y al cabo, no es más que la excusa para ello.
Las imágenes se hicieron al principio para evocar la apariencia de algo ausente. Gradualmente se fue comprendiendo que una imagen podía sobrevivir al objeto representado; por tanto, podría mostrar el aspecto que había tenido algo o alguien, y por implicación como lo habían visto otras personas. Posteriormente se reconoció que la visión específica del hacedor de imágenes formaba parte también de lo registrado. Y así, una imagen se convirtió en un registro del modo en que X había visto a Y. Esto fue el resultado de una creciente conciencia de la individualidad, acompañada de una creciente conciencia de la historia.
John Berger, Modos de ver
El tercer protagonista de este texto es Stéphane: reputado fotógrafo obsesionado con la muerte de su esposa que, para crear su obra, se basa en la añosa técnica del daguerrotipo. Stéphane vive en una vetusta casa a las afueras de París junto con su joven hija y la fotografía de modo obsesivo, embutiéndola en trajes de época decimonónicos, pretendiendo de este modo embalsamarla en un tiempo al que nunca ha pertenecido y creyendo con fervor que la fotografía es el único modo de recuperar ese pasado que, de modo inevitable, se escapa de nuestras manos. Sus daguerrotipos son únicos, se trata de una técnica que, a diferencia de la fotografía digital, no permite la reproducción ilimitada de una imagen de modo idéntico. De este modo, las imágenes producidas ansían recuperar con su actitud de exclusividad esa aura perdida de la que hablaba Walter Benjamin, condensando en su perpetuidad el paso del tiempo y resultando tan anacrónicas como eternas, pretendiendo con osadía capturar el alma, no ya de un distraído miembro de una tribu aborigen cualquiera, sino de su propia hija. De su sufrida y resignada hija, que ve como se convierte a ojos de su padre en una extensión de su fallecida progenitora. Porque Le secret de la chambre noire (Kiyoshi Kurosawa, 2016) nos habla al fin y al cabo de eso: de los fantasmas que creamos cuando los seres queridos nos dejan, del punctum de algunas imágenes que nos hipnotizan de modo inevitable, de las innumerables maneras frustradas de desafiar el paso del tiempo.
Al contrario que Stéphane, que vive presa de sus obsesiones y fantasmas, Axèle es —al menos en apariencia— una mujer libre, una fotógrafa a la que no le gusta ceñirse a las normas imperantes pero que puede ser capaz de cualquier cosa por conseguir su sueño: ser seleccionada como artista residente en la Villa Medici, famosa academia que cada año cumple el sueño de un puñado de artistas al permitirles desarrollar allí sus proyectos. Durante su estancia allí, Axèle se encontrará con Camille, escritora novel que vive a la sombra de su marido, escritor consagrado que la humilla y degrada con frecuencia. El choque entre estas dos mujeres de personalidades tan opuestas (aguerrida y autosuficiente la una, insegura y dependiente la otra) hará que los acontecimientos tomen un rumbo imprevisible. Y de fondo, siempre presentes, las imágenes. Las imágenes ejerciendo su poder, creando realidades y obsesiones, persistiendo en nuestras retinas, siendo capaces de llegar más allá que aquello a lo que representan, conformando L’indomptée (Caroline Deruas-Garrel, 2016) como aquello que es: el sueño a veces desconcertante, a veces imposible, a veces divertido y a veces desencantado, de todo aquel artista que aspira a que sus imágenes digan más que mil palabras.
Y si las pretensiones artísticas de todos estos personajes podrían servir de perfecta coartada para justificar sus actos y las posibles consecuencias de los mismos, no es este el caso de Radu, aprendiz de reportero que realiza sus prácticas en la Agencia France Press de Bucarest y que se da cuenta, al entrevistar a una menor de edad que ha sido obligada a prostituirse, de que el fin no siempre justifica los medios. Fixeur (Adrian Sitaru, 2016) reflexiona de un modo contenido sobre los límites morales de la prensa, sobre las ineludibles contradicciones inherentes al oficio periodístico, sobre la omnipresente posibilidad de acabar instrumentalizando al otro. ¿Puede Radu llegar a ser un buen periodista sin dejar de lado sus escrúpulos? ¿Cómo puede el periodismo conjugar la información rigurosa con el respeto a la intimidad de aquel que es objeto de una investigación o reportaje? ¿Cómo contribuyen las imágenes que genera la prensa a la creación de una realidad paralela de fiabilidad a veces poco (o nada) contrastada? ¿Tenemos derecho como espectadores, lectores o, en definitiva, consumidores, a exigir respuestas para todas las preguntas?
Cinco propuestas, en definitiva, que conforman una mirada sobre la mirada; una reflexión sobre lo que implica detener nuestra vista en ciertos aspectos de la realidad y no en otros. Una pequeña muestra de nuestras obsesiones, anhelos y deseos, pasados en este caso por el tamiz de nuestros ojos.